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Domingo, 22 de junio de 2008

NOTA DE TAPA

Lo primero es la familia

Actuaciones impecables. Personajes arquetípicos. Perspicacia sociológica. Tradición teatral, agilidad televisiva y mística cinematográfica. Y sobre todo, una sucesión de frases magistrales que compiten unas con otras por todos los primeros puestos en el inconsciente popular argentino. Todo eso convirtió a Esperando la carroza en la película popular más amada, más negra y más hilarante de (y sobre) la Argentina. Por eso, mientras se anuncia la puesta en marcha de una segunda parte y se proyecta en pantalla grande la primera, Radar invitó al director Alejandro Doria, al guionista Jacobo Langsner y a China Zorrilla para revisitar este clásico que tanto dijo sobre el país en el que vivimos, y que tanto sigue diciendo.

 Por Hugo Salas

Filmada en 1985, considerada por muchos una de las, si no la mejor comedia del cine nacional, reverenciada por un amplio público que, sin distingos generacionales, puede verla una y otra vez por televisión, siguiendo en voz alta cada escena, cada reacción, cada línea de diálogo, Esperando la carroza no es –sin embargo– una película excepcional. En efecto, durante la primavera alfonsinista no era nada nuevo, habida cuenta del éxito pasado de Teatro Abierto, desempolvar éxitos de la dramaturgia independiente (de Tito Cossa a Aída Bortnik) y acentuar los detalles “políticos” o “de denuncia”, mientras que el género comedia venía siendo un estándar de producción de la época, incluso desde antes del fin de la dictadura. La luz rebotada y plana que se repite en todos sus interiores bien podría pasar por la de una de Porcel y Olmedo u otro largometraje industrial, y sus decorados y el vestuario rutinariamente costumbristas distan mucho de los imaginativos despliegues con que, por aquellos años, un Solanas o una Bemberg fascinaban miradas exigentes. Tampoco puede decirse, en rigor de verdad, que haya un lenguaje de cámara exquisito o innovador, sino más bien uno a caballo entre cierto oficio clásico y los usos televisivos (así, por ejemplo, en alguna que otra escena del velorio, como el momento en que las adolescentes huyen de la habitación al ver a la abuela, soluciones poco felices del manejo de grupos en el encuadre obligan a los actores a desplazamientos injustificados, cuando no contradictorios), el talento de Doria siempre ha estado más del lado del manejo de los actores que de la cámara. Pero tampoco las actuaciones, si bien muy por encima de la media histórica en términos de calidad, parecen funcionar en un registro distinto del su tiempo y su tradición. No; lejos de ser una película fuera de lo común, el resultado de un trabajo individualísimo y visionario, Esperando la carroza sorprende porque en ella todas esas circunstancias habituales y ordinarias que en el resto de la producción de la época conducen al desastre, a la trivialidad, a un indefectible aburrimiento, aquí se aglutinan, condensan y adquieren su propio ritmo, casi como los proverbiales flancitos de Mamá Cora que la signan desde el inicio.

“A Lourdes no voy más. Iba siempre. Traía agua bendita para tomar con el mate. Pero la última vez me dio una diarrea... Al final ésa te cura de un lado, te jode del otro.” (Mamá Cora-Antonio Gasalla)

En tal sentido, la película realiza un mito largamente acariciado por la crítica, el de la genialidad del sistema, según el cual, en el marco de determinadas pautas industriales, tarde o temprano algún grupo de artesanos competentes y laboriosos pero no necesariamente inspirados en el sentido romántico del término –vale decir, visionarios, adelantados a su época– habrá de llegar a buen puerto (interpretación que, en más de una oportunidad, sirve de explicación para varios clásicos del período dorado de Hollywood). Encarna, además, otra leyenda igualmente potente, si bien más específica de la industria cinematográfica argentina: la fantasía del film popular, ése que sin mediaciones sea capaz de llegar a todos los públicos gracias a su acertada representación de “el ser nacional”. A fin de cuentas, desde La guerra gaucha (1942) hasta Mundo grúa (1999), pasando incluso por acercamientos al criollismo tan disímiles como el Juan Moreira (1973) de Favio y el Martín Fierro (1968) de Torre Nilsson, la idea rectora de un cine-espejo que hable “nuestro” idioma y muestre a “nuestra” gente ha sido el estandarte en nombre del cual se defienden –y perpetran–- toda clase de iniciativas a 24 cuadros por segundo, rigurosamente financiadas por el Estado en virtud, justamente, de la necesidad de reafirmar una cultura nacional siempre endeble, imperfecta y en riesgo.

Es desde este punto de vista, el de la construcción del relato y la intriga de la patria, donde comienza a revelarse el verdadero aporte de Esperando la carroza ya no al cine sino a la cultura argentina en su conjunto. Definitivamente lejos tanto de la esquemática idea de la viveza criolla en tono crítico (La fiaca) o celebratorio (cualquier comedia incluso al día de hoy) como de la apología moralizante del buen vástago de la familia-célula eclesiástica de la sociedad (las de Palito), este grotesco carente de las densidades psicológicas de Discépolo o Pacheco pero generoso en apuntes sociológicos, se atreve a representar al ser nacional no como un ente armónico y consistente, sino como el resultado de una tragedia de clase, atravesada por el desgarro de un ascenso socioeconómico diferencial.

“No soy muy amiga de las masas.” (Nora-Betiana Blum)

La distancia que separa a Antonio Musicardi (el personaje interpretado por Luis Brandoni) de sus hermanos, sobre todo de la misérrima Emilia (Lidia Catalano), es la misma que acosaba obsesivamente a los personajes de Florencio Sánchez, pero con una diferencia fundamental: en la Argentina de la segunda mitad de siglo, no es ya el acceso al conocimiento ni el sacrificio de los padres el que permite la movilidad social, sino los negocios sucios y la explotación directa o mediada de los contemporáneos. En la vinculación de Antonio con “la pesada” –ausente de la obra teatral, escrita muchos años antes de la dictadura–, así como en el trato chupamedias y servil de esa Susanita de Quino adulta que es Elvira (China Zorrilla), es mucho más que la complicidad de la clase media con el Proceso lo que queda al descubierto.

Lo que resuena de escena a escena, con la aterradora insistencia de una marcha fúnebre, es el retrato de un universo social que, en vez de Edad de Oro, en su pasado tiene por toda referencia un conventillo, la miseria como amenaza permanente, situación que no sólo explica sus permanentes “deslices” de clase (como aquel en el que incurre Nora, el personaje de Betiana Blum, cuando al salir de su casa da un besito a los faros del auto importado) sino que también le vale de justificación para cualquier medida que deba tomar con tal de evitarla. No hacerlo, lejos de constituir un gesto de dignidad o ética, es considerado una falta moral, como en el proverbial refrán de la época según el cual en este país no trabajaba el que no quería.

“Si existe el infierno, debe estar tapizado de hijos.” (Doña Elisa-Clotilde Borella)

Es por ello que, conocedora del paño, la Susana de Mónica Villa, aún hoy demoledora en su representación del explotado, no exige justicia, ni siquiera un reparto distinto de las obligaciones y los costos familiares, sino mera piedad cristiana: que se lleven a la abuela un mes, sólo eso. En el transcurso de la película, aprende que el juego se sostiene, por increíble que parezca, sobre el acuerdo tácito de no discutir plata, como intenta al principio, sino moral (de allí que, para llamar la atención, se vea obligada a delatar los cuernos de sus cuñadas). En semejante contexto, donde el sostenimiento de una fachada vagamente “católica, apostólica y románica” (al decir de Elvira) permite una construcción criminal de la riqueza, el abandono de la abuela trasciende el problema de la tercera edad para anunciar la exclusión de todos aquellos que, representando puro gasto –y, por ende, obstrucción del ascenso–, deberán ser irremediablemente dejados de lado.

“Gracias a Dios me crié en una casa católica, apostólica y románica.” (Elvira-China Zorrilla)

Con gran sentido de la oportunidad, Esperando la carroza captura ese orden, ese espacio social donde los distintos estratos se ven aún obligados a convivir, en el momento mismo en que la historia, por distintos procesos concurrentes (que van desde los primeros intentos de privatización hasta la sanción de la ley de divorcio), comienza a preparar su entierro. Hoy Elvira no tendría por qué temer la aparición de Susana y Jorge, así como Antonio y Nora, probablemente, jamás visitarían la casa de Sergio; los “hermanos” ya no se cruzan, el espacio ha sido eficazmente dividido. Si algo explica la perduración de la película más allá de su comicidad, de sus aciertos sociológicos y del probado oficio de Alejandro Doria, no es –como suele decirse– lo bien que retrata “cómo somos”, sino que permite un nostálgico viaje en el tiempo a una época en que la dinámica social argentina aún contemplaba el constante cruce de clases y una dinámica de intercambio, ese punto en que retrata “cómo éramos”.

Por más paradójico que parezca, al mismo tiempo que con su risa es capaz de reconocer la falsedad y la traición que subyacen a la metáfora de la sociedad como familia, el público de hoy añora los ravioles o fideos del domingo, ese ideal de estructura que los discursos cinematográficos y televisivos le han acostumbrado a percibir, desde los ya legendarios Falcón, como norma de contención y afecto (definitivamente aniquilada en los ‘90). Desde un presente tan atrozmente fragmentado, donde en muchos casos ni siquiera la familia, ese grupo tan próximo, oficia de lugar de reconocimiento, antes que como un espejo, Esperando la carroza funciona como el viejo álbum familiar, plagado de imágenes de seres absurdos, grotescos y crueles pero en alguna medida entrañables, cuanto menos por cercanos. Ahora que las Elviras a sus hijas no les pagan clase de francés sino de baile en el caño, que los hermanos ricos se encierran aterrorizados de los pobres y que la casa familiar apenas se sostiene en pie (como supo retratar, siguiendo la genealogía teatral del grotesco, La omisión de la familia Coleman), cuesta imaginar de qué trata la anunciada segunda parte, y aquellas crueldades del ser nacional, comparadas con las atrocidades de hoy, se nos antojan pueriles, perdonables, queribles.

“Hemos venido a pasar acá un plácido domingo familiar, tranquilo, pacífico, sereno y de reconciliación nacional.” (Antonio-Luis Brandoni)

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