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Domingo, 8 de marzo de 2009

FAN > UNA ARTISTA ELIGE SU OBRA FAVORITA

Un mar de lágrimas

 Por Ana Gallardo

Me gusta llorar. Mucho. A veces pongo un disco de aquellos que me inundan de melancolía, y me siento a llorar. Pongo la música muy fuerte, María Félix o Vicente Fernández. Nunca supe qué hacer con tantas lágrimas.

En mayo del año 2003, Alberto Sendrós inauguraba su galería y lo hacía con una exposición de Marina De Caro: Aguas de marzo. Para entrar a la sala principal en donde estaba la instalación, había que sacarse los zapatos y dejarlos a un costado. Este es un acto que siempre me produce mucho placer, es sencillo y cotidiano, pero que fuera de casa me provoca cierta vulnerabilidad y un reconocimiento del lugar un poco particular. La sala estaba alfombrada, zócalo incluido, con un enorme tejido de color celeste. Estaba acolchonadito, es decir que entrabas descalzo a un espacio muy claro y pisabas algo mullido. Una sensación deliciosa.

De las paredes colgaban unos dibujos de gran tamaño hechos en carbonilla sobre papel obra. Cada uno estaba sostenido a la pared por alfileres. En los dibujos se veían señoritas ágiles y graciosas, con unos enormes ojos germinados por largas lágrimas azules tornasoladas que caían de distintas formas: generosas y extrañas como una cinta que envuelve un regalo con moño, a veces como una madeja de gran grosor o simplemente caían así, sueltas. Eran lágrimas de emoción, de alegría, de risa, de tentación, de viento contra la cara y contra marea, lágrimas dulces, compensadas, compenetradas, amorosas, envolventes, desesperadas y desesperantes. Lágrimas porque sí, lágrimas por llorar porque tengo ganas. Y todas ellas caían mansamente e inundaban la sala de la galería, componiendo un enorme y gran mar de aguas de marzo.

Y por allí caminaba yo, descalza y sola, sintiendo que había encontrado una respuesta y un lugar que me pertenecía.

En cada dibujo, cada una de aquellas mujercitas ejercitaba una posición física incomparable: una saltaba, otra volaba, otra bailaba, aquella ofrecía un regalo y aquella otra caía de cabeza y cada una de ellas proponía un juego de destreza infinita, como si todo fuera posible. Así solamente livianas, frágiles. Como llorar porque sí, escuchando a María Félix.

Caminé por ese espacio, descalza, sumergida en esas aguas tibias y sabrosas. La luz blanca seca pegaba sobre el piso y rebotaba dando una sensación de mareo, de borrachera.

Ese trabajo de De Caro siempre me ha fascinado y con el tiempo crece dentro de mí. Corresponde con una práctica artística sencilla. Siento que ejerce una gran influencia en mi trabajo porque es sencillamente económico de recursos y me manifiesta que con pocos elementos puede construir un lenguaje profundo y extremo. Sostiene una relación con la materia ligada directamente con la emoción. Esta forma de involucrar al espectador percibiendo no sólo con la mirada, sino con todo el cuerpo. Esta manera de trabajar sobre el espacio, con y sobre la arquitectura de la galería, me coloca en una situación diferente para leer y sentir la obra. Marina De Caro construye un paisaje penetrable. Ingreso a ese enorme dibujo y nado en esas aguas de lágrimas dulces, finas, silenciosas.

Marina De Caro (nacida en Mar del Plata en 1961) es una artista irreverente, dueña de una obra que no sólo se destaca por su fantasía sino también por su complejidad. Entre la artesanía y las espinas de la intelectualidad, hace casi diez años De Caro realizó sus vestibles: tejidos en lana diseñados para ser llevados por una o dos personas. El interés por las formas blandas, por la idea de juego, por incorporar el tacto, por la energía del espectador como parte fundamental del proceso de recepción, no desaparecería jamás. Después surgieron unas esculturas orgánicas en hilado tejido a máquina, bollos, rulos y nudos; siguieron otras: una habitación forrada por completo de amarillo, un piso vuelto mar de lana que recogía las lágrimas de las lloronas, unos cuadernos intervenidos con hilos que atravesaban las páginas o las forraban por completo. Hace unos años, De Caro mostró un collar de almohadones que serpenteaba por el piso hasta rodear una columna de la sala. Cuando esa misma muestra viajó a Brasil, De Caro transformó su obra en catarata: las tiras acolchonadas en verdes, azules, amarillos y naranjas cayeron entonces desde el balcón de la galería paulista como jardines colgantes de Babilonia.

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