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Domingo, 22 de febrero de 2009

ENTREVISTA > UNA CHARLA CON LA ANTROPóLOGA FRANCO-ESTADOUNIDENSE ANNE CHAPMAN

Memoria del fuego

Desde que fue invitada a formar parte de un equipo de investigación en Tierra del Fuego durante 1964, Anne Chapman se dedicó a documentar la vida de los selk’man, también conocidos como onas. Incluso logró una amistad con Lola Kiepja, una chamana que murió en 1966 y a quien se considera la última selk’nam que vivió gran parte de su existencia con las costumbres de su pueblo. Ahora Chapman es la curadora e investigadora de una muestra fotográfica, histórica y antropológica llamada El fin de un mundo-Los selk’nam de Tierra del Fuego, una extraordinaria y definitiva exposición que cuenta la historia de los aborígenes fueguinos con imágenes, películas y textos.

 Por Angel Berlanga

Siempre que miro la luna llena veo la cara de Kiepja.” Así comienza el poema que Anne Chapman escribió cuando murió Lola Kiepja, la última selk’nam (ona) que vivió gran parte de su existencia con las costumbres de su pueblo. Todavía hoy cuando habla de ella, o del puñado de aborígenes descendientes con los que trabajó y anudó amistad, a esta antropóloga se le conmueve un toque la voz. Se apuesta: no va a gustarle mucho leer esto último, porque Chapman parece rehuir de lo que pueda emparentarse con los bordes gastados de la sensiblería y la solemnidad. Si se le pregunta, por ejemplo, por qué se dedica a este oficio, dice: “Ah, responder eso no tiene ningún fin”. Vale más fijarse en lo que ha hecho, entonces, a lo largo de sesenta años de trabajo: una pista de eso podrá verse a partir de este jueves en el Centro Cultural Borges, cuando inaugure con una charla la muestra El fin de un mundo-Los selk’nam de Tierra del Fuego, una serie de fotografías que retratan, a lo largo de casi un siglo, una etnia desaparecida a cuenta del progreso de la civilización occidental y cristiana.

“Con esta exposición quise hacer una historia de los selk’nam con imágenes y textos –dice Chapman en su departamento de Belgrano–. Es la primera vez que lo hago, y como no siempre se hicieron grabados, ni hay fotos de todo, el trabajo se dificulta. Empiezo con Magallanes, que en su viaje ve fuegos, en las orillas; hay un dibujo de entonces en el que se ve a un individuo sentado que está tragando una flecha: yo sé que eso fue un ritual selk’nam, pura magia chamanística. Luego se la quitaban por alguna parte del cuerpo. Pero a veces... Tengo una historia, de la gente que conocí, que me contó el caso de un chamán que se sangró y murió.” En 1580 Sarmiento de Gamboa los avistó y se sorprendió por su estatura: aludió a ellos como “gente grande”. Tres siglos más tarde desembarcaron los buscadores de oro, los gobiernos de Argentina y Chile se dividieron la isla y repartieron las tierras entre los amigos estancieros de ayer y de (casi) siempre. Cría de ovejas. Para los selk’nam fue el principio del fin. En cincuenta años, consigna Chapman, la población se redujo de 3500 o 4000 a menos de cien.

Las fotos que se exhiben son extraordinarias. Están las de Martin Gusinde, el etnólogo alemán que escribió una obra monumental sobre los pueblos originarios de la isla (yámanas, haush y alakalufes, además de selk’nam), el único blanco que asistió a una ceremonia completa del hain, en 1923, en la que registró imágenes fabulosas de las figuras de este ritual de iniciación; está el rumano Julius Popper en 1886, rifle en diestra, tres secuaces que apuntan al horizonte rodilla en tierra, un selk’nam desnudo y muerto a sus pies; están las que los muestran apiñados en las misiones religiosas, alternativa para no morir de un balazo, cobijo piadoso a cambio de trabajo duro y del contagio de enfermedades mortales contra las que no estaban inmunizados, y están las que sacó la propia Chapman, sobre todo a Kiepja en sus dos últimos años de vida: murió en octubre de 1966. Para entonces quedaban en la isla trece descendientes mayores de cincuenta años, cuyos padres, señala la antropóloga, “eran en su mayoría blancos o mestizos”.

Lola Kiepja en 1966. Foto Anne Chapman.

LA ULTIMA NATIVA

En París, en 1964, la arqueóloga Annette Laming-Emperaire le ofreció formar parte de un equipo de investigación en Tierra del Fuego; por entonces Chapman hacía trabajos de campo en Honduras con los tolupanes –una etnia más antigua aún que los mayas– en un proyecto dirigido por Claude Lévi-Strauss. A fines de ese año conoció a Lola Kiepja; pasó junto a ella tres semanas en 1965 y tres meses en 1966, poco antes de que muriera. Chapman grabó diálogos, cantos y vocabulario en general de Kiepja, que era chamán, tenía un profundo conocimiento de su cultura y algo hablaba en castellano. Por entonces tenía entre 85 y 90 años y vivía sola, cerca del lago Fagnano, en una casa-choza. La impresión más recurrente que se le aparece de ella es, dice, su vivacidad: “Tenía gran entusiasmo y alegría cuando hablaba de su pasado. Eso a pesar de que sus doce hijos habían muerto. A pesar de las grandes tragedias de su vida, cuando empezaba a cantar o contar algo se movía alegre. Habilidad de sobreponerse a su destino, por decirlo así”.

“Era una persona muy excepcional, en el sentido humano. Kiepja realmente se entusiasmó conmigo, me iba a enseñar el idioma –sigue Chapman–. Conocerla fue una gran experiencia en mi vida. Ella ya no estaba muy bien de salud, caminaba con bastón. Pero me proponía ir caminando a lugares distantes muchos kilómetros. A lo último no quería dejarla sola, pero no pude convencerla para que fuera a vivir con algún vecino cercano, donde sabía que iba a tener más atención. Por eso me preocupé para que un enfermero fuera a verla cada dos semanas. Pero usted sabe cómo son estas cosas...” Un peón de estancia chileno la encontró grave y la llevaron al hospital de Río Grande. “No sé cuántos días después, falleció –dice Chapman–. La bañaron, lo que debe haber sido algo humillante para ella. Ya sabe, el reglamento de estos sitios. Me da pena, también, que le dijeran que yo estaba ahí.” Fue el argumento que encontraron para llevarla al hospital.

La muerte de Kiepja la hizo pensar en desistir sus investigaciones sobre los selk’nam. Pero al año siguiente, cuando volvió para traducir lo que había grabado, encontró que Angela Loij, amiga de Lola, conocía mucho de sus antepasados. “Fue de madre y padre selk’nam, y gracias a ella pude continuar mis estudios sobre esta cultura”, dice Chapman en Vida y muerte en Tierra del Fuego, el documental que hizo junto a Ana Montes en los ‘60 y los ‘70, que también se exhibirá en el Borges. “Cuando Angela nació, a comienzos de siglo, los blancos ya habían destruido el modo de vida indígena –apunta–. Pero creció entre su gente, y convivió muchos años con las ancianas indígenas en la misión salesiana de Río Grande. Creo que se sentía selk’nam, aunque era demasiado tarde para ser selk’nam. Murió repentinamente en mayo del ‘74.” En 1967 Chapman también conoció a Federico Echauline, un mestizo –su padre fue un navegante noruego– que había sido iniciado en el hain y trabajó en estancias toda su vida. “Era formidable, muy inteligente y sabía mucho de los selk’nam”, subraya Chapman, que poco a poco fue haciéndose amiga de otros informantes mestizos que manejaban la lengua y conocían de la cultura de la etnia. “Todavía hay descendientes, pero están fuera de las tradiciones: no lo vivieron, no saben. Están reclamando tierras, y está bien. Consiguieron un terreno en la cabecera del lago Fagnano, tienen sus cosas ahí.”

Espíritu de Halaháches en el Hain. Foto de Martin Gusinde, 1923.

MUJERES EN LLAMAS

Anne Chapman nació en 1922 en Los Angeles. A los veinte ingresó en la Escuela Nacional de Antropología e Historia en México, aprendió trabajos de campo en Chiapas y obtuvo un magister en Antropología; en los ‘50, en Nueva York, se doctoró en Columbia University; en 1967 consiguió otro doctorado, esta vez en la Universidad de París; en 1981 fue distinguida con el Doctorat d’Etat, el grado académico más alto en Francia. Una formación descomunal a cuyos detalles –que esbozan una dimensión– prefiere bajarles el perfil durante la charla y también en las solapas de sus libros: en el sitio donde suelen enmarcarse las medallas más doradas, Chapman elige mencionar maestros, artículos, temporadas de trabajo de campo, rescate de testimonios de los últimos sobrevivientes de culturas arrasadas. Un rasgo que, quizá, tenga alguna conexión con la segunda parte de su respuesta a la pregunta del principio: ¿por qué se dedica a esto? “Yo simpaticé con mis profesores en México, y quería saber más –dice–. No pensaba hacer una carrera de etnógrafa. Mi interés vino por la parte indígena, no exactamente intelectual. Después sí. Pero al principio fue simpatía, simpatía.”

Desde 1969 hizo largas expediciones a caballo por Tierra del Fuego. En 1982 encontró el primer sitio prehistórico de los indígenas fueguinos, un asentamiento yámana en la Isla de los Estados; tres años más tarde empezó a trabajar con las últimas cuatro mujeres sobrevivientes de esa etnia que hablaban la lengua y tenían vivencias de la cultura originaria. Tiene escritos varios libros: hace un par de años se reeditó aquí Los selk’nam-vida de los onas. También publicó Fin de un mundo y Hain -ceremonia de iniciación. Acaba de terminar, además, Cuatro siglos de los yámanas, editado por la Universidad de Cambridge. Y en unos meses Emecé reeditará Darwin en Tierra del Fuego. Chapman tiene unos cuantos proyectos: el Conicet chileno le financia la publicación de una historia sobre la Abuela Julia, una yámana rebelde: “Murió en el ‘58, antes de que yo llegara a la región –dice Chapman, y enciende un segundo cigarrillo–. Sobre ella me contó cosas fabulosas Cristina, una yámana que todavía vive. Lo importante es que resistió lo más posible: no quiso hablar español ni nada de ellos. Se fue de la misión en canoa, un viaje de dos meses con su perro, para aislarse, porque no le gustaba esa vida, ni tejer, ni nada de lo que le querían enseñar. Fue, además, la mejor informante sobre su cultura para Gusinde”. Quiere hacer una película con su historia, pero a eso ya lo ve más difícil de instrumentar.

Dice que tiene suerte, que nunca se enferma. ¿Tiene que ver con su temperamento, con su mentalidad? “No es un atributo mío, es un don de Dios”, sonríe. En todo caso, muy apropiado para largas travesías y trabajos de campo. “Darwin se enfermaba todo el tiempo, sufrió mucho malestar”, señala. “Yo creo que si tengo buena salud ahora es, en parte, porque soy vegetariana –plantea–. Y en parte porque he tomado muy poca medicina. Todos conocemos los dobles efectos de la medicina: a veces es más peligrosa que la enfermedad. Pero si le salva la vida, a veces uno asume el riesgo.” ¿No se toma un analgésico si le duele la cabeza? “¡No! Café y un cigarrillo, nada más. Pero no le diga a nadie, porque es muy mala noticia para jóvenes, muy mal ejemplo.”

“Todavía tengo muchos datos que nadie tiene sobre los selk’nam, y preparar eso me va a llevar un poco de tiempo”, dice. Entre otras cosas, tiene hecha una genealogía de 3000 miembros. “Los yámanas no eran guerreros, pero ellos sí –explica Chapman–. Y también se mataban entre sí: el prestigio del guerrero era importante. A Lola, que estaba casada con un haush, una vez la persiguió un grupo en el que por suerte para ella estaba un primo: la salvó de que la secuestraran o la mataran. Eran guerreros y por eso tratan de defenderse de la invasión de los blancos lo mejor que pueden. Cuando los estancieros cercan los campos para pastoreo y empiezan a escasear los guanacos –su principal alimento–, porque huyen o porque los mismos blancos los matan por las pieles o para darles de comer a los perros, los selk’nam matan ovejas. Ahí cambia la política de los estancieros: los persiguen y los matan. Frente al arma de fuego no tienen defensa: sólo usaban arco y flechas, que además no eran venenosas. Desde el punto de vista de los blancos eran ladrones. Y había que deshacerse de los enemigos del progreso y el Estado.”

Chapman dice que, salvo en algunas áreas gubernamentales y organizaciones, nota poco interés social por los aborígenes. “No digo discriminación, pero es como si dijeran ‘gente pobre, para qué molestarse por ellos, ya tenemos demasiados problemas’. Pero tanto a los fueguinos como a los mapuches, o a los del Chaco, hay que reconocerles qué pasó, sus méritos, entender qué era la vida en aquel entonces, y tratar de traducirlo en lo que están exigiendo algunos, como los que están tomando sus territorios en la Patagonia, ¿cómo se llama el italiano éste?... Benetton. No se trata sólo de darse cuenta de lo que pasó. Hay que ver lo que existe hoy en día. No es sólo memoria, también es conciencia política. Se parte de eso para compartir la actualidad. Eso es esencial.”

Para mayo tiene previsto montar otra muestra en la Biblioteca Nacional. Luego de eso volverá a París. Pero antes, en marzo, viajará a Tierra del Fuego. “Fui por última vez hace diez años, porque se me acabó mi gente, no tenía dónde ir: en 1999 murió mi gran amigo Segundo Arteaga”, dice; fue el último mestizo selk’nam que le dio información. En Ushuaia dará un par de charlas; está ansiosa, sobre todo, por encontrarse con Ester, la hija de una selk’nam que a fines de 1964, cuando era una niña, la acompañó a conocer a Kiepja. ¿Sueña con Kiepja? “No, soñaba”, dice. ¿Qué? “Ah, es un poco especial eso. Que la casa de ella se estaba quemando. Que yo la buscaba y no sabía dónde estaba. Y bueno, logro entrar y la encuentro. La llevo sobre mi espalda. Está viva. Pero el fuego avanza y avanza y finalmente las dos caímos. En las llamas.” Ahí despertó. “Si no la hubiera conocido no habría venido nunca”, dice. “Pienso mucho en ella.”

El fin de un mundo-Los selk’nam de Tierra del Fuego se puede visitar del 26 de febrero al 22 de marzo en el Centro Cultural Borges, Viamonte esq. San Martín.

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Angela Loij y Anne Chapman en 1969. Foto Chapman.
 
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