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Domingo, 24 de agosto de 2008

ESTRENO I > DISC JOCKEY: EL INDOLENTE MUNDO DE LAS ESTRELLAS DE LA ELECTRóNICA

Baila conmigo

 Por Alan Pauls

El último archivo de Vivi Tellas prometía chispas, energía, glam, psicodelia y una fuerte tasa de contemporaneidad de la que parecían prescindir los demás mundos que había explorado en su trabajo. Todo eso está en Disc Jockey. Con su música, su bola de espejos gigante, sus trances estroboscópicos y las imágenes en vivo de VJ Martín Borini, Disc Jockey logra la extraña proeza de comprimir una discoteca entera dentro de una caja y presentárnosla, no para que la usemos sino para que la veamos –los que deberían bailar miran, los que deberían tocar bailan– y actualiza en vivo, en carne y hueso, la utopía vanguardista de un teatro expandido capaz de emancipar la percepción. Todo eso está en Disc Jockey, sólo que desplegado y en guerra contra un fondo oscuro de apatía, tristeza y spleen. Estrellas del firmamento electrónico desde hace veinte años, Carla Tintoré y Cristian Trincado se mueven por el escenario con la pereza indolente y la atonicidad de una pareja de animales invertebrados. A la vez frágiles y obtusos, tienen algo de zombis, la pasión caprichosa e inconsolable de los niños eternos. Hablan a regañadientes, sólo por darle el gusto a alguien, como si no encerraran ninguna verdad o una ética privadísima les prohibiera revelarla. Una de dos: o no tienen intimidad (un efecto que el moralismo diurno atribuirá sin duda a esos veinte años invertidos en hacer sonar la noche) o prefieren guardársela para sí y darle al otro, a Tellas (que los “dirigió”), al público (que los escruta con morbo), apenas las hilachas de confesión o autobiografía que les reclaman las normas del experimento archivo: Tintoré se hizo DJ de adolescente, escuchando el hit español “Cenicienta pop” y cantando a los gritos su estribillo rebelde (“Mi familia no me entiende/ Nadie nadie me comprende”); Trincado descubrió su primer trance aprendiendo inglés mientras dormía, la cabeza apoyada sobre una almohada-tocadiscos donde giraba un disco-laboratorio de idiomas. Si una de las premisas básicas del teatro documental de Tellas es averiguar qué clase específica de actores son las personas que no actúan pero dependen de un público –madres y tías, profesores de filosofía o de manejo, cineastas y médicos, guías de turismo–, hay que decir que los Dj se revelaron como las bêtes noires del proyecto. Más que actores espontáneos o salvajes, los DJ son nerds, motores inmóviles que sustraen su propio cuerpo para hacer brillar el cuerpo de los otros: cero carisma, cero histrionismo. Puro inhibicionismo. Ese punto ciego –la resistencia de los intérpretes a interpretar, que la obra articula en una voluptuosidad desganada, lenta, onírica, un erotismo como de cine experimental– es sin embargo el secreto de la belleza de Disc Jockey, y sobre todo de su extraordinaria perspicacia a la hora de enrarecer un mundo para revelárnoslo. Si a los DJ les cuesta todo tanto es quizá porque no creen en hablar, porque para hablar –como a los actores, por otra parte– siempre les hizo falta un extra, un suplemento, una prótesis técnica –el tocadiscos, el bracito, la púa, tanto o más importantes que la música–, o que otros les escribieran lo que tenían que decir. Lo único que no les cuesta es bailar. Mucho más que hablar, más incluso que tocar, la lengua materna del DJ es bailar. Así, Disc Jockey no es sólo la revelación de una mitología gremial paradójica –los DJ, como los clowns, son tristes–; es también la radiografía de una tensión, una enemistad, una irreductibilidad que atraviesa de parte a parte la historia de la fiesta y de la noche: la tensión (física, cultural, política) entre hablar y bailar.

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