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Domingo, 17 de agosto de 2008

CINE >JEAN DOMINIQUE BAUBY, EL HOMBRE DETRáS DE LA ESCAFANDRA Y LA MARIPOSA

Mi ojo izquierdo

Jean Dominique Bauby era un playboy desenfadado, un frívolo brillante que dirigía con gracia y agudeza la Elle francesa, uno de los predilectos de los cócteles, presentaciones y pasarelas, hasta que en 1995 un accidente cerebrovascular lo dejó paralizado de pies a cabeza, con excepción de su ojo izquierdo. Con él dictó La escafandra y la mariposa, un libro hermoso y magistral que ahora inspiró la película de Julian Schnabel, recién estrenada en Buenos Aires. María Moreno recorre el caso y explica cómo la película se vale de ser fiel al libro para encontrar un lenguaje tan propio como conmovedor.

 Por María Moreno

En broma puede decirse que La escafandra y la mariposa está hecha desde el punto de vista de un ojo izquierdo. Claro que esta restricción estética puede ser compensada con la espectacularidad de su soporte literario: la autobiografía de Jean Dominique Bauby, un playboy parisino de prensa al que un accidente cerebrovascular le transformó su síntoma neurótico de diferir un libro de ficción sobre la versión femenina del Conde de Montecristo en la urgencia de escribir una autobiografía, contando sólo con su memoria letrada, sus recuerdos y fantasías y –venga el humor negro– el sudor de su ojo. Julian Schnabel (Basquiat, Antes que anochezca), artista amén de director cinematográfico, completa con Bauby su serie de elegidos, a condición de que la expresión “elegidos” conserve una de sus acepciones más siniestras: la de calificar a los aplastados por el dedo de Dios.

La escafandra y la mariposa no sólo lleva el mismo título del libro de Bauby sino que lo sigue al pie de la letra: de este modo, paradójicamente, encuentra su propia autonomía. A la manera de La carta robada de Poe, en donde se demuestra que la mejor manera de esconder algo es colocarlo en el lugar más obvio, Schnabel –al reconstruir exactamente el despertar luego del accidente que Bauby cuenta en su libro– inventa un recurso sorprendente. El público llega a sentir la impotencia de Bauby cuando no puede hablar, lo escucha pensar, va “leyendo” cada parpadeo como si lo produjera él mismo según el código de uno para sí, dos para no, cierra involuntariamente los ojos ni bien acaba de ver en pantalla, a través de lo que parece una nebulosa envuelta en lagañas a su derecha, la imagen de un médico que avanza al primer plano con hilo y aguja.

PARPADEOS

Jean Dominique Bauby podría haberse apodado Jean Do París: era un Don Juan de casino, el jefe de redacción de lo que supo definir como “un universo de perifollos” –la revista Elle–, el preferido de las borracherías suntuosas como el café de Flore, el chofer desenvuelto de un BMW cuyas puertas –como las de todo auto elegante, él lo sabía– se cerraban con un leve chasquido. Pero, el 8 de diciembre de 1995, un accidente cerebrovascular lo convirtió en una rareza neurológica: un ser afectado por lo que los anglosajones han bautizado locked in syndrome, afección del tronco cerebral que lo convirtió en un ser paralizado de pies a cabeza, a excepción de su mente y el ojo izquierdo. Recluido en la habitación 119 del hospital marítimo de Berck, se le ofreció a la salida del coma un alfabeto donde cada letra se ordenaba de acuerdo con su frecuencia en la lengua francesa. La serie LMDPCFBVHGJQZYXKW fue su pasaporte a la literatura. Asomándose con su único ojo vivo y la ayuda de gentiles colaboradores a un proyecto que le demandaría dos meses –la escritura de un libro–, comenzó siguiendo, inmóvil, los pasos de Rimbaud: si éste les adjudicaba colores a las letras, Jean Dominique les adjudicó intenciones: “... la E caracolea en la cabeza y la W se aferra a fin de no ser abandonada por el pelotón. La B está de mal talante por haber sido relegada junto a la V, con la cual la confunden sin cesar”. De ahí en adelante la aventura no sería internarse por las calles de Hong Kong en pos de alianzas periodísticas, ni navegar los grandes rápidos en La Reina Africana a lo Humphrey Bogart con una puntillosa Katharine Hepburn a bordo, sino vigilar la cánula de la sonda urinaria, aprender a sorber por una pajita unas gotas de yogur antes de que se escabullan por las vías respiratorias, deletrear con voz de hombre de Cromagnon a coro con la ortofonista y, más frecuentemente, aprender a retener la saliva en la boca para no horrorizar a los visitantes del tout París.

Antropólogo con un campo minúsculo, Bauby trazó, como un Levy-Strauss de la enfermedad, su clasificación de los “traductores” que interpretaron los guiños de su ojo narrador. Concluyó que las chicas eran más rápidas que los chicos, aunque no más que los maniáticos de los crucigramas y el Scrabble, que los emotivos anotaban al tuntún llorando de culpa ante los resultados, que los escrupulosos jamás se animaban a apostar a la próxima sílaba: “Ni siquiera bajo el hacha del verdugo añadirían por su cuenta el ‘ñón’ que le falta a ‘champi’, el ‘mico’ que sigue a ‘ató’, ni el ‘able’ sin el cual no hay nada ‘intermin’ o ‘insoport’”.

La escafandra y la mariposa (el libro) está escrito con una ligereza en los antípodas de un peso muerto. Jean Dominique Bauby se ríe de que ya no pueda pronunciar siquiera el nombre de su propia revista, de que las camillas sean tan cómodas como la tabla de un faquir, de que su hijo le proponga a un paralítico jugar a “El Ahorcado”, de que los gestos involuntarios de su cabeza se parezcan a los de esas mujeres africanas “a las que se retira la pirámide de aros que desde hace años les estira el cuello”. Ateo y siempre en solfa, encomendó las distintas partes de su cuerpo a diversas agrupaciones religiosas de acuerdo con las creencias de sus amigos: su ojo derecho ha sido “entregado” a una comunidad de Camerún, sus oídos a unos curas católicos de Burdeos. Así comprobó que la vida era horrible, pero que lo era alegre y locuazmente. Si Schnabel sigue la cronología del libro, realiza algunos desplazamientos. Bauby no indica que el amigo periodista, que había sobrellevado varios años de prisión en Beirut repasando marcas de grandes vinos, lo hubiera suplantado en el vuelo de avión que le costó el secuestro, ni relata los diálogos con su padre a través del teléfono y desde el hospital. La escena magistral en que la esposa se ve obligada a ser la traductora de Bauby en el diálogo con su amante es una creación de Schnabel: hay que ver qué angustia puede sugerir Céline (Emmanuelle Seigner) con la lectura en voz alta de un alfabeto, el temor y la pena de ser ella misma quien lea a la otra mujer una frase de amor que se va armando con el martirizante suspenso de una sentencia.

LA MERMA COMO MAS

El neurólogo y escritor Oliver Sacks (interpretado por el bobalicón Robin Williams en la película Despertares) mostró la existencia del inconsciente al observar en los accidentados neurológicos una imaginación que excedía las estrategias de la enfermedad al servicio del impulso reparador y, por supuesto, al soporte material del cerebro humano. En El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, Un antropólogo en Marte y Oigo una voz, Sacks registra unos “despertares” que evocan la prodigalidad creativa de un Leonardo: un músico que no puede diferenciar entre su esposa y una gorra pero que es genial, una escultora que no percibe sus manos y es un éxito, un sordomudo orador y lingüista. Lo que Sacks estudia es un exceso que puede desencadenarse a partir de una merma y que sería precario nombrar con el cobarde nombre de “reparación”.

La escafandra y la mariposa (el libro) es una obra de arte. La escafandra y la mariposa (la película), también. Una de las originalidades de Schnabel es haber trabajado con recursos que intentan acompañar simbólicamente la experiencia de Bauby: hacer del menos, más. ¿Cómo una actriz como Marie Josée Croze (Henriette Roi) podría mostrar la vastedad de sus dotes si sólo cuenta como casi exclusivo parlamento con el recitado del alfabeto? Sin embargo, logra dar a ese recitado inflexiones que van de la impaciencia pedagógica al enamoramiento afligido, pasando por la aprobación maternal y el orgullo profesional. Y Emmanuelle Seigner (Céline) deslumbra con la elección del tono monocorde y práctico de una ex esposa, a pesar de todo alineada detrás de su hombre en problemas luego de la injuria del abandono y la separación. Max von Sydow (Papinou) sólo debe contar con la grandeza de su cabeza de teatro isabelino, el balbuceo y el llanto senil. Jean Pierre Cassel (Father Lucien), con un minuto en el que deberá expresar la incredulidad de que eso oye una invocación a la fe, la alegría tierna y aliviada de haber obtenido una respuesta. Y Mathieu Amalric usa la mayor parte del tiempo sólo un ojo para expresar terror, lascivia, dolor, curiosidad y así siguiendo. El mismo Schnabel se ha impuesto como restricción la renuncia a su lengua materna para dirigir con siquiera un poquito de la impotencia para hacerse entender lo que Bauby tenía en su imaginaria escafandra.

En La escafandra y la mariposa (el libro y la película), el protagonista jamás se identifica con su desgracia; a lo sumo contempla con interés casi científico cómo una lágrima surca una de sus mejillas cubiertas de espuma de afeitar.

DE RACINE CON AMOR

Contra lo que declara el mismo Schnabel luego de sacudirse de encima con irritación las asociaciones con Amenábar que le endilga esa crítica que ve un paralítico en la pantalla y se acuerda de todos los demás, La escafandra y la mariposa no es una película sobre la vida en la muerte en vida sino una película sobre la salvación por la retórica y ese objeto fetiche –la tablilla con las letras ordenadas de acuerdo con su frecuencia en la lengua francesa–, el santo rosario para su culto. ¿Qué une a Jean Do Bauby con Roland Barthes, Régis Debray y Guy des Cars sino el dominio de unas figuras que ya se aprenden en el Liceo Condorcet y se socializan en el programa Apostrophe? Porque el uso de la tablilla no hubiera sido importante si Bauby hubiera aprendido a decir simplemente “Prendé la tele” o “¡Quiero caca!” en vez de declarar cultamente: “Por la ventana veo cómo las fachadas de ladrillo ocre se iluminan bajo los primeros rayos del sol. La piedra adopta exactamente el tinte rosado de la gramática griega de M. Rat, recuerdo de cuarto curso. No fui, ni mucho menos, un brillante helenista, pero me gusta ese matiz cálido e intenso que todavía me abre un universo erudito donde uno se codea con el perro de Alcibíades y los héroes de las Termópilas”. Y Schnabel le deja al texto de Bauby los off suficientes para disfrutar de su estilo.

Jean Do Bauby murió en marzo de 1997 como el muchacho de oro mediático que había sido: en la cúspide de la lista de best-sellers. Lo que hizo que se sobreviviera a sí mismo no fue la riqueza de una espiritualidad desencarnada que se encuentra ante la alternativa de volverse literal sino el bon vivant a bordo de un descapotable rojo, el bebedor del bar Felix en uno de cuyos asientos un diseñador trazó su retrato, el redactor en jefe que dirige al mundo una pregunta nada metafísica: “¿Qué es la mujer Elle?”, es decir el hombre fashion y no el filósofo interrogado por la experiencia de una excepción penosa (“el locked in syndrome es tan poco probable como ganar el pozo acumulado en el Loto”, ha dicho). Y se sospecha que duró por lo que él mismo describe como un arrasamiento que lo devolvió otro, pero también por una suerte de sentido práctico burgués que lo llevó a movilizarse con lo que contaba y a cumplir a su modo un contrato de edición y con los días contados, a la manera de un cierre de redacción, es decir por lo que estaba intacto en él, sumado a una pulsión de éxito que encontró su motor vengativo en su nueva calificación en el tout París, la de “vegetal”. Se estaría tentado de pensar que el valor literario del libro La escafandra y la mariposa es su carácter de registro de una experiencia vivida. Sin embargo, es al revés: si Bauby la hubiera escrito sin haberla vivido, hubiera sido de una excelencia pariente de Malone muere de Beckett. En cambio, al inscribirse en el género autobiográfico, se desliza injustamente en la gaveta del testimonio y el caso clínico. Schnabel tiene la suerte de estar vivo y de tener igual éxito que Bauby, pero es difícil calcular cuántos advertirán sutileza y la invención de su película La escafandra y la mariposa por sobre la extorsión sentimental que facilita el tema y el personaje. Como decía Nabokov: “¡Qué argumentos extravagantes tiene la vida!”.

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