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Domingo, 10 de agosto de 2008

Deliciosas criaturas

Tras un paso por el Di Tella, un intento en el teatro y una incursión en el periodismo de Primera Plana, la vida de Marcial Berro tal como se la conoce hoy empezó en 1970, cuando Andy Warhol le compró una de sus primeras creaciones. Desde entonces, sus joyas han vestido a Jeanne Moreau, Isabelle Adjani, Juliette Binoche y Jessica Lange, entre otras muchísimas mujeres que rehúyen el lugar común. Diseñó para Yves Saint Laurent y Karl Lagerfeld. Recorrió literalmente el mundo en busca de materiales y conocimientos. Y vivió la consagración con sus piezas expuestas entre lo mejor del diseño francés junto a autos y aviones. Una vida después, Marcial Berro vuelve a Buenos Aires para exponer su trabajo. Y acá lo presenta.

 Por Maria Gainza

Personajes: Marcial Berro
muestra cuarenta años de joyas

Marcial Berro camina atento por la sala del museo. Pequeño, con su impermeable beige ceñido a la cintura, recuerda al inspector Clouseau a punto de atrapar a un ladrón. Ausculta, como el más desconfiado guardián, las vitrinas que exhiben las joyas: aquellos fugaces púlsars de plata, ámbar y coral atrapados detrás del vidrio. Tiene unos ojos color cielo que parecen el sueño de un presidiario y que se engarzan en su rostro como ágatas en una máscara incaica. Su mirada es extraña, brumosa y arrogante y, al mismo tiempo, tiene un aire tímido, excesivamente vulnerable y muy humano. Cuando habla, emite un español afrancesado, y lo hace rápido, como en catarata, hasta llegar a un punto y entonces, hace un descanso, largo y estirado, que incomoda.

Esas joyas, que Berro tan celosamente cuida, son suyas, el producto de treinta años de erudición, fantasía y gusto combinados hasta dar con una idea.

Sin boutique a la calle, atesorado como el mejor secreto, escondido detrás de un velo de exclusividad, Marcial Berro da la sensación de que una era está llegando a su fin. Aquella época donde un broche pinchado en la solapa de un tailleur negro sintetizaba un credo estético, se ha esfumado. En su lugar, ha quedado una idea de elegancia asociada a la caricatura y la opulencia. Desde el comienzo, Berro dirá: “No quiero que mis piezas sean una representación del poderío material. Quiero que sean usadas por su simplicidad y magnetismo”. Porque las joyas de Berro no son un cheque colgado del cuello. No hay nada ostentoso ni vulgar en ellas, y sus portadoras son mujeres que detestan el instinto de rebaño. Clientas que funcionan como un club privado, agrupadas bajo un fuerte rechazo al lugar común y un sentido propio de la elegancia. Del tipo de mujeres que caerían muertas antes de ser encontradas llevando un convencional broche Van Cleef o un formulaico bolso Prada. Lo cierto es que hoy, las joyas de Berro son sólo conocidas por algunos pocos iniciados, que podrían guiñarse el ojo en una habitación llena de gente como dos Aston Martins haciéndose luces en medio del tránsito.

Berro posee el don de un antiguo hechicero al que las mujeres acuden en busca de amuletos mágicos. Puede, si lo desea, y por lo general desea fervientemente, transformar anillos de plata y cristal de roca o aguamarina en supernovas; convertir collares de obsidiana y semillas amazónicas en constelaciones, o crear vasijas de terracota y conjurar el pasado con el presente hasta detener el tiempo. Será por eso que las Holly Golightly del mundo no pueden vivir sin él.

Como la sublimación del artesano hippie y nómade que vende collares de cuentas en las playas brasileñas, Berro ha llevado su arte hasta la cumbre. Sus conocidos parecen una Guía Azul, un quién es quién de la elite internacional. Y apenas entrar a la muestra, una galería de retratos deja este asunto claro. Son todas mujeres, pasados los treinta, que exhiben sus joyas como trofeos, envueltas en una tela que cada una elige manipular a su antojo. Con casi los mismos objetos, cada una crea un efecto único. Porque lejos de uniformar, las creaciones de Berro tienen cualidades de metamorfosis. Son, según el artista, “objetos sublimes para el juego y la performance”. Al identificar una por una a las retratadas, Berro se pierde en cargos y apellidos ininteligibles. Pero al llegar al final de la hilera inferior, se detiene en una mujer particularmente interesante. Tiene un rostro con algo de catástrofe, algo que recuerda a la mujer del cuento de Maupassant, aquella que pierde todo por un collar de piedras falsas. Es ahí cuando Berro baja discretamente la voz: “Ella fue la asistente de Coco Chanel. Fue a ella a quien Chanel le dijo ‘Es así como se muere’, y luego murió”. Entonces, deja entrever su intimidad con estas mujeres poderosas (un poder que en este caso no se define tanto en términos de dinero, sino por un cierto tipo de belleza, talento o cuna) y uno lo imagina entrando en esos saloncitos coquetos y perfumados, dispuestos para el cotilleo.

A fines de los ‘60, después de su paso por el Di Tella, un intento de hacer periodismo en Primera Plana y actuaciones en obras míticas como Ubu Rey de Roberto Villanueva, Berro aterrizó en Nueva York. Allí sobrevivió, como él mismo lo definió en la revista Interview, “jugando al rico”. A principios de 1970, Andy Warhol le compró una de sus primeras creaciones. Durante ese tiempo, también frecuentó a Salvador Dalí y a su esposa, Gala. Fue Dalí quien le aconsejó su primer maestro. Un orfebre de la ciudad, considerado el mejor en su especialidad. Marcial aprendió todo lo que pudo y cuando eso le supo a poco, viajó a Francia donde la supervivencia de artesanados le garantizó un aprendizaje más a fondo. De Limoges a Baccarat y la rueda giró sola. Después llegaron las clientas como abejitas a la flor: Jeanne Moreau, Isabelle Adjani, Juliette Binoche. En esos años, además de joyas de autor, creó su primera bijouterie-fantasía para las colecciones de Yves Saint Laurent y Karl Lagerfeld. Dicen que Catherine Deneuve perdió la cabeza por su collar de amatistas, granate y plata, que Carolina de Mónaco enloqueció por unos aros en oro y que Jessica Lange se paseaba fuera del rodaje de King Kong exhibiendo su broche de esferas de plata. A fines del ’80, realizó vajillas en porcelana en la Ancienne Manufacture Royale de Limoges y cristalería de Baccarat. Y en los ’90, se consagró como uno de los creadores contemporáneos más importantes de su generación, al aparecer en un libro sobre el mejor diseño francés, sus alhajas junto a cocinas, aviones y automóviles. En una Polaroid que sobrevive, empalidecida, se lo ve sentado en el living de la mansión de Yves Saint Laurent. Detrás suyo, cuelga sobre la pared un impresionante Goya. Es en ese mismo living donde se levanta una mesa de madera diseñada por Berro. El artista mira inquieto a cámara, ostensiblemente orgulloso de dónde ha llegado aquel joven con inquietudes artísticas nacido en La Plata.

Además de la precisión de un relojero, el trabajo de Berro parece guiado por la obsesión de un artista cuya única real creación es su perecedero yo. “Mis trabajos en barro son una reconstrucción de mi persona. Al irme del país perdí el lenguaje y me perdí a mí. Estaba destrozado. A través de la artesanía aprendí quién era”. Es una imagen mítica del hombre haciéndose del barro. Y es adecuada, ya que las creaciones de Berro poseen cierta cualidad primigenia, de origen y mito. Además, hay algo en esas formas orgánicas enfrentadas a geometrías que producen un extraño bienestar. El tipo de sensación que conceden al hombre las cosas que son casi un arquetipo.

Si uno presta atención, toda persona en el transcurso de una conversación tiende a repetir ciertas palabras que dan indicios sobre su personalidad. Marcial Berro utiliza dos muy seguido. Una es “adoro”. Cada vez que se refiere a alguien que admira utiliza ese verbo. La amplia “a” tan cerca de las dos profundas y cerradas “o”, le confieren un sonido gracioso, muy dado a la afectación. Sugiere la cualidad de reverenciar a las personas que considera divinas, pero también es un verbo muy utilizado en círculos de elite y señala su proximidad a ellos. Además, Berro suele anteceder a todo nombre que menciona (y, como si los nombres le quemaran en la punta de la lengua, Berro es capaz de hacer del namedropping un arte) la expresión “la gran” o “el gran”. Al decirlo, enfatiza la o el como si en ese momento la persona estuviera entrando por la puerta principal. Como cuando señala una fotografía y dice “Ah, ésa es la gran Martine Barrat, la fotógrafa de Nueva York ¿la conoces?”. Y una se mataría antes de decepcionarlo y confesarle que no. O bien: “El vaso azul de la entrada fue hecho por el gran soplador de Venecia, uno de los herederos de la tradición veneciana. Lo que no es poca cosa ¿no?”. Es un pensamiento que supone un amor embriagador por la cultura, un respeto y una fe en ella casi de otra época. Además, hay algo en ese encandilamiento, que señala su cualidad de outsider. Porque aun cuando Marcial Berro tenga a todas sus elegantes damitas arrodilladas a sus pies, él no deja de ser alguien que no pertenece exactamente ahí. Cosa que, por supuesto, lo vuelve más interesante que a cualquiera de ellas.

Entre los pocos objetos de la muestra que no han sido creados completamente a mano figuran unos gemelos en oro. Fueron hechos mediante electrolisis, un proceso por el cual las partículas de oro suspendidas se adhieren a la forma en cera hasta formar una capita gruesa. Berro explica el procedimiento mientras señala con el dedo índice hacia arriba y entonces uno cae en la cuenta de que ha visto ese gesto antes, en una pintura de San Juan Bautista de Leonardo da Vinci. Lo que ocurre es que Berro parece un hombre que ha viajado en el tiempo.

Una cruz pagana de plata con racimos de coral goteando por los bordes, evoca al genial Fulco di Verdura. Aun quienes no lo conocen de nombre, quizás hayan visto sus joyas en fotos legendarias de grandes estrellas de la época dorada de Hollywood: Garbo, por ejemplo, en una fotografía de Cecil Beaton lleva su pulsera de cadenas de oro. Con cierto aire a personaje de película de Visconti, Verdura fue un duque siciliano nacido en 1899 que se convirtió en uno de los más importantes diseñadores de joyas del siglo XX. Yendo en contra de la moda de la época que se inclinaba por un uso sistemático del blanco sobre blanco, combinando casi exclusivamente platino y diamantes, Verdura mezcló el oro con colores fuertes en motivos de animales, conchas marinas y flores. Con sus credenciales impecables de aristócrata y joyero, tuvo en los años ’30 y ’40 a los círculos sociales norteamericanos orbitando alrededor. A Berro se le ilumina el rostro al nombrarlo. La otra oportunidad en que su rostro adquiere un tinte luminoso es cuando menciona a Dalí: “Magnífico joyero, magnífico”, y lo anota, con una letra amplia, primero en su lista de favoritos. Entonces, su mirada vuelve a perderse: “Un día estaba almorzando con Paulette Godard y ella llevaba sobre el suéter el broche de labios de rubíes y dientes de perla de Dalí. Lunchtime, ¿entiendes lo que quiero decir?”, y le brillan los ojitos como farolitos chinos.

En un obelisco levantado al rey Nineveh se halla la siguiente inscripción: “En el mar de los vientos cambiantes, sus mercaderes pescaron las perlas. En el mar donde la estrella del norte termina, pescaron el ámbar amarillo”. Parte de la belleza y el romance atribuido a los materiales utilizados en la creación de joyas proviene de sus locaciones. Siempre extrañas y lejanas. Los fenicios jamás revelaban sus fuentes. Cuentan que el capitán de un barco fenicio estaba tan obstinado en defender el secreto del origen de su material, que empujó su propia nave sobre un banco de arena sólo para que el barco rival lo imitara y corriera la misma suerte. Envuelto en misterio, el ámbar se originó cuando un grupo de coníferas antiquísimas se vio obligado a producir resina como un mecanismo de autocuración. Ahora, para que un bosque con una modesta descarga de resina se convierta en una inundación de ámbar, algo raro tiene que haber ocurrido. Una teoría apunta al calentamiento global; otra, sugiere que fue una forma de evolución; otra, que algunos árboles se enfermaron gravemente y sólo intentaban salvarse. Sea cual sea la explicación, en algún momento de la prehistoria, las coníferas atravesaron una emergencia médica. Juzgando por las protuberancias masivas que hoy se ven, aquello debe haber sido todo un espectáculo: la resina colgando de las ramas como grandes manzanas azucaradas, derramándose sobre el bosque en piletones de miel. Con el tiempo, parte de la resina cayó al suelo y fue absorbida, pero otra, solidificó y comenzó su largo proceso de fosilización. Mucho de ese ámbar fosilizado permanece aún hoy enterrado miles de metros bajo tierra. Pero otra cantidad fue arrastrada hasta los ríos y glaciares y formó un extraordinario mar de ámbar cerca del Báltico. Como aquellos antiguos mercaderes, Berro viajó lejos en busca de materiales y conocimiento. Llegó a la India donde rastreó a los grandes joyeros, a Tailandia donde buscó piedras de colores, a Grecia donde conoció a los mejores orfebres y fundidores, viajó a Nápoles en busca de coral y a Alemania por el cristal de roca. “Ahora ya no viajo más. Estoy interesado en lo que hay acá, en la gran cultura mapuche que tiene maravillosos joyeros. Ya no me importa tanto el material como la idea. Después de todo, las alhajas de barro han sido usadas por faraones”. Para la muestra, creó en el Instituto Municipal de Cerámica de Avellaneda unas ánforas de barro mezclado con plata. El agua almacenada ahí debe ser la más fresca del planeta.

Y por eso ahora está en Buenos Aires. “Nunca me fui, sólo me ausenté. Estaba ocupado. Además, cuando volvés, tu historia te está esperando exactamente donde la dejaste”, y hace con los dedos un gesto de pinza como de quien toma, satisfecho, la frutilla de arriba de una torta. Cuando termina el recorrido, Berro vuelve tras sus pasos, y un poco a regañadientes, se dispone a abandonar la sala. Su altísimo sentido estético y su perfeccionismo, esas dos cualidades que lo han llevado hasta la cima, lo siguen como ángeles sobrevolando sus hombros. Está preocupado por un panel donde se ha filtrado un error, increíblemente difícil de detectar para el ojo común. “¿Cómo no se va a poder arreglar?”, dice ofuscado. “Hoy se hacen endoscopias, se mandan satélites al espacio, ¿cómo no se va a poder cambiar un panel?”

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Clienta privada con un collar de amatistas y oro.
 
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