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Domingo, 8 de febrero de 2009

La leyenda del indomable

A principios de los ’80, con La ley de la calle, apareció como la promesa de un nuevo Brando o un nuevo James Dean. A mediados de los ’80 hizo Nueve semanas y media y se convirtió en una celebridad inimaginable: talentoso, sexy, oscuro, cálido y peligroso. Alcanzó la fama, el dinero y la veneración. Pero de un día para el otro, el mundo de la superficie dejó de tener noticias de él. Aunque siguió actuando, sus papeles eran reflejos del submundo de autodestrucción, boxeo desenfrenado, amistades con la mafia y descontrol en el que vivía. Ahora, veinte años después y tras una serie de módicas pero celebradas apariciones, regresa con nominación al Oscar incluida con un protagónico consagratorio: El luchador, la historia de un tipo de vuelta de todo sin lugar adonde volver.

 Por Mariana Enriquez

La historia empieza en Miami, en el barrio de Liberty City, que en los años ‘70 era violento y pobre, un lugar donde había que aprender a sobrevivir. Mickey Rourke, nacido Philip Andre Rourke Jr., se mudó allí junto a su hermano, su madre y su padrastro desde Nueva York. El padre verdadero, un levantador de pesas amateur, había abandonado a la familia cuando Mickey tenía 6 años; murió de cirrosis a los 49, poco después de que su hijo mayor volviera a ponerse en contacto con él durante el rodaje de La ley de la calle (1983) de Francis Ford Coppola. La vida en las calles de Liberty City era dura; la vida dentro de la casa familiar era peor. Hoy Mickey Rourke, que está nominado al Oscar por El luchador, que probablemente gane la estatuilla y que vive un regreso de gloria y respeto, todavía no puede hablar claro de esa infancia y esa casa, de lo que realmente pasaba allí. Pero a veces dice cosas estremecedoras, como en la revista Arena, en 2006: “Mi infancia fue un desastre. Por eso jamás se me cruzó por la cabeza tener hijos. Si voy a traer a alguien a este mundo, voy a hacerme cargo de él. Si no puedo garantizar eso, no me merezco tener un hijo. Mi infancia fue tan horrible que si alguien me da a elegir entre volver a vivirla o nacer muerto, elijo nacer muerto. Mi madre es una persona débil que no nos protegió a mí y a mi hermano Joe, y aunque la quiero, no me gusta, no la aguanto. Estoy enojado con ella y la trato con mucho menos cariño que a mis perros. Cuando era chico, solía sentarme en mi cama y pensar: ‘¿Por qué no puedo vivir en la casa de a la vuelta? ¿Por qué estoy atrapado en el purgatorio?’. Es cierto que te da personalidad. ¿Pero quién quiere personalidad a ese precio?”.

Así se criaba el actor que más tarde sería el gran sex symbol de los años ‘80 especialmente vía Nueve semanas y media, pero no solamente; Rourke era sexual siempre, en cada uno de sus papeles, siempre cálido y peligroso. Así crecía, y encontraba refugio en un gimnasio cerca de su casa, donde, entre otros famosos, entrenaba Muhammad Ali. Mickey se la pasaba ahí, observando con atención el sparring de las leyendas del box, mientras cuidaba de su hermano Joe, que fue, hasta su muerte en 2004 –de cáncer, y falleció en brazos de Rourke– fanático de las motos, borrachín, usuario de cocaína, homeless por temporadas. Antes de la actuación, sin embargo, estuvo el box: Mickey se inició como amateur en ese gimnasio, y le fue bien hasta que recibió un golpe en la cabeza que lo obligó a parar por unas semanas. Estaba perdiendo el tiempo en Miami Beach cuando un conocido que estaba dirigiendo una obra de teatro (Severa vigilancia de Jean Genet) en la universidad le ofreció un papel. Mickey Rourke aceptó, dice, solamente para hacer algo con su tiempo libre. Y le encantó actuar, le gustó de verdad. Tanto que, en cuestión de meses, después de una temporada viviendo en un hotel con sus amigos todos vestidos como estrellas de glam rock, peleando y tomando tranquilizantes se compró un pasaje a Nueva York para estudiar en el Actor’s Studio. Tenía 18 años. O quizá más: nadie está muy seguro de su fecha de nacimiento y por ende de la edad de Rourke, pero los que llevan cuentas arriesgan que podría andar entre los 52 y los 56. El se niega a confesar sus años, en un inesperado rasgo de coquetería.

El método de su locura

Rourke cuenta que, aunque en Miami tenía amigos ladrones, vividores, locos, delincuentes profesionales, no sabía nada de Nueva York, no estaba preparado para la escala de la gran ciudad. Trabajó en bares de travestis, en casas de masajes, como portero de noche de puticlubs, en restaurantes, como patovica, en depósitos de muebles; vivió en hoteles “llenos de locos y asesinos y camioneros que creían ser mujeres”. Los hombres lo acosaban; durante una temporada vivió en casa de un raro personaje que cultivaba plantas de interior; el hombre, una noche, se le apareció junto a la cama con una erección. Le contaba a Playboy en 1987: “Muchas veces terminaba sentado en la oficina de Western Union con un montón de lunáticos, esperando diez dólares que me mandaba mi abuela una vez por mes. Otras veces tenía mala suerte y comía papas fritas. Llenan mucho. También robaba barras de chocolate de los supermercados. Todo el dinero iba para las clases de actuación”. Eventualmente, Elia Kazan lo vio y dijo que era la mejor audición de un estudiante que había visto en mucho tiempo. Enseguida consiguió un trabajo en la película Body Heat, un pequeño clásico con Kathleen Turner y William Hurt. Su escena es mínima pero inolvidable. Después, Diner de Barry Levinson. En 1983, el clásico: La ley de la calle. Al año siguiente, The Pope of Greenwich Village de Stuart Rosenberg. Y entonces todo empezó a decaer en la mente febril de Rourke. No le gustó cómo los estudios trataron a esa película, a la que le dedicó mucho. En Estados Unidos, los críticos decían que tenía el potencial para ser el nuevo Marlon Brando, o el nuevo James Dean, pero el éxito comercial no llegaba; llegó en Europa, donde entre La ley de la calle, Corazón satánico y Nueve semanas y media se convirtió en una megaestrella. Pero en casa crecía la mala fama. Rourke llegaba a las audiciones con grandes amigos como Chuck Zito (jefe de los Hell Angels). Si un director de casting lo “miraba mal” (la paranoia crecía), estaba dispuesto a romperle la cara. Rourke es un tipo grandote. Y, según confiesa ahora, fue un tipo muy violento. “Cualquier cosa que tuviera que ver con la política del negocio podía hacerme entrar en cortocircuito”, le dijo a Barbara Walters hace apenas dos semanas en el programa The View, poco después de ganar su Globo de Oro como mejor actor por El luchador. El cortocircuito de Rourke empezó a convertirse en leyenda negra. Crecía su odio también: a la falta de integridad, a las películas “seguras” del Brat-Pack que funcionaban tan bien mientras él ponía todo y no conseguía nada, aunque trabajaba con directores talentosos como Barbet Schroeder, Walter Hill y Michael Cimino. En 1987 decidió dejar Hollywood. Y rechazó películas como Pelotón, Rain Man, Los Intocables y Pulp Fiction. Quiso volver al box y una pelea llevó a la otra: 12 ganadas y 2 empates, pero perdió su cara. No tanto en las peleas oficiales, sino más bien en el sparring, que practicaba con el campeón del mundo de medianos James Toney: muchas veces se negaba a usar protector para la cabeza. Mickey Rourke se rompió y aplastó la nariz cinco veces –nunca se la pudieron arreglar a pesar de las cirugías; su nariz actual está hecha con parte de las orejas–, tiene un pómulo destrozado, la lengua cortada al medio, costillas rotas; asegura que todas sus cirugías fueron de reconstrucción. El labio, que también se ve raro –toda la cara se ve rara, leonina, hinchada– fue medio comido por uno de sus muchos chihuahuas, Jaws. Tenía una casa de 5 millones de dólares que llenaba de mujeres, amigos bravos, motociclistas y delincuentes, entre los que se encontraba su amigo el célebre mafioso John Gotti (Rourke asistió a su juicio por asesinato, y estuvo presente en su funeral) y Tupac Shakur, que más tarde sería asesinado. Su esposa, la hermosísima modelo Carré Otis, lo abandonó tras soportar descontrol e infidelidades. Una vez Rourke estuvo detenido por pegarle al dealer de heroína que alimentaba el hábito de la bella Carré (que era, además, anoréxica). Ella misma denunció a su marido por golpes, pero retiró la demanda. También hubo un confuso episodio en el que ella recibió en el brazo el disparo de una .35 mm (parece que se le cayó de la cartera). Ahora Carré Otis no habla del pasado pero admite tener una relación amistosa y de gran cariño por su ex esposo. “Eramos dos almas perdidas que se encontraron: esa era nuestra conexión. Truenos y relámpagos. Y aunque me gustaría tener otra relación así, no crecen de los árboles. Los dos estábamos rotos, y a veces las piezas no se pueden volver a reconstruir. Todavía la amo y creo que ella me ama también, pero no creo que esté enamorada de mí. Y ya no la espero.” En una entrevista reciente de The Guardian, confesó que llamó a Carré Otis todas las noches durante diez años para que volviera, y ella le dijo que no cada vez. Dejó de rogarle por teléfono cuando murió su hermano Joe, en 2004. No quiere otra pareja. “Si no puedo tener esa tormenta, no quiero nada.” Dice que prefiere los encuentros casuales, si es posible con prostitutas rusas, sus favoritas. Hay rumores de amantazgo con Evan Rachel Wood, la actriz de 20 años que interpreta a su hija en El luchador, pero ambos sostienen que son amigos (y Mickey dice que le va a romper las piernas al periodista que echó a rodar el rumor).

En su largo cortejo a Otis, la leyenda más famosa es la del dedo. La del que se cortó por ella, para ella, vaya a saber. Cuenta poco esa historia de mutilación, pero cuando lo hace, la versión es más o menos ésta: “Me corté el dedo pequeño porque sentí que ya no lo quería. Estaba tan enojado que decidí que no necesitaba el meñique de mi mano izquierda. No me lo corté completamente, quedó colgando de un tendón y un amigo inglés, Gary, me ayudó a llevarlo al hospital para rectificar la situación. El sostuvo el dedo cortado por el camino”. La cirugía para volver a pegarle el dedo duró ocho horas, y todavía no puede doblarlo.

Después de cinco años de box, decidió volver a la actuación. Pero Hollywood no quería saber nada con Mickey Rourke, ni con sus malos modales, ni con su cara monstruosa.

De regreso, Mickey

Antes de desaparecer, Mickey Rourke filmó una película que, aunque estaba basada en otra persona, era de alguna manera autobiográfica. Se llamó Homeboy, el guión es propio y, entre otros, fascinó a Bob Dylan, que escribió en Crónicas: Volumen 1: “Te podía romper el corazón con una mirada. La película viajaba a la luna cada vez que él aparecía en pantalla. Nadie estaba a su altura. El estaba ahí, no tenía que decir hola ni adiós. Verlo actuar me ayudó como inspiración para terminar las últimas canciones de Oh Mercy”. La admiración de los artistas y las celebridades no le servían mucho a Rourke. Por ejemplo, también lo adoraba Julian Schnabel, que pintó una obra inspirada en The Motorcycle Boy, su personaje en La ley de la calle, y dijo: “Cuando lo vi, pensé que podía capturar una nostalgia, o una belleza humana, que estaba presente en Tennessee Williams”. Pero los estudios sencillamente no querían poner un peso en alguien tan impredecible. Y él vivía en un departamento de 500 dólares al mes, sin ventanas, aceptando ocasionalmente la ayuda de amigos que le daban un pequeño papel por poco dinero, como Sean Penn o Vincent Gallo (que le pagó por Buffallo 66 con 100.000 dólares en una bolsa de papel madera; Mickey, en bancarrota, ya había vendido su colección de Harley Davidson). De a poco, de personaje a personaje, portándose bien, consiguió el papel en El luchador de Darren Aronofsky, otra película dolorosamente autobiográfica, donde se lo ve desnudo en cuerpo y alma; una actuación monumental construida sobre un cuerpo de bestia. Verlo tener sexo en El luchador es una experiencia completamente diferente a la de Nueve semanas y media, con algo en común: siempre provoca una mezcla de ternura y peligro. Pero en los ‘80 Rourke era el rey del cool; hoy es el Minotauro recién salido del laberinto.

El hombre roto

En una de las escenas más emocionantes de El luchador, Mickey Rourke le dice a su hija: “Soy un pedazo de carne quebrada, y estoy solo, y me merezco estar solo. Pero no quiero que me odies”. Se le cae una lágrima cuando termina de hablar, que casi salta de sus ojos tan oscuros hacia una mejilla que podría ser la de el Hombre Elefante. La escena es tan convincente que en estos días de premios y homenajes, todo el mundo está conmovido con el regreso de Mickey Rourke. Esa capacidad de generar afecto (que es obvia en su actuación de El luchador: uno ama enseguida a Randy, a pesar de que sabe que es un quemado, y que puede ser dañino) estuvo presente siempre. Stuart Rosenberg, que lo dirigió en The Pope of Greenwich Village, dijo: “Con Mickey nunca sabés si te va a besar o a escupir en la cara. Tiene un demonio sobre el hombro, pero también tiene una cualidad rara: uno le perdona cualquier cosa”. John Patterson, en The Guardian, intentó descifrar el enigma del encanto Rourke: “Viene de abajo, de las calles, y los valores de macho que aprendió durante su dura e insegura y pobre niñez en Miami no se llevan bien con las cualidades esencialmente femeninas –sensibilidad, suavidad– que le sirven tan bien como actor. Esta lucha entre el machismo callejero y la feminidad del actor está en el centro de su atractivo en pantalla; y también son la fuente del conflicto y la confusión en su vida privada”. En estos días de gloria, pocos le preguntan por las cosas más densas de su pasado, las mujeres mueren de amor y no retroceden ante los golpes que le habría dado a su ex esposa, y en general se le respetan sus silencios. Se lo deja hablar sobre sus perros salvados de la muerte, todos chihuahuas ancianos y maltratados con nombres como Loki, Monzón (por Carlos), Bella Negra, Jaws; dice que le salvaron la vida, que las veces que pensó en suicidarse fue disuadido por los ojos de alguno de sus animales, que parecían interrogarlo sobre cómo se las iban a arreglar solos.

¿Por qué esta bienvenida, esta alegría por el regreso del hijo pródigo? Quizá porque es un malentendido. “Mucha gente cree, por ejemplo, que fui muy cocainómano, o que abusaba de otras cosas, pero no es el caso. Una raya aquí y allá. Mi problema para trabajar era otro. Estaba loco. Mi terapeuta me lo dijo. Odiaba todo. Tuve una crisis mental en los ‘80. En A Prayer for the Dying, en los ‘80, tuvo que venir un médico al set a darme sedantes. No podía hablar, temblaba como si estuviera por congelarme. No podía controlarme, me enfermaba. En esa misma época, Bukowski y Barbet Schroeder me buscaban para hacer Barfly. Yo no quería, estaba mentalmente frágil.” Ahora, dice, años de terapia lo prepararon para contar hasta diez antes de tratar a otro actor de mediocre o de tratar de bajarle los dientes a un productor. “Cuando la gente me dice que volví, les contesto que yo no estoy tan seguro. Porque todavía tengo la semilla, la granada interior que puede explotar. No puedo darme palmaditas en la espalda. Cuando perdés tu carrera, tu mujer, tu casa, tu dinero, todo al mismo tiempo, es humillante. Es humillante escuchar ‘qué te pasó’, ‘por qué no trabajás más’ o ir a comprar cigarrillos y escuchar, ‘ah, vos solías estar en las películas’. Hice el ridículo. Para un hombre criado como yo, eso es muy difícil de superar. Fui un chiste. Todavía tengo mis problemas con el negocio. Ahora sé que la ira viene de inseguridades y vergüenzas personales. Pero asumo que mi actitud tuvo mucho que ver. Cuando estás fuera del negocio durante 13 años, tenés que mirarte al espejo y decir: ‘No fueron sólo ellos, no fue la industria, no fueron los productores. Yo la cagué. Yo me puse el arma en la cabeza, y disparé.’”

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