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Domingo, 25 de mayo de 2008

FOTOGRAFíA

El cadáver de la novia

En su última retrospectiva, que repasa sus trabajos con celebridades convertidos en imágenes icónicas de los últimos quince años (como Demi Moore embarazada, Di Caprio con un cisne al cuello o el entonces joven presidente Clinton en el Salón Oval), Annie Leibovitz incluye series de fotos que pertenecen a su vida privada: las de su padre, las de sus hijos nacidos de inseminación artificial y las de su compañera Susan Sontag, a la que acompañó y fotografió hasta su muerte tras una larga lucha contra el cáncer. Las últimas fotos, que muestran amorosa, artística y osadamente la agonía, la transformación del cuerpo y hasta el cadáver, han despertado una polémica sobre las intenciones y los límites del trabajo de Leibovitz.

 Por María Moreno

Con el cierre de la muestra Annie Leibovitz. A Photographer’s Life 1990-2005 en el museo Legión de Honor de San Francisco, la fotógrafa parece haber querido dejar en lo más alto de la ciudad en donde se formó (estudió en el San Francisco Art Institute durante la década del ’60), una suerte de autobiografía en imágenes que reduce el tiempo real de su vida al período en que vivió una historia de amor con Susan Sontag. La muestra, clausurada hoy y que ya ha pasado por varias ciudades de EE.UU., es el correlato de un voluminoso libro editado por Random House con el mismo título. The Legion of Honor, uno de esos museos que colecciona con el criterio de obtener lo más caro, lo más antiguo, lo más exótico, lo más contemporáneo, lo más grande o todo eso al mismo tiempo, destila ambición aun en el paisaje que lo rodea: la Bahía de San Francisco interrumpida por las líneas futuristas del Golden Gate. Allí están las magníficas fotos que Leibovitz hizo para la revista Rolling Stone: el devenir Leda de Leonardo DiCaprio, con un cisne enroscado a la manera de foulard, la panza en término de Demi Moore cubierta por los dedos de su entonces marido, como si éste dijera “yo te protejo, hijo, porque seré tu padre, pero sobre todo porque soy Bruce Willis”, Brad Pitt estirado sobre un sofá y transparentando su pene semierecto a través de la tela de su pantalón animal print. Pero sin duda, lo más llamativo de la muestra son, mezcladas con fotos de diversos miembros de la familia Leibovitz, las de los últimos días de Susan Sontag. Las fotos no se exhiben, ni se han editado en contigüidad: Leibovitz afirma en el prólogo a su libro que eligió un soporte cronológico, ya que tanto el tratamiento para el cáncer recibido por Sontag en 1998 como el recibido en 2004 no interrumpieron su propio trabajo profesional, pero es de suponer que este soporte ha sido, además, una coartada para el pudor o parte de una decisión ética. Sin embargo, tanto en el Legión de Honor como en A Photographer’s Life 1990-2005 resulta imposible eludir esa serie, es decir mirarla como tal: Sontag sentada ante una mesa con expresión dolorida, haciéndose cortar el mítico casquito de cabello, con el suero puesto y abierta de piernas sobre su lecho de hospital, de costado y en posición de esvástica, semidormida y casi sonriendo a la fotógrafa. En todas estas fotografías la mirada de Sontag indica que sabe de la presencia de Leibovitz, cuya cámara amorosa logra rescatar, por entre los signos del sufrimiento y su ambientación, la carne de su amante: la pierna cubierta por el cable de la sonda mantiene una curva erótica, la nalga ofrecida a una inyección parece pertenecer el género desnudo, la boca abierta bajo el peso de un sueño, que se deduce inducido por calmantes, evoca el rictus del orgasmo.

Leibovitz escribe en A Photographer’s Life 1990-2005 que estos registros de la enfermedad en proceso de curación de 1998 habían sido pactados entre ella y su modelo, y es probable suponer que entonces ambas les atribuían el fin de testimoniar una experiencia en donde el sujeto salía triunfante. En cambio justifica las fotos de 2004, año a fines del que Sontag muere, por la necesidad de terminar un trabajo que ésta habría avalado sino hasta el final, al menos tácitamente. O acaso Leibovitz no lo diga todo, o haya desobedecido un pedido, obedeciendo, en cambio, a la certeza de un deseo, como cuando Max Brod no quemó los papeles de Kafka. En esa última serie, Sontag se ha vuelto irreconocible: con el cabello totalmente cano, hinchada quizá por efecto de la medicación, los gruesos brazos cruzados sobre el vientre, yace con los pómulos hundidos, la boca abierta en forma de boomerang, como en el intento de respirar una vez más. Esas fotos son las inmediatamente anteriores a la final para la que Leibovitz ha vestido a Sontag, que yace sobre la mesa de la funeraria, con un vestido verde azulado a lo Fortuny. En la edición, la imagen ha sido parcelada a la manera con que se muestran los detalles en los monumentos o las grandes obras de la pintura (muchas veces Leibovitz se ha referido a Sontag como “monumento”, incluso ha editado en su libro una foto que le tomara tirada en la cama en contigüidad con otra de una figura en pose similar, perteneciente al Cimiterio Monumentale de Milán). La imagen de Sontag está más allá del género, podría ser la del emperador Adriano (o la de algunos de sus sosias, Marguerite Youcenar o Gertrude Stein). Esa condición de icono la integra a las piezas valiosas del Legión de Honor como los Durero, los Goya o los diversos retratos de Dante, al mismo tiempo que permite a Leibovitz fundir en una misma obra su condición de fotógrafa fashion, testigo privilegiado de una vida del siglo XX y artista. ¿No habría contado Sontag con que esto sucediera? ¿Acaso estas imágenes no forman parte de su instauración como icono cultural?

Aunque retomen larga tradición tanto aristocrática como popular, las fotografías de la agonía y muerte de Sontag han levantado diversas objeciones. Leibovitz, aunque reconoce haber tenido dudas en el momento de tomarlas, más allá de sus argumentos defensivos, parece estar segura de que es lo que Sontag habría querido. En su libro Una muerte en observación, relato sobre el proceso de duelo por su esposa, C.E. Lewis cuestiona severamente esas postreras atribuciones de decisión que los deudos formulan con un “ella lo habría querido así”. Pero Leibovitz se ampara en una fusión amorosa en donde el relevo era una de las figuras acostumbradas: muy a menudo Sontag le indicaba el lugar y el momento exactos en donde debía tomar una fotografía, hasta hacer indiscernible quién era su autora: muchas fotos de A Photographer’s Life 1990-2005 fueron tomadas por Sontag. Hoy Leibovitz, al exhibir esas fotografías, parece autorizarse en relevar a Sontag en una decisión que ella no tomó, para darle la posibilidad de testimoniar más allá de su muerte.

A Photographer’s Life 1990-2005 y la muestra que se inician con dos fotografías de la propia Leibovitz, una de las cuales parece ser la de otra persona y que dispone a reconocer en ella a Sontag no por semejanza de rasgos sino porque las luces y la sombra pueden inventar pictóricamente un parecido, el registro en imágenes de la muerte sucesiva de la amante y del padre de la fotógrafa, de sus hijos nacidos por inseminación artificial –uno de los cuales ha sido bautizado Susan (lo que convierte a Sontag en algo así como la última abuela muerta)–, parecen formar parte de la hiperinscripción dinástica a la que suelen recurrir las parejas no reconocidas por la ley o que deciden fundar rituales por fuera de ésta.

Una de las últimas fotografías de A Photographer’s Life 1990-2005 parece inaugurar el duelo como corte constatado de la ausencia del otro: es la del departamento de Sontag, tomada por Leibovitz, desde el suyo en London Terrace. La luz de la lámpara que antes Leibovitz solía ver encendida ha desaparecido.

Lo que el mundo lee como vasallaje de la privacidad es el derecho de los amantes a hacer público su arte privado.

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