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Domingo, 30 de noviembre de 2008

Una magia modesta

Juana Molina sigue avanzando por ese camino por el que muy pocos la alentaron al principio, y cada paso le da la razón. Un día es su quinto disco de estudio y, como los otros cuatro, tiene la talentosa peculiaridad de sonar diferente de sus antecesores. Celebrada cada vez más por las revistas especializadas de afuera, mientras acá sigue su camino de culto, Juana Molina habla con Radar de este largo y sinuoso viaje que empezó un remoto día en que grabó con su padre una canción para el Día de la Madre y hoy la encuentra convertida en una música con un sonido único, melódico, experimental, complejo y sencillo, hipnótico, igual a eso que tantas veces le pidieron que no fuera: ella misma.

 Por María Moreno

En Un día, el último CD de Juana Molina, hay una atmósfera feérica que se crea ya desde la tapa en donde Alejandro Ros ha usado el espejo, las tijeras y el Photoshop para generar una imagen de la artista como si ella fuera uno de esos “periespíritus” en los que creía Conan Doyle y que supuestamente deslizaban sus energías karmáticas afectando las placas fotográficas o, traduciendo, uno de esos elfos o hadas que la imaginería teosófica y espiritista hacía aparecer, en medio del siglo XIX, en las instantáneas de picnics inocentes. Encima, la Juana real que sirve té y lo vuelca un poco sobre la alfombra del departamento de su ex marido en Vicente López está vestida toda en gamas de marrón como si se hubiera desprendido de un catálogo de cortezas de árbol o de un herbario de hojas secas. Juana piensa más bien que ese aire viene de haber titulado un tema de su CD “Los hongos de Marosa”.

–Fue medio de casualidad porque me salía la palabra “hongos” mientras cantaba y pensaba “¿qué tengo que decir yo de los hongos si no tengo nada con los hongos?”. Porque después de lo que dijo Marosa, creo que ella ya me pervirtió, me infectó (no puedo decir me infectó porque es horrible), quiero decir que hay temas que, al haber puesto Marosa su impronta en ellos, a mí ya no me queda una idea propia. “Hongos” me salió. A veces me pasa que estoy cantando y de la melodía salta una especie de contenido inconsciente que después me dice de qué va la canción, porque si no tengo esa palabra después me cuesta mucho más escribir una letra, porque la canción se hace mucho más abstracta y baja demasiado a tierra.

Nunca te pusiste a hacer una letra.

–No tengo para nada ese don. Una vez Leda Valladares me dijo: “Lo que pasa es que yo canto para decir y vos decís para cantar”. Mi forma de escribir sigue la melodía, entonces no tiene ninguna forma.

En los libros de Marosa Di Giorgio los frutos son redondos como tazas o platos, las liebres saltan por encima de los cuadernos y las hojas treman como si quisieran desprenderse y los adminículos de metal que hay en las cocinas saltan de las paredes y se ponen a reír y a parlotear. Todo eso suena a Un día.

–Qué sé yo. Historia no tiene mucha. Es un disco espontáneo como un hongo.

La reina batata

Guarda con la audacia inopinada de los grandes tímidos: empiezan temiendo meterse desnudos en la ducha y terminan ranqueados como estrellas porno de YouTube especializadas en zoofilia con ícticos, cobardones de toda la vida mueren en un naufragio como Luis Viale luego de haber entregado su salvavidas y antes de desaparecer tras una estela de gorgoritos o ven pasar, como Hitler, a una joven con su madre sin atreverse a hablarle hasta que un día deja de pasar con su madre y pasa con un cadete y de ahí, más tarde –dice un epigrama de Ernesto Cardenal–, la Gestapo, la anexión de Austria, la Segunda Guerra Mundial.

–Un día con papá grabamos una canción que se llamaba “Te regalo esta canción”. El me dijo que se la íbamos a regalar a mamá para el Día de la Madre. Papá me la enseñó en casa pero ya debía saber o intuir o suponer o por las dudas que yo no podría cantarla en público porque cuando fuimos a grabar al estudio hizo que todos los técnicos estuvieran escondidos –yo podía cantar con él o con mi hermana, con nadie más–. Me acuerdo perfecto de ese día, era un salón muy grande con una luz muy intensa de spot y alrededor de nosotros que estábamos cantando, todo oscuro. Después, caminando por la calle Santa Fe –yo debía tener unos cinco años– oí desde una disquería la canción y me dio un ataque. ¡Un ataque! Cuarenta y cinco mil copias se habían vendido para el Día de la Madre. Del otro lado de Te regalo esta canción está Inés que era muy chiquita, entonces solamente hablaba. Después nos llevaron a un programa televisivo a cantarla. No sé si era Sábados Circulares o algo por el estilo. Era en vivo y yo de lo único que me acuerdo es de un primer plano de la camisa que tenía papá con una pechera de puntillitas que no sé cómo se llama...

Jabot.

–¿Ese es el jabot? Bueno, yo se lo hice mierda con el dedo. Tenía que empezar diciendo (pone una voz de enana que finge ser una nena o de Roxana Peyrú en un casting): “Tengo que hacer un regalo/ para el día de la madre/ no tiene que ser muy caro/ ni muy lindo ni muy grande/ pero mi pobre alcancía/ ya está quedando vacía/ aunque yo sé que papito/ me va a dar una manito “¡papito! ¡papito, mní!”. Pero me quedé muda. Mientras él seguía cantando su parte (pone voz de Mario Clavell cantando “Abrázame así”): “Bueno mi linda princesa,/ ahora ya estamos solitos/ y la pregunta adivino/ en tus pícaros ojitos”. Y yo tenía que contestar: “¿Qué te parece papito?/ ¿Qué podríamos comprarle? Algo sencillo y bonito/ algo que pueda gustarle”, pero seguí tratando de arrancarle las puntillitas de jabot. No abrí la boca en todo el programa y yo creo que ahí me debo haber quedado tarada para siempre. Eso fue a los cinco y después, cuando yo ya tocaba la guitarra un poco más, estaba en casa tocando y, cuando quería cantar, me acuerdo que la mano se paraba, no podía combinar cantar y tocar. Después tengo una especie de nebulosa, por eso no me acuerdo en qué momento pude. Cuando ya era más grande me acercaba al mundo de los músicos pero no me gustaba nada lo que hacían, me parecía un bodrio.

Y, ¿no tenés ese gran mito de origen de la vocación, una escena satori?

–Una vez fuimos con mamá y su marido Pino a la casa de un tipo al que después le quedó “El hippie mal educado”. Era mala onda, su casa tenía caca en la escalera, por eso había mal olor, pero me acuerdo que había puesto música hindú. Y yo no me quería ir por esa música. Sin embargo, nunca averigüé qué era, tuve la sensación de una cosa que tiene un pedal que produce una música que sigue, sigue y sigue y, por encima de la cual, suceden cosas. Después, me acuerdo de que venía gente y me preguntaba “Che, ¿tenés canciones?”. “Bueno, sí.” Entonces mostraba una canción y daba una explicación detrás de la otra, “este acorde en realidad está mal”, porque yo por ahí metía una nota que no era normal, entonces sonaba distinto, había disonancias y cuando venía la disonancia yo ponía una cara de “esto... no sé, por ahí no va”. No podía tocar la canción entera sin explicarla.

Y eso que creías que tenías que explicar era justo lo que funcionaba.

–No sé si funciona pero es lo que hago. Incluso después de haber trabajado en televisión y de tener cancha arriba del escenario, aquellos que fueron testigos pueden dar fe de que los shows me costaron muchísimo. Me moría de vergüenza. Me acuerdo que una vez papá me hizo cantar una canción en un show de él, entonces leyó la letra antes de que yo la toque.

¿Te tradujo antes?

–Por las dudas. Como yo cantaba muy pero muy para adentro por ahí la letra no se iba a entender. Era una canción de mi primer disco, de Rara. Me hizo tocar y fue un espanto, los dedos me temblaban peor que en el peor Parkinson. Encima llevaba esa mochila de la actuación en donde yo era el desparpajo total. Entonces de ser una aplanadora pasé a ser una cosa frágil y rota. Ya entraba al escenario toda cachada. Yo saqué Rara en el ’96.

¿Y cómo te fue?

–Pésimo.

Juana Molina hizo con su ex marido Federico –del que dice haberse embarazado a los diez minutos de conocerlo– una sociedad que ella define como “casera” en donde él la representa, la ordena cuando está sacada y le obliga a corregir o borrar los emails profesionales en donde una tímida puede parecer una maleducada.

–Al primer lugar donde me fui fue a Japón. Ahí empecé a vender primero de a cien, después de a quinientos y después de a mil. Y por Japón llegué a Inglaterra. Un músico de EE.UU., Will Oldman, estaba en Japón y entró a un negocio, oyó el disco y lo compró. Y le gustó y en un casamiento en EE.UU. se encontró con Laurence Bell que es el dueño del sello Domino y le dijo “tengo algo para mostrarte”. Después Laurence me escribió diciendo que le encantaba. Yo ya había tenido una mala experiencia con otros sellos, ofertas pedorras, entonces le dije a Federico: “Vamos a firmar con alguien que sea un súper fan y no que quiera simplemente acumular artistas porque alguien le dijo”. Después Will Oldham vino por acá –hace dos o tres años–- pero antes me mandó un email que decía: “Voy a estar tres días en Buenos Aires y si hay una piedra que haya que besar, un puente por el que haya que cruzar, decime”. Yo me imaginé un pendejo que quería joda a pesar de que él no me decía que quería ir a una buena discoteca pero pensé que se iba a aburrir conmigo, que al conocerlo me iba a quedar como paralizada. Finalmente le contesté: “No creo que sea la persona indicada para llevarte a ningún lado”. Federico en ese momento estaba en Los Angeles y a las dos o tres semanas, cuando vino, me dijo: “¡¡¡¡¡Pero vos sos una tarada, una perfecta bestia!!!!! Lo hubieras llevado aunque sea a tomar un café ¿que te importaba?”.

Y vos de abatatada.

–De abatatada.

No le mostraste la piedra para besar ni el puente para cruzar al tipo que te había enganchado con Inglaterra.

–Después le mandé un email pidiéndole disculpas y explicándole todo. Era un tipo re-cool.

¿Qué te contestó?

–Nobody.

¿Todo eso no es en última instancia una coquetería? ¿Algo que se ha convertido en una estrategia?

–La verdad es que me da como miedo la gente.

¿Pensás que te perdiste cosas por ese miedo?

–Totalmente.

Salvo en la actuación.

–Yo ahí era invulnerable. Me tiraban con un dardo en el medio de la frente y de mi cuerpo salían veinte dardos que iban de vuelta. Indestructible. Además yo tenía en ese momento una actitud... una actitud... estoy mal, muy mal con las palabras.

¿Prepotente?

–Prepotente.

Hace poco te hizo una entrevista Luis Majul y en una nota comentaban que a cada rato te decía “perdoname pero, si me permitís, te voy a preguntar...” o “por favor, decime si me equivoco”... como si tuviera miedo de que te fueras del programa.

–La única vez que me fui de un programa fue porque me echaron. Guinzburg. Yo me estaba sintiendo mal porque él se estaba poniendo como muy agresivo. “¿Cuánto cobrás? ¿Podés vivir de la música?” Como si yo le fuera a preguntar a él cuánto ganaba. Y cuando vino el corte me preguntó si me pensaba quedar en el programa “porque acá la gente se queda hasta el final”, dijo. Era raro. Después vino un chico a sacarme el corbatero. “No –-le dije–, mirá que tengo que volver al piso.” En eso vi que en la cabina estaba el mismo director de mi programa “¡Qué hashééés Massshhhitelli! ¿Cómo andás?”. Y me miró raro. Entonces volvió a aparecer alguien que me pidió el micrófono: “Yo tengo orden de producción de que me lo des”. Guinzburg se había ido a su camarín y había hecho un escándalo. Después anunciaron al aire que yo me había ido. Y sí, me fui y a las puteadas pero porque me habían echado.

Yo no me gusto

Los Molina, los que vivían cerca del Parque Lezica y por eso eran los Molina de Caballito, eran gente culta pero de perfil bajo. Nada más rastacuero que andar voceando talento de entrecasa y que hacerse el autobombo complejo de Edipo adentro. Desde el nudo del árbol genealógico llamado Juana Molina había para arriba un abuelo que le recomendaba el Ulysses de Joyce a Conrado Nalé Roxlo, un tío abuelo apodado Fito que tocaba al piano “Aquel tapado de armiño” como si fuera Ravel, una abuela que imitaba como un mirlo maina.

–Mamá era muy artista –me había dicho Horacio Molina, el padre de Juana–. Tomaba mucho lo que decían los comerciantes del barrio. Por ejemplo venía del almacén y contaba “Che, saben que entró una mujer al almacén y empezó: ‘Deme esos tomatitos que no son muy grandes, blanditos pero no muy maduros, parejitos porque son para salsa, no, no, ésos no que están machucados, ésos tampoco que están verdes’. Hasta que el tipo, harto, le dio una lata y le dijo: ‘tome estos que están bien maduros”. Cuando apareció en la radio Niní Marshall, papá le dijo a mamá –esto lo cuenta siempre Juana–: “¿Vos sabés, Odilia, había una mujer en la radio que hace igual lo que hacés vos?”.

Pero te la voglio dire con lo que esa mirada terrible que la familia, acostumbrada a hacer arte alrededor de la mesa del comedor, podía generar en cualquiera de sus miembros que intentara la zoncera de querer pasar por algo –por ejemplo artista para afuera– eludiendo el aire cachador de los demás que proponían que la perfección debía ser un escalón menos que lo molinezco.

–Yo me acuerdo que en casa siempre se decía que el Bolero de Ravel era pésimo. Ayer le mandé a un amiga un “beso” por un mensaje de texto y cuando escribís “beso” por mensaje de texto sale “cero”. Pero como tenés un botón que te da opciones, lo toqué y la segunda palabra que apareció fue “aero” entonces le mandé un “aero”. Y ella me puso “Aero pero de chocolate no sé cuánto, por favor”. Pero en casa el Aero ¡no! ¡Tenía que ser Suflair! Al estar tan advertida por la familia de todos los vicios que no se debían repetir me quedó una visión muy crítica que fue lo que me impidió hacer lo que se me daba la gana desde más chica. Me acuerdo que con mis primas jugábamos a imitar avisos. Había un aviso de Molico en donde la modelo se pasaba una lata de leche en polvo de una mano a la otra y cada vez que se la pasaba decía: “Pooorque Mmmolico”, “Con Mmmolico” y la “M” de Molico era la clave porque si la hacías dos segundos más corta o medio más larga ¡estaba mal! También hacíamos el aviso de Crespi, el de los escarpines, que a mi prima Elena era a la que mejor le salía, sobre todo en la parte en que se emocionaba al mostrar los escarpines y hacía “¡mmjijiji!” (hace una especie de llanto en chino). Eran muchos fines de semana jugando a los avisos y eligiendo a la mejor. Y criticábamos tanto que ¿cómo te ibas a exponer a que te critiquen afuera? Con el humor es fácil, en cuanto ves que hay una falla, ponés una lupa gigantesca y arremetés. Cuando criticás a alguien de ese modo y acertás, se desmorona todo. En cambio con la música sos de una vulnerabilidad total.

Pasarse

Es verdad que es rara la comparación pero al Gordo Porcel no le aguantaban que cantara boleros, a Gardel que actuara declamando como una normalista, claro que los cuadros de Sabato son horribles para hay quienes dicen qué lástima que no se conformó con ser pintor: harás una sola cosa porque dos es vicio y pasarse de una a la otra, traición a la patria. A Juana Molina no la dejaban parar de hablar del tegumento cutáneo y de la porositud pluscuamperfecta como Gladys la cosmiatra o de hacerse la que forma parte de una familia en donde los nombres se traducían “Crema de Enjuague” o “Botella de Litro”, como La Coreana: “Allá en Corea ser deshtento, no dedicar alimento, rubro teshtil”. Querían que el genio más posmoderno de los Molina de Caballito se quedara haciendo de cualquier otra menos de ella.

–Cuando yo empecé a tocar iba mucha gente a los shows porque yo era Juana Molina, pero no se quedaba y, si bien era muy incómodo y muy molesto ver la gente escabullirse en la oscuridad, una vez que había terminado de irse la que se iba, a partir de esa poca gente que quedaba yo empecé a sentirme un poquitito más cómoda. Me acuerdo una vez que estaba tocando en un lugar de Palermo y había gente que me gritaba cosas y yo respondía –después quedó el mito de que me ponía nariz de payaso para salvar la situación–, me gritaban: “¡¡¡Cheee hashééé la coreana, la sicóóóloga”, “hashééé, lo pesonaaaaajeeeee, looocaaa”. Y yo seguía ahí transpirando y tratando de sacar una nota cuando de pronto vi a un chico sentado en primera fila muy circunspecto, con la pera apoyada en el pecho, que me miraba ir y venir contestando y de repente me dijo: “¡Juana, cantá!”. Y me puso.

¿Quién era?

–Se llama Martín Blouson. Es guionista y editor. Después me mandó un email que decía: “Te fui a ver el otro día”. “¿Vos eras el que estaba con la pera para abajo y me gritó dale cantá?”. Era. A partir de gente como él y siete más me armé un público.

Vos te vas por primera vez del país en el ’98.

–Acá me iba muy mal. No había pasado nada, yo no podía con los prejuicios de la gente y mi prejuicio sobre el prejuicio de la gente. Rara, mi primer disco era más convencional. Lo hice con Santaolalla como productor que empezaba a ser conocido y era la época del rock alternativo y mi disco suena como toda la época. Yo tenía un demo y pensaba hacer el disco con el demo pero él me dijo que lo hiciera con una banda. Y la banda me superó. Era un sonido muy fuerte y con una intención que no me representaba. Yo no me daba cuenta de nada porque no sabía en ese momento cómo tenía que ser todo y aceptaba sumisamente, a veces con un poco de rabia, todas las órdenes de Santaolalla, que eran muy precisas. Pero si oís Rara y los otros cuatro discos, son de dos personas distintas. De pronto con Federico nos enteramos de que en Los Angeles pasaban en una radio muy importante canciones de Rara. Entonces fuimos un mes a ver qué onda. Cuando salimos de Buenos Aires yo tenía una alergia muy fuerte, estornudaba, estornudaba y estornudaba horas cada mañana. Pero no bien llegué a Los Angeles, a eso de las dos semanas, se me fue. Todo me bienvenía. Y llamé a la radio: “Hola, habla Fulana de Tal”, y la productora con un acento terrible de gringa me dice “Hola, Juana, yo soy argentina también”. “¿Vos sos argentina? Bueno, si querés”. Había nacido acá y el padre era argentino pero vivía en Nueva York. Enseguida me dijo: “Nos encantaría que vinieras al programa”.

¿Qué programa?

–Morning Becomes Eclectic. Era súper prestigioso y ahí casi no habían tocado argentinos salvo Piazzolla, Mercedes Sosa y otros que no recuerdo. Yo era la quinta. Todo un acontecimiento. Llegó el día en que tenía que tocar. El programa salía a las diez de la mañana. Y no me daba, no me daba. “¡Qué pasa que no puedo tocar! ¡Qué pasa que no puedo tocar!”. No me salía. Después, cuando me dieron el casete de la grabación del programa me di cuenta de que había tocado todo al doble de velocidad, por eso no podía tocar. Claro: estaba todo tan rápido que no llegaba. Igual tuvo buena repercusión el show y después hice otro en McKay’s Guitar Show que es un lugar legendario en donde venden guitarras acústicas usadas de todas las épocas, instrumentos de cuerda en general y atrás hay como una sala en donde, cuando se desarma todo para el show, quedan todos los instrumentos colgando, y fue impresionante porque cuando yo tocaba vibraban todas las cuerdas.

Juana Molina empezó a vender en Japón cuando ya no aguantaba que la compararan con Björk pero más light, con música funcional pero con voz, con Joan Baez pero dormida y hasta que viniera una mina y le dijera: “Tu música me encanta para hacer yoga”.

–En Japón hice dos conciertos más o menos grandes. Fue en el 2002. Yo tenía Tres cosas totalmente terminado para poder llevarlo. Era verano. Un calor que no se podía aguantar. El aire era apaguen la estufa por favor. Muy denso. Lo primero que hice fue un festival. Yo tocaba después de una banda que se llama Sun Ra. Me acuerdo que había dos escenarios. Uno ahí y el otro allá. Entonces terminaron los Sun Ra en uno y dos minutos después se prendieron las luces en mi escenario –yo estaba medio nerviosa porque hubo una confusión y me metieron a dos músicos japoneses que me había recomendado uno de los que venían conmigo y medio que los tuve que invitar a tocar y yo no sé si tenía muchas ganas–, entonces vi que eran millones de cabezas todas negras y de golpe hiiiiiiiii todas se dieron vuelta al mismo tiempo y de golpe sentí todas esas caras mirándome y empezó el show y era muy rara la sensación porque parecía una especie de mar silencioso de gente muy atenta. Quiero decir que la reacción, digamos, no fue muy argentina sino más bien calma, con aplausos así plac’plac’plac, pero muchos. Igual, yo había visto los aplausos hacia los demás y a pesar de la contención sentía que llegaba, que todos estaban escuchando muy atentamente y después, a los dos o tres días, salió una crítica buenísima del show y eso que yo me había ido medio mal porque no me había gustado mucho. Entonces lo había llamado llorando a Federico que estaba en Los Angeles: “¡¡¡¡Vos sabéee, snif... la primera ve, snif... que fui a Jabbbooooón... ic... ic... ic... y... y... y toquéee remaaaa!!!”. Después salió esa crítica increíble pero igual no puedo acostumbrarme a que muchas veces es muy subjetiva la sensación que uno tiene de saber cómo fue, en realidad creo que sé cómo fue pero que la gente no supo ver lo mal que salió.

¿Te pasó al revés?

–Pasa con algunos públicos que te chupan.

¿Tiene que ver con el país? ¿O con un tipo de público específico?

–Pasa cuando el público se transforma en una cosa, algo homogéneo que te transmite la sensación de que no les alcanza lo que estás haciendo. Cuando no están tipo: “te fetejooo tooo lo que decíii, te aplaaaudo tooodo lo teeema”. Cuando están tan embebidos en lo que está pasando que casi no reaccionan. Después ves que era eso. Entonces decís: “¡Ay, todo lo que sufrí durante una hora y estaba todo bien!”. A veces me equivoco en la percepción del público.

Hay en las letras de Juana algo de haiku, una unidad que según Barthes sólo tolera un gramo de referente y siempre nos dice dónde estamos (“Es de noche y el zorzal/ ya despierto empieza a cantar”), tiene nada de retórica para “dar el golpe” (“Y si en la playa no está/ buscalo acá”), un sentido que sólo se forma por añadidura (“Y se nubló/ y se largó”).

–Cuando digo esas letras que a veces no quieren decir nada parece que agrego eses como si necesitara plurales, entonces me doy cuenta y es como si, del sonido sin sentido, me vinieran reglas como para poder escribir.

Una vez, en una obra de Mauricio Kagel alguien agitaba una cortadera que sonaba muy bien pero excesiva para una neófita. ¿En qué medida experimentás con sonidos no instrumentales?

–Yo a lo sumo uso el tac del mouse que es una cosa blanda pero con cierta resistencia, entonces lo golpeo. O uso cualquier cosa de madera que suene bien con un palo. Cuando estoy en la etapa en que me tengo que poner a grabar estoy con el teclado, la computadora, mis instrumentos, todo separado, pero llega un momento en que entro como por un túnel y es como cuando abrís un libro y estás tan metida en el libro que no ves las letras. Después de dos semanas de haber estado machacando cuando empiezo a trabajar ya estoy completamente adentro de la música y entonces desaparece la computadora y no tengo tiempo de investigar cómo suena una pluma cuando cae sobre una cuerda de metal.

Pero no me digas que ahora ya no estás más entrenada con el miedo.

–Al menos pienso lo que hice. Yo siempre sentí que con Son, el disco anterior, se cerraba una trilogía en donde el germen era Segundo y que después fui como poniendo lupas o desarrollando los temas que él propone. En Tres cosas agarré la parte como más cristalina y esencial de cada canción que es la melodía y le puse acompañamiento sencillo. Segundo es un disco que tiene tantas capas que ya no le entra más nada. Con Tres cosas quise hacer lo opuesto. Después me di cuenta de que no tenía que ser necesariamente así, que eso era lo mío y que si yo le sacaba a lo que estoy haciendo todas las cosas que tiene lo que hago, no queda nada de mí. Tres cosas es el disco que menos se parece. Y en Son está mucho más logrado lo de las capas y esa especie de cuento que va a lo largo de todo el disco y es como ir en un auto y ver diferentes paisajes. Se nota que eso no se transmitió porque a la gente le parece que el que es así es Un día. Hace poco un periodista me dijo algo que no puedo decir de otra manera: que había leído que un músico decía que había notado que todo lo que a él lo avergonzaba de chico y de joven terminó siendo lo que le daba su estilo. Acababa de poner en palabras lo que me pasó toda la vida.

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Fotos: Alejandro Ros. En la tapa de Radar uno de los bocetos para la portada de Un día, también de Ros.
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