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Domingo, 29 de marzo de 2009

TARAS > POR QUé LEEMOS BIOGRAFíAS DE ESCRITORES

La historia de una silla

Las biografías de escritores ya son parte de la literatura y sus aledaños. Algunas son notables, otras son notablemente chismosas y otras parecen encontrar un lugar junto a la obra del biografiado. Sin embargo, los motivos por los que las leemos siguen siendo difusos. Juan Forn aprovecha una oleada de esas biografías (Cheever, Caicedo, Barthelme, Foster Wallace, Lamborghini, entre otras) para explorar esa rara compulsión por leer la vida de no ficción de un autor de ficciones.

 Por Juan Forn

Primero vinieron las ficciones del yo; después el escritor como personaje en los festivales literarios; era previsible que, tarde o temprano, empezara el furor por las biografías de escritores. Y ésa parece ser la nueva tendencia. No sólo acá, en nuestro idioma (el ladrillo de casi mil páginas sobre Lamborghini, la autobiografía-collage que armó Fuguet sobre el colombiano Andrés Caicedo; el Chacal Andrew Wylie a la caza de un escriba para la biografía de Bolaño); en todos lados es igual. La semana pasada me crucé, con diferencia de días, con tres textos espectaculares sobre biografías de escritores: Lorrie Moore escribía en la NY Review of Books sobre una biografía de Donald Barthelme; el difunto John Updike sobre una biografía de Cheever (se ve que mandó la nota al NYTBR antes de morir) y D. T. Max relataba la muerte largamente anunciada de David Foster Wallace en el New Yorker. Los tres textos se preguntaban qué buscamos cuando leemos biografías de escritores. Lorrie Moore contestaba en nombre de todos: “Buenas fotos, buen índice de nombres, buenos chismes”. ¿Es realmente así? Un amigo muy bestia que tengo me vio el otro día en la playa y quiso saber qué estaba leyendo. La biografía de un escritor, le dije. El me miró con un poco de pena: “La biografía de un escritor es como la historia de una silla, ¿no?”, me dijo.

Isadora Duncan señaló una vez un mueble y comentó: “Yo podría bailar ese sillón”. Hace falta ser muy bueno escribiendo para cautivar con la historia de una silla. Quizá por eso la mejor biografía posible sobre un escritor es el modelo coral inventado por George Plimpton: muchas voces ofreciendo muchas historias pequeñas sobre el biografiado, en las cuales el personaje nunca es del todo el mismo. Si se lo piensa un poco, es lo que pasa cuando uno lee los diarios de un escritor: gran parte de la fascinación la produce el hecho de que quien escribe nunca sea del todo el mismo. En cambio, cuando un biógrafo reúne todos esos testimonios diversos y arma su versión de los hechos, nueve de cada diez veces sale un libro peor.

Moore y Updike se quejan los dos de lo mismo: los biógrafos de Barthelme y de Cheever no hacen justicia a sus biografiados. Es lo que pasa en la mayoría de las biografías actuales sobre escritores: que las escriben o un académico o un fan –en cualquiera de los casos, alguien que se ganó el trabajo por la admiración que profesa, no por su pluma–. Cuando Lorrie Moore dice “buenas fotos, buen índice de nombres y buenos chismes”, en realidad no sólo está calificando el libro sino revelándonos lo que rescató ella de la biografía de Barthelme para escribir su nota. Que es lo mismo que hizo Updike en la suya: usar como ayudamemoria las fotos, el índice de nombres y los chismes para contar la biografía de Cheever como si fuera un cuento de Cheever, la biografía de Barthelme como si fuera un cuento de Barthelme, que es lo más interesante que se puede hacer con la vida de un escritor: convertirla en parte de su obra.

Barthelme es mucho menos conocido que Cheever en castellano. Y eso se debe a que envejeció mal: en su momento fue moderno, transgresor, irónico, híper-intelectual, pero leído hoy suena un poco naïf, un poco rancio y un poco plúmbeo, todo a la vez. Lo que mejor ha sobrevivido de su obra es su ojo para las marcas de la época y sus espasmos de humor dadá. Lorrie Moore arma con esos dos elementos un precioso cover barthelmiano. Cuenta que Barthelme creció en Houston en una opulenta casa hiperracionalista diseñada por su padre (los domingos, los autos que pasaban se quedaban mirando y preguntándose cómo vivirían los extraterrestres que habitaban esa casa de muebles blancos, rampas en lugar de escaleras y esculturas de agua y luz). Además de niño rico, Barthelme fue sucesivamente, y sin necesidad de salir de Texas, salvo una temporadita de soldado en Corea, baterista de jazz, redactor publicitario, productor de un programa radial de música atonal y curador de una galería de arte. A los treinta y cinco tenía dos divorcios, sus mujeres habían perdido cuatro embarazos (Barthelme había donado los cuerpos de los cuatro bebés a la ciencia, para que no hubiera tumbas ni recordatorio de la desgracia), ya era alcohólico y depresivo pero no se daba cuenta. Fue a ver a un terapeuta y éste le dijo que fuera a probarse a Nueva York de una vez o se suicidara. Barthelme se animó por fin, llegó a Nueva York... y triunfó.

Se dejó una barba que, según su amigo Thomas Pynchon, lo hacía idéntico a Solzhenitsyn, tuvo un romance intenso con Grace Paley cuando eran vecinos en Greenwich Village (¡las chispas, las chispas!, dice Lorrie Moore, ella también cuentista terminal), apabulló alumnos con citas filosóficas en alemán y francés y un conocimiento enciclopédico de todos los jingles de la historia de la publicidad, se casó por tercera vez con una danesa que se le tiró por la ventana cuando vivían en Copenhague, volvió a Houston como celebridad residente de la Universidad de Texas (y descubrió que su padre seguía teniendo más líneas que él en el Quién es quién local), terminó

–después de años y años de escribir sólo cuentos– una novela, le puso de título El padre muerto y en Houston creyeron que era una biografía sobre Barthelme Senior, siguió apabullando alumnos y esposas y, por fin (pero prematuramente), capituló al alcohol a los 58 años.

Y tuvo la mitad de la prensa que habría tenido si Raymond Carver no hubiera muerto por la misma época, también a los 58 años y también a causa del alcohol. “Los dos, cada uno a su manera, habían revitalizado el género cuento, uno en los ‘60 y el otro en los ‘70. Pero Carver era el presidente y Barthelme era el vice de la República del Cuento Norteamericano. Y así los recordamos hoy”, es la hermosa y despiadada conclusión de Lorrie Moore.

Lo de Updike con Cheever es otra cosa, porque Updike siempre quiso ser Cheever, y no sólo nunca pudo, sino que debió mascar bilis cuando vio cómo lo ponía Cheever en sus Diarios, que aparecieron póstumos. Pero ahora, por fin (y vaya paradoja, la oportunidad le llega finalmente cuando también él está muerto), Updike puede escribir un auténtico, incuestionable cuento de Cheever. Y lo escribe, realmente. Empezando por el título: “Básicamente decente” se llama su nota. La frase la dijo una mujer llamada Lila Refregier, que fue amante de Cheever en los años ‘50. Updike cita primero un párrafo de 1967 de los Diarios donde Cheever escribe: “Siempre creí que el amor de una mujer espléndida me curaría de mis males. Con Lila creí que dejaría atrás mi pasado para siempre”. La frase de Lila Refregier la obtuvo el biógrafo de Cheever, después de rastrear a la anciana en Chicago, conseguir que lo recibiera y sacarle lo siguiente: “John era una persona básicamente decente. Había algo en él que le impedía ser completamente decente”. La descripción es tan perfecta que parece escrita por Cheever. Alude, por supuesto, a su homosexualidad, pero es tan amplia que logra abarcar todas las facetas de Cheever, incluyendo su antiheroica grandeza.

Updike dice que Cheever era tan buen cuentista porque tenía la impaciencia del alcohólico, capaz de simular a la perfección estar escuchando a alguien mientras sólo tiene en mente su próximo trago. Así se leen todos los cuentos de Cheever, tan lisos en la superficie y tan urgentes por debajo (él mismo describió esa impaciencia subterránea de otra manera: dijo que había que escribir “como en una casa en llamas”). El segundo componente de esa impaciencia era la incapacidad de proveer un buen pasar a su familia con lo único que sabía hacer bien (escribir cuentos para el New Yorker) a diferencia de Updike, que desde muy joven logró vivir (y vivir bien) de sus libros. Paciente como ninguno, Updike se pasó los últimos veinte años disimulando como un duque cada noviembre cuando no le daban el premio Nobel (sólo lo delataban los furibundos ataques de psoriasis que lo atacaban por esas fechas). Poco antes de morir, declaró que se fue de Nueva York “porque quería tener lugar para estacionar el auto, educación pública para mis hijos, una playa para broncearme y una iglesia adonde poder ir sin parecer un desesperado”. Cheever, en cambio, “comulgaba cada domingo con la misma compulsión con que miraba el reloj cada mañana esperando el momento en que fuera lícito servirse el primer trago”.

Esa es la extraordinaria paradoja: que alguien que, según propia confesión, “nunca hizo nada por desesperación en su vida”, sea la persona que mejor entendió a alguien para quien “la colilla de un cigarrillo en el fondo de una taza de café, o la pelusa acumulada debajo de la tabla de una mesa, alcanzaban para convencerlo de la futilidad irremediable de la vida”. Updike recuerda cada escena de cada cuento de Cheever como si la hubiera escrito (o protagonizado) él. Y justo le toca escribir la última nota de su vida sobre la vida de Cheever. Hay algo que pone la piel de gallina cuando dice, en las últimas líneas de la nota, que los cuentos de Cheever no están en el canon universitario por la sencilla razón de que esos personajes “que rebalsan de la confusión y la corrupción de la edad adulta” no son para jóvenes: son para más adelante, “cuando la vida deja de ser como en los cuentos de Fitzgerald y Hemingway”.

Ese más adelante es el que David Foster Wallace alcanzó a atisbar pero no pudo, o no quiso, o no soportó conocer. Wallace se suicidó el año pasado, a los cuarenta y siete años. Llevaba doce años sumergido en una novela en la que había abandonado por completo el estilo que lo había hecho famoso, ese maximalismo torrencial de digresión libre y omnívoras notas al pie. Según D. T. Max, Wallace quería escribir un libro adulto, quería que ese libro lo depositara en la edad adulta, en la madurez. “Creo que lo que más quiero en el mundo es sanidad mental adulta, que en mi opinión es la única forma de heroísmo sin adulterar que queda en esta época”, dijo en varios reportajes. El libro quedó inconcluso. Wallace primero pensó que eran los antidepresivos que tomaba desde hacía quince años los que le impedían el avance. Después se preguntó si la novela era el medio adecuado para lo que estaba escribiendo. Y al final llegó a la conclusión de que el verdadero motivo era que no tenía las ganas necesarias para escribir ese libro.

D. T. Max fue uno de sus amigos escritores más cercano, junto con Jonathan Franzen, si nos guiamos por la profusión de mails que cruzaron (y, entre los escritores, las amistades más profundas suelen darse por escrito). Además, los tres tenían la misma edad (cuarentilargos en el momento del suicidio de Wallace; cincuenta este año los dos sobrevivientes). Además, D. T. Max es autor de un libro muy raro y muy delicado que cuenta un caso real: la historia de una familia italiana que padecía una rara forma de insomnio, crónico, hereditario y fatal (The Familiy Who Could Not Sleep). Max subtituló su libro “A Medical Mystery” y parecía ir en puntas de pie y con el mayor de los sigilos de uno a otro de los integrantes de la familia protagonista. Lo mismo hace con las diferentes personas que fue Wallace a lo largo de su breve vida, apostando a que la sanidad mental adulta sea (o al menos empiece por) la capacidad para entender las sucesivas personas que fuimos en nuestro pasado, algo que Wallace nunca terminó de lograr.

La familia de David Foster Wallace, cuando éste era chico, se divertía haciendo crucigramas y logaritmos en los viajes en auto. A los diecisiete, Wallace iba a estudiar filosofía analítica. Ya había empezado a ir a todas partes con una toalla, para secarse la transpiración que le producían sus brotes de ansiedad (para disimular, llevaba también una raqueta). Según sus propias palabras, a los veinte tuvo “una crisis de la mitad de la vida” que lo hizo pasar “de un enfoque fríamente cerebral de la lógica a un enfoque fríamente cerebral de la literatura”. Tuvo su primer intento de suicidio (pastillas), después de ver en trasnoche un telefilm sobre la cantante anoréxico-suicida Karen Carpenter. Aceptó internarse y someterse a un tratamiento de electroshock. La experiencia “lo aterrorizó pero sirvió”. Escribió su primer libro (The Broom of the System). No se hizo ni rico ni famoso pero le sirvió para conocer a Jonathan Franzen y a William Vollmann y a Mark Costello y a D. T. Max, e incluso al padrecito de todos ellos, Don DeLillo. Empezó a dar clases para vivir y escribía de noche (tanto su nuevo libro como infinitos mails a sus nuevos amigos). Se hizo alcohólico. Para desintoxicarse se internó en una clínica y descubrió que por primera vez se sentía mejor en un entorno no-intelectual que en un entorno intelectual. Poco después publicó la voluminosa novela La broma infinita y se hizo famoso. Todas las buenas revistas fueron tras él pidiéndole crónicas sobre el tema que él quisiera, siempre que tuvieran el mismo procedimiento de digresiones e infinitas notas al pie que usaba en su novela. Pero íntimamente Wallace sentía que lo que hacía funcionar el libro no era su virtuosismo etilístico sino la idea de recuperación aprendida en Alcohólicos Anónimos.

Poco después conoce a su esposa, la artista conceptual Karen Green, una mujer saludablemente inmune a todo snobismo intelectual. Cuando Wallace le confiesa que nunca sintió escribiendo ficción lo que sintió cuando fue a hacer su famosa nota sobre Wimbledon, ella lo estimula a dejarse llevar por lo que le gusta hacer. Karen le hace bien. Wallace parece feliz. Es adoptado por una universidad californiana para hacer lo que quiera con un grupo de alumnos. Los alumnos lo idolatran (en la primera clase les dice: “Me va a llevar un par de semanas aprenderme sus nombres, pero cuando me los aprenda no me los voy a olvidar nunca más. Ustedes se van a olvidar de mi nombre antes de que yo me olvide del de ustedes”). Todos esperan de él una nueva novela. Wallace empieza a escribir el libro que espera que lo lleve a la madurez, The Pale King (El rey pálido). Y empiezan los problemas.

Primero siente que el ruido de la vida moderna lo aturde, lo distrae, lo desvía de su camino. El ruido está en su cabeza: de nada sirve aislarse en un lugar remoto. En un momento, Wallace decide dejar el curso y la novela y dedicarse sólo a las crónicas que le dé gusto hacer. En otro momento, contempla la idea de dejar de escribir completamente y abrir un refugio para perros callejeros. “Estoy agotado de mis asociaciones mentales, de mi sintaxis, de mis hábitos verbales, de todo aquello que fue un descubrimiento y hoy es un tic”. Decide dejar su medicación, porque lo entumece emocionalmente. Karen le dice que ella lo sigue adonde él vaya, pero le pide por favor que no se mate, que no la convierta en la Yoko Ono del mundo literario: “la bruja de pelo raro que se casó con vos, te domesticó y miren cómo terminó todo”.

Wallace se somete a otro tratamiento de electroshocks. Son un fracaso. Vuelve a su medicación. No le hace efecto. Se pasa los días en el garaje de su casa, que ha pintado de negro y poblado de su colección de lámparas antiguas. El día del suicidio, Karen inauguraba una muestra en una galería de Claremont, el pueblo cercano a San Francisco donde vivían. Ella partió tranquila a la galería, porque él le había dicho que tenía turno con el quiropráctico. “Uno no va a enderezarse la espalda si se va a suicidar ese día”, pensó ella. Cuando volvió, a las nueve de la noche, vio luz en el garaje. Su marido se había ahorcado en el patio. Sobre su escritorio, al lado de la única lámpara encendida en el garaje, había dejado doscientas páginas prolijamente impresas. Unos meses antes, Wallace le había dicho a Karen que había doscientas páginas rescatables de The Pale King. Su editor le rogó que se las mandara. Wallace las estuvo corrigiendo y retocando toda esa tarde. Después las imprimió y las dejó sobre su escritorio, junto a la única lámpara encendida, antes de salir al patio a suicidarse. Se mató por culpa de ese libro, pero antes de morir lo dejó listo para publicar. Trunco, pero listo para publicar.

Hay maneras de llegar y hay maneras de no llegar a la adultez. De todas las que yo conozco, pocas me resultan tan deprimentes como ésta. Pero eso es lo que tienen las historias de una silla: siempre ofrecen algo que aprender, sea para evadirse de la vida o para saber resistir.

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