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Domingo, 31 de agosto de 2008

Retrato del artista como corresponsal de guerra

Vida y destino, la novela del escritor y periodista ruso Vasili Grossman, está en la lista de los libros mejor vendidos de todo el mundo, y no es sólo por la increíble historia del autor (que murió en 1964, mucho antes de verse editado por primera vez, en 1991). Es porque se trata de una de las mejores novelas del siglo XX, mil páginas abarcadoras, terribles, llenas de expresividad, en las que parece hablar la Historia. Quienes acaban de descubrirla, y empiezan a sufrir cierta abstinencia, tienen buenas noticias: se consigue también en castellano Un escritor en guerra, la biografía de Grossman del historiador británico Anthony Beevor, autor de Stalingrado. Y las noticias son particularmente buenas porque, en realidad, casi se trata de otro libro de Grossman: Beevor se limita a mechar breves e informativos comentarios a los mejores textos escritos por el autor de Vida y destino mientras fue corresponsal del Estrella Roja, el diario del ejército soviético, durante la Segunda Guerra Mundial. Al reproducir en forma cronológica los despachos de guerra, el libro funciona también como un apócrifo diario íntimo, en el que Grossman va reuniendo, sin saberlo del todo, las piezas que le permitirán escribir su obra monumental.

 Por Juan Forn

Sorprende y emociona ver que Vida y destino, la monumental novela de Vasili Grossman, empieza a asomar en las listas de best sellers vernáculas. Es tan evidentemente lo mejor que se ha publicado en lo que va del año (y de la década), que no debería sorprender a nadie, pero, ¿cuánto tiempo hace que no aparecía un libro de esa categoría en las infames listas de best sellers?

No muchas veces en la vida tenemos oportunidad de leer un clásico antes de que haya sido “canonizado”. Y ésa es la inequívoca sensación al leer Vida y destino. Es casi imposible que una novela de mil páginas esté escrita línea por línea, con tanta expresividad en cada frase, y que a la vez dé la sensación de haberse escrito sola. Grossman logra la proeza que Stalin exigió y nunca obtuvo del realismo socialista: un libro que parece escrito no por un individuo sino por un país y una época enteros. Isaak Babel decía que, si el mundo pudiera escribir, escribiría como Tolstoi. Algo de eso se siente al leer Vida y destino: uno no ve a Grossman oponiendo el totalitarismo nazi y el soviético (como hizo por ejemplo Margarete Buber-Neumann en su libro Prisionera de Stalin y de Hitler), no se tiene nunca la sensación de que alguien escribe esas páginas y está tratando de convencernos, de abrirnos los ojos; lo que uno siente es que la Historia está ocurriendo en ese mismo momento.

Como bien dice George Steiner, Vida y destino obliga a replantearnos toda la novela contemporánea. ¿Qué efecto hubiera tenido el libro si Grossman lograba publicarlo cuando le puso punto final, en 1960? ¿Se lo hubiese leído como la prodigiosa novela que es, o su faceta testimonial habría eclipsado su calidad narrativa? (A propósito, la infortunada Margarete Buber-Neumann era una discípula de Rosa Luxemburgo que se fue a vivir a la URSS, cayó en una de las purgas stalinistas, fue a dar a un campo en Siberia y, cuando Stalin firmó el pacto con Hitler, fue entregada, como muchos otros prisioneros políticos judeo-alemanes, a las SS, quienes la confinaron en Ravensbrück. Buber-Neumann sobrevivió a la guerra y aceptó la invitación de una organización humanitaria de izquierda para vivir en Suecia, donde recibió una pensión y vivienda hasta que publicó Prisionera de Stalin y de Hitler, y quedó en la calle, a principios de los años ’50.)

Vida y destino es, como han dicho muchos, una novela del siglo pasado; es decir, una novela del siglo XX. De hecho, es probable que termine siendo La Novela sobre el siglo XX (en especial si aceptamos que el siglo XX va de la Revolución de Octubre a la caída de la URSS, es decir que abre y cierra con Rusia). Si lo termina siendo, se deberá al menos en parte a su karma: a ese purgatorio de treinta años que estuvo inédito (a saber: Grossman murió sin ver publicado el libro en 1964; unos años después, Sajarov logró microfilmar la única copia que quedaba; Vladimir Voinovich cruzó el microfilm a Occidente cuando fue deportado de la URSS en 1980; el libro terminaría publicándose en el sello suizo L’Age d’Homme y a partir de entonces vendría, traducción tras traducción, el reconocimiento internacional a Grossman, pero todo eso empezó recién en 1991, cuando la Unión Soviética ya no existía y la Guerra Fría ya era historia).

Vida y destino llegó finalmente al castellano, completita y excelsamente traducida del ruso, el año pasado. Hubo una edición de Seix-Barral en los ’90, pero no sólo estaba incompleta sino que venía traducida del francés: evidentemente, en aquel entonces importaba más su peso testimonial que su calidad literaria (quizá por eso pasó sin pena ni gloria, así como no cabe duda de que una de las razones por las cuales la nueva versión cosecha tantos elogios es por lo bien que suena en castellano la traducción que hizo Marta Rebón para Galaxia Gutenberg).

Lo curioso es que antes de que se publicara esta edición de Vida y destino apareció en castellano un libro del historiador Anthony Beevor llamado Un escritor en guerra: Vasili Grossman en el Ejército Rojo. La primera impresión era que se trataba de una muestra más de la carencia de todo tino que hay en el elefantiásico mundo editorial actual (“Publiquemos un ensayo sobre Grossman antes de que la contra publique la novela”). Pero en realidad el libro se publicaba no por Grossman sino por Beevor, que es un best seller considerable en el rubro histórico (su Stalingrado, su libro sobre la caída de Berlín y su mamotreto sobre la Guerra Civil Española se reimprimen sin cesar en la misma colección en que apareció Un escritor en guerra).

La buena noticia, para los fanáticos de Grossman que han terminado Vida y destino y empiezan a experimentar síndrome de abstinencia, es que Un escritor en guerra no es un libro de Beevor: es un libro de Grossman. El historiador británico se limita a mechar breves e informativos comentarios a los mejores textos escritos por Grossman mientras fue corresponsal del Estrella Roja (el diario del ejército soviético) durante la Segunda Guerra. La mala noticia es que el libro está toscamente traducido del inglés (es decir que los textos de Grossman sufren primero en su paso del ruso al inglés y después del inglés al castellano). Pero aun así son formidables: una muestra más de que no hay traductor, por torpe que sea, que consiga arruinar un buen libro ruso.

Beevor lee y comenta al Grossman bélico a la luz de Vida y destino, lo que convierte Un escritor en guerra en una suerte de retrato de Grossman como artista cachorro. Nos enteramos así de que el autor de Vida y destino llegó a publicar dos novelitas antes de que Rusia entrase en la guerra, y que gracias a esos libros (que merecieron mesurados elogios de Bulgakov y de Gorki) consiguió entrar en el Estrella Roja cuando se presentó de voluntario. Pero según el poeta Ilya Ehrenburg (que también fue corresponsal en el frente para el Estrella Roja), Grossman aprendió realmente a escribir en la guerra: antes era “sólo un escritor más en busca de su tema y de su lenguaje”.

El episodio decisivo, tanto para Ehrenburg como para David Ortenberg, director del periódico y comisario político con rango de general, fue que Grossman pasó de tener como lectores un público reducido (el del ghetto literario moscovita) a escribir para cientos de miles de personas (muchas de ellas analfabetas) con quienes se veía las caras diariamente en las trincheras.

El Estrella Roja se leía mucho más que el Izvestia (antecesor del Pravda): no sólo en el frente, donde se distribuía gratuitamente (todos los pelotones del Ejército Rojo debían tener al menos un soldado alfabetizado que pudiera leerlo a sus compañeros) sino también en las ciudades y pueblos de toda Rusia. La razón de ese interés (que incluía al mismísimo Stalin, quien leía antes que nadie cada edición recién impresa del Estrella Roja) es sencilla: era el diario donde escribían los escritores. Dos cosas diferenciaban a Grossman de los demás corresponsales: la primera era el tiempo que permanecía en el frente y los riesgos que tomaba. La segunda era consecuencia de la primera: desde los generales hasta la tropa empezaron a verlo como uno de ellos, no sólo por su coraje sino porque se veían reflejados en lo que él escribía, y aceptaban hacerle confidencias que a nadie más hacían. Por esa razón no había en el Estrella Roja textos más vívidos y más informados que los de Grossman, según Ortenberg y Ehrenburg.

Grossman llegó al frente cuando el avance nazi obligaba a retroceder a los tumbos a las tropas soviéticas y en una de sus primeras notas profetizó: “Sólo una cosa puede frenar el avance alemán: la rasputitza” (se refería a ese lodo previo al auténtico invierno que hace los caminos rusos más intransitables que la peor nevada). La profecía se cumplió: con las primeras lluvias, a las tropas soviéticas, acostumbradas a la rasputitza, la marcha se les hizo más llevadera que a los nazis y así pudieron recuperar el aliento y prepararse para la defensa.

Herido en una escaramuza a principios de 1942, Grossman es enviado a la retaguardia con licencia médica por sesenta días. En ese tiempo escribe una novela breve, El pueblo inmortal, y propone a Ortenberg que se publique por entregas en el Estrella Roja. Ortenberg mira con sorna las primeras páginas hasta que comprende que el material es perfecto para levantar el ánimo de las tropas.

El eje de la novela era el odio al invasor y el carácter de acero del pueblo soviético, encarnado en una serie de episodios verídicos protagonizados por un pelotón al mando del comandante Babadyanian (Grossman había asistido a un episodio que incluyó en su novela: luego de quedar detrás de las líneas enemigas y ultimar a un pelotón nazi en desesperado esfuerzo por juntarse con sus tropas, Babadyanian revisa los papeles del oficial a cargo, descubre una libretita con una lista de frases en ruso entre las que figura “¿Cuántos kilómetros hasta Moscú?” y con un lápiz que saca de su bolsillo escribe con trazo torpe y furioso: “Nunca llegaréis a Moscú. Y llegará un día en que nosotros preguntemos: ‘¿Cuántos kilómetros hasta Berlín?’”).

Las entregas de la novela convirtieron a Babadyanian en un símbolo. Cuando llegó la noticia de que tanto él como sus hombres había muerto en combate, Grossman convenció a Ortenberg de permitirle terminar así El pueblo inmortal. El efecto sobre las tropas fue clamoroso. Más de dos años después, cuando los soviéticos ya habían triunfado en Stalingrado e iniciado su imparable avance hacia Alemania, Grossman acompañaba a una brigada de tanques cuyo comandante le dijo, en un alto en el camino: “Usted me mató en 1942”. Era el comandante Babadyanian. Luego de escuchar cómo había sobrevivido, Grossman le contestó: “Si lo maté, puedo resucitarlo”. Y procedió a escribir allí mismo una crónica para el Estrella Roja, contando que el héroe de El pueblo inmortal estaba milagrosamente vivo y marchaba a la vanguardia de las tropas que se dirigían a Berlín (doce años después, cuando los tanques soviéticos entraron a sangre y fuego en Budapest y sofocaron el levantamiento húngaro, el comandante de la represión fue el mismo Babadyanian, devenido general).

Al reproducir en forma cronológica los despachos de guerra de Grossman, Beevor intenta que su libro funcione como una suerte de biografía y a la vez como un apócrifo diario íntimo en el que el autor de Vida y destino va reuniendo sin saberlo del todo las piezas que le permitirán escribir su ópera magna. Grossman relató desde el lugar de los hechos no sólo la retirada inicial de las tropas soviéticas y todo el sitio de Stalingrado sino también el avance posterior hasta Berlín. Las tropas soviéticas fueron los primeros aliados en entrar en Varsovia, Berdichev y Treblinka luego del retiro de los nazis, algo para lo que no estaban preparados ni siquiera los más curtidos combatientes de Stalingrado. Hasta ese momento, Grossman se había sentido, como los soldados que lo rodeaban, un soviético más. Después de Treblinka, no pudo no pensar en sí mismo como judío.

Cuando pisa los restos de ghetto de Varsovia, cuando se asoma por el acantilado donde los nazis masacraron a toda la población judía de Berdichev (incluyendo a su propia madre), cuando recorre el campo de Treblinka y escucha el testimonio de dos sobrevivientes, Grossman supera el trance más difícil de enfrentar: cómo escribir sobre lo inconcebible. “Si se le hace infinitamente duro leer esto, el lector deberá creer que también es infinitamente difícil escribirlo. Pero el deber civil del escritor es contar esta terrible verdad, así como el deber civil del lector es conocerla. Quien mira hacia otro lado insulta la memoria de los muertos”, escribió en el Estrella Roja.

En uno de los momentos más estremecedores de Vida y destino, la madre del protagonista le escribe una carta antes de que los nazis la maten junto con el resto de la población judía de Berdichev (“Hoy hemos sabido de boca de un campesino que los judíos que fueron enviados a recoger patatas están cavando fosas fuera de la ciudad, camino a Romanovka. Recuerda ese nombre, hijo: allí encontrarás la fosa común donde estará sepultada tu madre”). Beevor reproduce en el final de su libro dos cartas que Grossman le escribió a su madre muerta, una a los diez años y otra a los veinte años de la matanza de Berdichev. Ambas cartas, ensobradas y cerradas, aparecieron entre los papeles que quedaron en su departamento de Moscú.

En la primera carta explica así su necesidad de hablarle: “Han pasado ya diez años desde que dejé de contarte sobre mi vida y mi trabajo, y he acumulado tantas cosas en mi alma durante estos años que he decidido escribirte para contártelo”. En la segunda, escrita en 1961, es decir cuando ya había terminado Vida y destino y cuando ya había recibido también el lapidario dictamen del todopoderoso Mijail Suslov (“Este libro no va a publicase en la URSS en los próximos doscientos años”), Grossman le dice a su madre: “Me parece que mi amor por ti se está haciendo más grande porque quedan cada vez menos corazones en los que vivas todavía. Mientras yo viva, tú estarás viva. Y cuando yo muera, tú vivirás en el libro que te he dedicado y cuyo destino es tan parecido al tuyo”.

Como muchos de sus compatriotas, Grossman había creído genuinamente que, cuando ganaran la guerra, la URSS dejaría atrás la NKVD, las purgas, las hambrunas, las delaciones; todo eso iría a parar al “basurero de la historia”, reemplazado por el coraje y la resistencia inclaudicables que habían unido al pueblo ruso en la defensa de la patria. Pero a medida que las tropas soviéticas avanzan en territorio alemán (y se hacen más frecuentes y evidentes el saqueo y las violaciones contra la población civil), Grossman va perdiendo esa esperanza. Ha visto demasiado como para poder ilusionarse con el futuro. De su patria y de la raza humana.

En el último de los cuadernos de notas que usó durante la guerra hay una breve anotación del momento en que entró en Berlín junto a las tropas soviéticas. Es la última página escrita del cuaderno; el resto está en blanco. Dice: “El parque zoológico, también hubo combates aquí. Jaulas rotas, cadáveres de osos, de aves tropicales, de babuinos. Conversación con un anciano que ha cuidado esos monos durante treinta y siete años. Está contemplando el cadáver de un gorila muerto. Le pregunto si era un animal feroz. No, la gente es mucho peor, responde”.

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Grossman en Skwierzyna mientras era saqueada por el 8° Ejército de la Guardia.
 
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