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Domingo, 15 de diciembre de 2002

Historia argentina

Siguiendo la consigna de juntarse que imperó durante aquellos días, cinco fotógrafos de Página/12 que cubrieron de sol a sol los hechos en la Plaza de Mayo decidieron juntarse para intentar buscar, entre los centenares de fotos que sacaron, un relato gráfico del 19 y 20 de diciembre. El resultado es Episodios Argentinos, un libro que reúne los trabajos de Bernardino Avila, Gonzalo Martínez, Gustavo Mujica, Pablo Piovano y Alfredo Srur, además de un ensayo de Tomás Eloy Martínez y acuarelas de Fermín Eguía. Reunidas por Radar, las cinco cámaras explican cómo fue retratar esos acontecimientos que todavía se intenta explicar.

Por Marta Dillon

Este es un libro nacido de la desesperación. De la impotencia que da haberlo visto todo y no poder mostrarlo; al menos no como quisieran, como ellos mismos lo experimentaron, saciando la retina de imágenes que ni siquiera pudieron imprimirse en la película. Tantas imágenes simultáneas, superpuestas, atoradas. Como una mancha de petróleo sobre el mar del acontecimiento, tomando su forma, uniformándola de negro. Es una extraña forma de la ceguera la de ver demasiado. Así lo sentían estos cinco fotógrafos, incapaces de enhebrar los hechos a los que habían asistido mientras el 19 y el 20 de diciembre se desarrollaban a sí mismos, afloraban y explotaban, porque lo que entonces sucedió todavía no se puede nombrar más que por su ubicación en el calendario, modificando el paso del tiempo al punto de sentir que algo va acabar o a comenzar otra vez cuando esos días se acercan. “Tendríamos que juntarnos”, fue la primera consigna de Episodios Argentinos, el libro que plasma el relato que se fue armando con eso que congelaron las cinco miradas y que dialoga entre sí más allá de las palabras y de los ojos que apuntaron esas cámaras. Juntarse era, aunque redundante, la consigna común en esos dos días que los relatos, los múltiples relatos, convierten en uno. Y era una sorpresa también para los que se encontraban en la Plaza en el comienzo de esas jornadas, manifestando la misma indignación y el mismo desamparo de palabras en el tronar de los metales domésticos. ¿Qué pasó el 19 y el 20? ¿De qué se trató esto que estuvimos retratando compulsivamente como si en esos momentos sólo pudiéramos ser reporteros gráficos dando cuenta de lo que hacen otros? ¿Esos otros no éramos nosotros mismos acaso? ¿Quiénes somos en la multitud que pone el cuerpo en el enfrentamiento con un orden establecido que en su derrumbe descerrajaba toda su violencia? ¿Somos algo más que este ojo de cíclope que cuelga del cuello y parpadea para quedarse con todo lo que no se puede ver pero se intenta capturar? Juntarse era un modo de multiplicar las preguntas que decantan cuando el fragor de la acción parece silenciarse, aunque su hormigueo sobreviva mucho más allá del ocaso de esos días que la historia convertirá en uno solo. Y ahí estaban las fotos, intercalándose, contando su propia historia, confrontando a los fotógrafos con la imposibilidad de retratarlo todo y con las posibilidades que se abren cuando se cumple la consigna: juntarse.

“Lo que nos unió fue la pasión por el relato, haber estado esos días ahí, trabajando juntos, y no querer que lo que habíamos visto se diluya. Había cientos de fotógrafos en esos escenarios, pero nosotros pudimos dialogar”, dice Gonzalo Martínez, el mayor de los cinco, el primero que pensó en hilvanar un solo recorrido de las más de doscientas fotos que entre los cinco habían reunido. Es curioso: al mismo tiempo que ellos empezaban a buscar un vínculo para esas imágenes que parecían sueltas, otras personas comenzaban a buscarse para poner palabras en donde sólo había habido el tañer de las cacerolas. La de ellos era una experiencia más dentro de la multiplicidad de experiencias que se fueron desplegando después de que muchas personas dispersas provocaran el 19 y el 20 y descubrieran su capacidad de decir no, basta, hasta acá llegamos. La Plaza es del pueblo y no necesitamos permiso para ocuparla. Los fotógrafos, a su vez, se apropiaron de sus imágenes, más allá de los medios en los que trabajan, más allá de las intenciones de quienes editan. Fueron jornadas emancipadoras, sin duda, aunque después se haya sentido la orfandad de quien se suelta de la mano por primera vez para cruzar la calle. Y entonces, sin la necesidad de llevar a la redacción el documento, ¿qué hacían en la Plaza de Mayo? O mejor, ¿por qué llevar la cámara si el impulso era el mismo de otros vecinos, si no estaban trabajando? Para Gustavo Mujica, como para todos, es inevitable que esa máquina cuelgue del cuello: “No la podés dejar, no porque tenga la ansiedad estúpida de conseguir una buena foto. Pero siempre me sucede así, es algo que me persigue: ver cosas impresionantes y no poder transmitirlas. La mañana del 19 empecé cubriendo los saqueos y tenía la clara conciencia de que estabaretratando las últimas horas del gobierno; se los dije a mis compañeros: laburemos bien porque éste no es un día como cualquier otro.”

El recorte que propone Episodios Argentinos, ese “tijeretazo del tiempo y el espacio”, como lo define Pablo Piovano, es también el intento de estas cinco voluntades de darle continuidad al acontecimiento, como si no pudieran resignarse a que los hechos se hayan consumado en 48 horas, o en un par de meses, como muchos pretenden creer. Como si se pudiera alumbrar a la conciencia y desde entonces permanecer despierto y sin tropiezos a riesgo de que otros declaren la muerte de esa conciencia. Y es también la manera que estos hombres encontraron para ubicar su lugar en ese nuevo mapa de participación que modificó la geografía política del país. “¿Dónde quedamos nosotros? –se pregunta Alfredo Srur–. ¿Cuál es nuestro rol como reporteros? Es una sensación rara, porque se supone que tu papel es estar en un lugar neutral fotografiándolo todo y resulta que al lado tuyo están cagando a palos a la gente, a gente que pone el cuerpo para cambiar la historia. Y te dan ganas de tirar la cámara, que de alguna manera te protege, y cambiarla por piedras. Pero lo cierto es que estamos acá, un año después, haciendo un libro que da cuenta de lo que vimos.” Lo cierto es que si no hubiera habido reporteros gráficos persiguiendo a los perseguidores la masacre del Puente Pueyrredón, el 26 de junio, tal vez hubiera quedado impune. Pero ahí están los asesinatos de Darío Santillán y Maximiliano Kosteki, retratados cuadro a cuadro, como una prueba irrefutable de la soberbia armada de la institución policial. Y ahí están en Episodios Argentinos y en tantas películas que imprimieron la luz y la sombra de esos días, los policías disparando armas que sólo pueden ser de fuego, los caballos que se lanzan sobre cuerpos indefensos, la muerte sobre el asfalto caliente, después de las cuatro de la tarde del 20 de diciembre, cuando alguna orden secreta dio piedra libre para disparar a mansalva. “Tal vez yo sea inocente, o soberbio, pero yo pienso que a lo mejor, con cada foto que hago, puedo ayudar a cambiar algo. Es una fantasía pero si no la tuviera mi trabajo perdería buena parte de su sentido”, dice con un resto de vergüenza Bernardino Avila. “¿Es así? ¿Sirve para algo perderse la oportunidad de participar como uno más para documentar esto?, ¿cambia la realidad?”, se pregunta Srur con alguna desesperación, y todos se contestan: Sí, sí, sirve. Cambia la propia realidad y eso de alguna manera lo cambia todo, se dicen, y las voces se superponen arruinando el sentido de las palabras, dejando decantar una duda: ¿Debería esto servir para algo? ¿Tiene sentido pensar sobre la utilidad del acto de fotografiar? ¿Acaso dejarían de hacerlo si no sirviera? “Yo no tengo respuestas –se lamenta Mujica– porque ya no creo en la utilidad de los medios de comunicación como sí creía cuando pensé en trabajar en medios. Lo digo con mucha tristeza. Pero tampoco creía en la gente, y esos días me permitieron volver a creer.” ¿Y él, acaso no es gente? “Yo soy testigo”, sentencia Mujica, encontrando su lugar en esas coordenadas de tiempo y espacio que fueron el 19 y el 20.

“Cuando empezaron las detenciones el 20 a la mañana temprano, totalmente irracionales, sin motivo, se me ocurrió hablar con un cana”, cuenta Mujica. “Primero me prepoteó y después se lamentó: ‘¿Vos crees que a mí me gusta hacer esto? Yo cumplo órdenes’. Y resulta que al final del día me encuentro con el mismo tipo dando palo desaforado.” ¿Por qué tenía este fotógrafo que hablar con el policía, tendría la ilusión de hacerlo entrar en razones? Es nada más que otra forma de cumplir con ese rol que se impone a los fotógrafos antes de que ellos se cuestionen cualquier cosa: “Es la misma gente la que te pide que vayas a fotografiar a la policía cuando reprime –explica Piovano–. Y para nosotros se transformó en una misión, teníamos que rescatar a los pibes de los palos”. Las cámaras entonces se trasformaban en armas eficaces, apuntaban sobre lo que pretendía mantenerse oculto y lo delataban, se erguían como una amenazapara esos tipos que como perros se habían lanzado sobre la presa de la gente que no quiso que le arrebataran la Plaza de Mayo, la del pueblo. “Uno siempre cree que la cámara lo protege y que es un instrumento de denuncia, por eso los tipos se cuidan un poco. Pero ese día estaban desatados –recuerda Srur–. Yo llegué solo y apenas entré en la Plaza quise ‘rescatar’ a una familia. Me comí una piña y una ráfaga de balas de goma.” Así aprendió lo que todos aprendieron en esas horas interminables, antes de la fuga del presidente por el techo de la Casa Rosada: para resistir había que juntarse. Y desde entonces “los cinco andábamos muy juntos –dice Martínez–; la gente nos llamaba cuando se estaban llevando a alguien y nosotros corríamos a sacárselo de las manos, o a escracharlos al menos, porque se los llevaban igual”. Nada era suficiente esa tarde, si la gente, si la conciencia popular que se había manifestado espontáneamente la noche anterior sentía que por primera vez había dicho basta, por primera vez incluso desde que se impuso la dictadura en 1976; los uniformados parecían otra vez impregnados de la misma impunidad de aquellos años. Para rescatar a alguien más había que poner el cuerpo además de la cámara, y eso tampoco era ninguna garantía. “A mí en muchos casos me molestaban los que querían suicidarse por una foto, pero me pareció admirable cómo algunos se enfrentaron con la cana. Aunque nuestro trabajo era registrar, no putear al cana para que te pegue”, Mujica es quien más insiste en el rol del testigo. Martínez, en cambio, defiende algún rasgo que él asume como de locura y que lo hizo arrastrar su renguera hacia la línea de fuego, aun cuando la muchedumbre corría para el otro lado para ponerse a salvo de las balas, los gases, los golpes. “Es que yo era casi adolescente en el ‘76 y desde entonces cargo con la frustración de no haber podido resistir a la dictadura”, asume Gonzalo relegando su cámara al lugar de las excusas válidas para pararse en algún lugar cuando no se tiene ningún otro.

Cada vez que hubo un cacerolazo, cada viernes que siguió durante diciembre y enero, los cinco fotógrafos se reunieron para seguir intentando averiguar de qué se trataba eso que habían querido apresar y que les cambiaba la vida, como a todos. Se fueron quedando solos cuando el año empezó con su rutina de días hábiles y cursos lectivos. Pero del mismo modo en que la ansiedad no les permitía separarse cuando ya no había acontecimiento que retratar, y entonces seguían hablando sobre lo sucedido (y sobre las fotos que daban cuenta de eso y sobre las fotos en general); ellos seguían yendo a la Plaza intentando retener las noches que abrigaba la multitud, aunque se fuera raleando. ¿Por qué había cada vez menos gente? ¿Cómo era que empezaban a ver siempre las mismas caras? ¿Cómo fue que todo eso a lo que amanecimos en el ocaso del 20 se diluía como un hilo de agua sucia por la alcantarilla? Pensar en el libro fue una manera. Encontrarse con las imágenes, ponerlas a dialogar entre sí, mezclar las de uno con las de otro borrando todo concepto de autoría o de propiedad hasta olvidarse quién había tomado una u otra foto. No hay créditos en las fotos del libro, mirándolo no se puede saber quién hizo ésta o aquélla. Hay quien se molesta por esta idea, pero ellos quisieron emular lo que habían visto en esos días. La suya era una experiencia colectiva y por eso era fuerte, como los cacerolazos, las marchas o los piquetes. “Cada uno de nosotros tiene un punto débil, tan claro que puede llevarnos al precipicio. Eso es lo que nos une y ese es nuestro equilibrio –dice Srur–, juntos nos ayudamos a no dejarnos ir por la pendiente.” Así se presentan, como un grupo de perdedores, como un grupo cualquiera entre los tantos posibles que se formaron en esos días. “Seguramente éstas no son las mejores fotos que se tomaron esos días, éstas son las que construyen un relato particular entre muchos: el nuestro”, agrega Gonzalo. ¿Pero acaso había algo más que perdedores arrancados de su letargo en esas jornadas? ¿Acaso no éramos todos perdedores reunidos para no perder el último resto de dignidad? Cientos, miles de imágenes se produjeron en esosdías. En cada cacerolazo se podían ver a las cámaras levantándose a la altura de los ojos, los flashes relampagueando, las cámaras de video rodando su propia película. Hasta bien entrado el año siguieron llegando documentalistas extranjeros, periodistas ignotos y de los otros. Los de acá y los de allá, todos intentando encontrar las razones que convirtieron a un inmenso grupo de perdedores en los protagonistas de una epopeya. Como si pasar otra vez las imágenes ayudara a comprender los motivos que nos habían sacado a todos a la calle.

Hay dos elementos en Episodios Argentinos que fijan las imágenes y las salvan del tiempo y de la acumulación. El primero es el texto de Tomás Eloy Martínez, el padre de uno de los fotógrafos, quien de algún modo se reivindica con este objeto, como si se estuviera emancipando, como si todo fuera una metáfora de esos dos días que pusieron una bisagra en la historia nacional. Gonzalo quiere decirlo, quiere decir que sabe que tal vez sin la editorial que publica los libros de su padre este medio centenar de fotos no se hubiera salvado de esa acumulación informe de imágenes. “Pero si yo uso la carta de mi padre es porque estoy sobrado de naipes”, dice, aludiendo a sus compañeros, a ese material que produjeron juntos y al que él quiso rescatar del tiempo invitando a Fermín Eguía a trabajar sobre las fotos. Las acuarelas del artista cierran cada grupo de fotos, como un broche, como si el lenguaje de la plástica pudiera quitarle a la fotografía la precariedad que le da su matrimonio con las coordenadas de tiempo y espacio. Apenas se nota que son acuarelas, tal vez algún artificio, alguna síntesis sobre los protagonistas que arrasaron en los saqueos, se enfrentan al poder del fuego en una composición que recuerda un clásico de Goya o convierte al helicóptero en que huyó el ex presidente en un insecto al que podría aplastarse con un zapato. El texto abre el libro, las acuarelas lo cierran, pero en el interior viven los acontecimientos reclamando su continuidad, su desarrollo, en el medio están las ansiedades y los alaridos de quienes todavía no saben (no sabemos) en que se han (nos hemos) transformado. Pero la crisálida se rompió un día y ese estallido dejó tendidos demasiados cuerpos como para cerrar las preguntas. Este libro nació de la desesperación de un grupo de tipos que vieron demasiado y no sabían cómo transmitirlo hasta que nació esta idea, este recorte, que oportunamente dedicaron “a la memoria de los que soñaron ese día una Argentina distinta y no llegaron a ver el día después”. A ellos mismos. A todos nosotros.

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