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Domingo, 1 de marzo de 2009

CINE >LOS HOMENAJES DE TARANTINO EN SU NUEVA PELICULA

Mi garaje

En su nueva película, A prueba de muerte, Quentin Tarantino rinde homenaje al subgénero de los coches lanzados a la ruta y a toda velocidad que floreció en la década del ’70. De Steve McQueen a Monte Hellman, pasando por los primeros Spielberg y Ron Howard, un festival de tuerca y petróleo que el cine de hoy puede reverenciar, pero no reproducir en su desprejuicio y ansia de libertad.

 Por Mariano Kairuz

Durante los años ’70 hubo una explosión de películas de autos: autos que corren muchas veces sin saber hacia dónde, autos que atropellan gente, autos que chocan, autos que explotan. De alguna manera, parecían haber tomado la posta de las Biker Movies –los films de motociclistas que en la década previa encontraron su emblema máximo en Easy Rider: Busco mi destino–, recorriendo Norteamérica de Norte a Sur, de Este a Oeste, siguiendo la carrera existencialista de aquellas expresiones contraculturales que los precedieron y ahora estaban agotadas. La pregunta es por qué: ¿por qué esa obsesión de la cultura popular norteamericana con los automóviles? Y las respuestas estaban bastante al alcance de la mano que lleva el volante: el auto se había consolidado como artefacto central al modo de vida estadounidense, icono de su sistema de producción industrial y circulación comercial, y por lo tanto un eje fundamental de su organización económica. También simbolizaba el hambre de petróleo de ese mismo sistema de consumo, y ésa fue la década en la que por primera vez la crisis de los precios del crudo casi paraliza al mundo occidental, aunque para entonces las películas de autos ya estaban en marcha hacía rato. Así que es bastante evidente cuál es el impulso primario que motoriza a las películas de autos, por qué las carreras, por qué las persecuciones y, más aún, por qué emociona y divierte tanto ver autos destruyéndose en la pantalla. Un auto que vuelca, se rompe y estalla es una imagen repleta de sentidos, un posible símbolo del sistema explotando desde adentro, una sacudida al statu quo; un derrumbe salvaje y quizá una oportunidad de arrancar de nuevo.

No es que todo esto parezca importarle demasiado a Quentin Tarantino, que está más interesado en replicar los tics de aquellas películas de “explotación” y explosiones, acción y velocidad de los ’70, incluyendo toda la experiencia de su exhibición en copias estropeadas en autocines o salas viejas de programas en continuado. Es que, aunque se haya estrenado por separado de Planet Terror, no hay que olvidar que A prueba de muerte (Death Proof) integró originalmente un doble programa con aquella película de zombies de Robert Rodríguez, que se vio por acá hace un par de meses. Pero, una vez superado el chiste de la película rayada y las chicas con onda y carácter (y armas de fuego y pulso “tuerca”) y las referencias cinéfilas inevitables a la clase B, se desarrolla una historia bastante divertida alimentada del mismo impulso de las violentas road movies de treinta años atrás: la velocidad, los choques, la tentadora posibilidad de dos vehículos pulverizándose en una colisión frontal. Hay un psicópata al volante: el doble de riesgo especializado en autos Stuntman Mike (Kurt Russell), primero en su Chevy Nova 1970, negro con calavera pintada y equipado para chocar y salir vivo de allí, y después un Dodge Charger 1969. Y ahí está, uno se encuentra de pronto –las chicas son encantadoras, pero– del lado del psycho-driver, del malo de la película, disfrutando de la adrenalina, el vértigo, las ganas de ver reventar todo en la ruta, y una escena salvaje de frente a frente que corta, entre muchas otras cosas, a la película en dos.

Las películas que aparecen más citadas en A prueba de muerte son dos casos seminales del subgénero: La fuga del loco y la sucia (1974, de John Hough, con Peter Fonda y Susan George) y Carrera contra el destino (1971), pero atrás están las persecuciones de Steve McQueen en Bullit (1968) y la de Contacto en Francia (1971), emuladas mucho más tarde en Jade (por el mismo director de Contacto..., William Friedkin) y una escena casi surrealista en la más reciente Los dueños de la noche, de James Gray, y una saga interminable de títulos imposibles de listar pero donde se destacan obras maestras como la trilogía australiana Mad Max (subtitulada “El guerrero del camino” y que planteaba un futuro cercano de guerras en la ruta por el petróleo); Gone in 60 Seconds; la aventura camionera Convoy (de Sam Peckinpah); los films de misteriosos autos asesinos (El auto, con James Brolin; Christine, de John Carpenter), entre muchísimas otras. Para la década siguiente, las persecuciones y los vuelcos y los saltos se prolongarían en versiones desnaturalizadas, como por pura inercia, en series de televisión (de Sheriff Lobo a Brigada A, pasando por El auto fantástico y Los Dukes de Hazzard) con cámaras que nos mostraban los tumbos, y después se quedaban para que viéramos emerger a conductores y acompañantes perfectamente ilesos. Es decir, escenas reiterativas que se encontraban cada vez más lejos del impulso mortuorio y la furia vitalista que había motorizado al cine de las tres décadas previas; a casi todo el cine juvenil desde James Dean en adelante. La locura por los autos mutó en alguna otra cosa que hoy se parece demasiado a un videojuego (el viento demasiado virtual de las Rápido y furioso, la remake de 60 segundos, el Meteoro de los Wachowski), y sólo Crash, la adaptación que hizo Cronenberg de la novela de Ballard en los ’90 pareció por un momento recuperar el espíritu anarco-existencialista de los viejos buenos tiempos. Aunque Cronenberg estuviera, como siempre, menos interesado en los estrujamientos del metal que en las deformaciones de la carne.

A prueba de muerte es, entonces, menos la resurrección de ese cine de velocidad y choques que la prueba viva de que ya no se hacen aquellas películas, otro homenaje autoconsciente de su director a un subgénero perimido. Pero quién va a negar que el viaje vale la pena.

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