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Domingo, 3 de noviembre de 2002

CINE

Frasco chico

Después del éxito de La película del rey (1986) y el trauma de Eternas sonrisas de New Jersey (1989), Carlos Sorín vuelve a su viejo amor, la Patagonia, sin voluntad de revancha ni ambiciones épicas. Premiada en el Festival de San Sebastián, Historias mínimas entrecruza tres fábulas simples y explora un mundo pequeño, de rara dignidad, que arroja una luz inquietante sobre la Argentina contemporánea.

 Por Juan Forn

Carlos Sorín ya había hecho dos películas en la Patagonia (quizás sería mejor decir con la Patagonia) antes de Historias mínimas. Y en ambos casos usaba ese territorio legendario como amplificador de las historias que quería contar. Sabemos bien que la Patagonia es tierra más que fértil para los grandes relatos: épicas, quimeras, utopías (y cuando digo grandes relatos lo digo en todo sentido: desde el origen de las especies de Darwin hasta los fusilamientos investigados y reconstruidos por Bayer, desde la increíble historia de Jemmy Button, el ona educado en Londres y juzgado luego en Malvinas como enemigo público del Imperio británico, hasta el delirio del francés Antoine de Tounens, autocoronándose Rey de la Patagonia). En sus dos primeras películas, Sorín intentó dos épicas (atenuadas ambas, como era de rigor en una época antiépica como los ochenta, por la ironía y la parodia “amable”): La película del rey contaba el rodaje malogrado de un film sobre aquel francés delirantemente monárquico. Eternas sonrisas de New Jersey relataba otra quimera, de otro extraterritorial, un dentista anglo que libraba una guerra absurda por un mundo sin caries (y también le salía todo mal). Algunos hasta podrían pensar que Sorín hizo dos veces la misma película, con suerte opuesta: el éxito de La película del rey le permitió contar con Daniel Day-Lewis para su siguiente largometraje; el fracaso de Eternas sonrisas... lo sumió en un autoexilio cinematográfico de más de una década.
Pasada aquella “penitencia”, Sorín volvió a filmar y en la Patagonia, pero esta vez ha decidido contar otra cosa. Ya no es el gran relato lo que le interesa, ni la ironía, el contrapeso. Como si pensara que los grandes relatos exageran y que la ironía reduce, Sorín buscó esta vez la proporción uno a uno, dicho en el sentido cartográfico: Historias mínimas es una película del tamaño de sus anécdotas. Una película chiquita, que crece en la medida en que se le hace entrañable a quien la mira. Y una de las razones por las que crece es por la resonancia que tiene la película con este momento del país.
Historias mínimas entrelaza tres “pequeños” relatos: el de un viejo patagónico que sale a hacer trescientos kilómetros para recuperar un perro que “lo dejó” tres años antes; el de una “ocupa” de una estación de tren abandonada que gana el derecho a participar en un concurso televisivo (para lo cual debe hacer, también, trescientos kilómetros hasta el canal de televisión, cargando con un bebé, dejando sin vigilancia la casa tomada y sin poder avisarle al marido adónde fue, ya que éste ha salido al campo a buscar trabajo) y el de un viajante de comercio que quiere enamorar a una viuda reciente con una torta de cumpleaños para el hijo de ella. Las historias se cruzan, un poco a la manera de Carver/Altman en Ciudad de ángeles (donde también había una torta como elemento clave de un relato) y están contadas un poco a la manera lacónica y límpida de David Lynch en Una historia sencilla (donde también había un viejo que salía a la ruta). Hasta ahí lo “prestado”, “las influencias” de esta película (y soy de los que creen que un estilo propio se logra yuxtaponiendo elementos de diversas fuentes, cuando la combinación resultante da más que la mera suma de sus partes). Lo “propio” de Sorín, y lo que tiene de argentino y actual, sospecho, es el enfrentamiento entre lo urbano y lo rural que plantea Historias mínimas.
El otro día me contaba una amiga que vive en el Sur que se vino manejando con su hijo desde allá y que, al llegar a uno de los accesos a la Capital, se le quedó el auto: “Te pasa eso mismo en el Sur y paran para ayudarte. Acá paraban, pero para putearme: por obstaculizar el camino, por hacerles perder tiempo”. Eso es lo primero que salta a la vista en Historias mínimas: la relación entre los lazos solidarios y el áspero entorno natural, en un lugar como la Patagonia. Una cosa es consecuencia directa de la otra. Ni el tiempo ni el esfuerzo (el propio y el ajeno)son, necesariamente, dinero. Y ése es el segundo elemento que plantea la película: el escaso protagonismo que tiene el dinero en la película, el lugar considerablemente relativo que ocupa en los desvelos de los personajes. Y no porque lo tengan: todos ellos tienen poco y nada, sus vidas no son idílicas ni mucho menos, pero cuando salen a buscar algo (y el eje de las tres historias es una búsqueda), el dinero no es ni el objetivo ni el combustible: Don Justo quiere recuperar su perro (o, más bien, que su perro “lo perdone” y quiera volver); María hace el viaje hasta el canal de TV de San Julián, menos por la multiprocesadora del premio que por el placer gratuito de ganar algo alguna vez; y Roberto, el viajante, descubre que no necesita apelar a su astucia porteña de vendedor para que le vayan retocando la decoración de la torta en los distintos pueblos por los que pasa.
Hay un tercer elemento sugestivo en la película: esa suerte de crisol provincial que puebla la Patagonia de Historias mínimas. Cada uno de los personajes tiene una entonación en su habla, que muestra el mundo interior que habita, así como su origen geográfico y social. Pueden venir de la Capital o de Corrientes, pueden tener sangre india o de inmigrantes europeos, pueden escuchar más la radio y la tele o el ruido del viento perpetuo contra las chapas del techo y las ventanas de su casa, pueden ser lacónicos o verborrágicos. Y lo argentino vendría a ser lo que hay debajo de esas diferencias: lo que aparece cuando se comunican, cuando se escuchan mutuamente y logran entenderse.
Algunos dirán que en Historias mínimas hay cierta idealización “capitalina” del pueblo chico, o una decisión de obviar el infierno grande que, según el refrán, viene aparejado con todo pueblo chico. Es cierto que la sombra de lo mezquino y lo ominoso está, flotando apenas, en distintos momentos, pero la película elige siempre el otro camino: seguir empecinadamente la peripecia de esos pequeños relatos, que parecen ocurrir al costado de la flagrante injusticia que suele regir el mundo. No sé si eso se debe a una decisión estética o a una profesión de fe de Carlos Sorín. Pero sé que aquellos que hoy parten a vivir al interior van en busca de eso precisamente: del pequeño relato en lugar del gran relato. De la dignidad en lugar del triunfo. De lo que vale en lugar de lo que cuesta. Y me gusta pensar que ahí radica una de las pocas posibilidades que tenemos para hacer de la Argentina un país mejor.

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