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Domingo, 15 de diciembre de 2002

La cotidianidad en guerra

POR BEATRIZ SARLO

1TARDE DEL 19 DE DICIEMBRE. La luz todavía es muy intensa e ilumina, hasta quemarla, la figura de un joven sentado en la vereda. Se lo ve por la puerta abierta. Pero lo principal de la foto está en el interior: cinco chinos, comerciantes en el límite de Fuerte Apache, todos con la mirada baja, desolados. Los más jóvenes de la familia están heridos, una chica lindísima, de remera blanca y labios pintados, un muchacho de jeans y remera azules. Una venda les cruza la frente y están sentados. Los tres mayores forman un triángulo, dos en primer plano, el tercero más retirado, detrás de un mostrador, contra las persianas bajas de lo que fue un negocio. Las miradas no se intersectan, sino que trazan una red familiar, tanto como las manos que tocan, con levedad, los cuerpos. Contención oriental, sin gestualidad exagerada, sin rictus. Milagrosamente, sobre un armario, quedan dos tazas de loza, intactas. La mujer mayor apoya su mano sobre el hombro izquierdo de la más joven; desde fuera de cuadro, otra mano se apoya sobre el hombro derecho. Ese fuera de cuadro se puede suponer ocupado con basura, piedras, ladrillos, restos destrozados, cosas que ahora son nada. Vendrá la noche, pese a la reverberación todavía intensa de la luz, y con la noche la inseguridad y el desconsuelo. Los chinos inmigrantes acaban de llegar de un hospital a su negocio que ya no existe, pero que existió en ese lugar de gente dura, comerciantes tensos que pueden convertirse en vengadores con armas de todo tipo. Son pioneros fracasados y en quiebra porque se les ocurrió inmigrar, hace diez o quince años, a un país que ahora está también en quiebra y ha llevado al fracaso a millones. El círculo de la violencia los tocó, como no podría ser de otro modo. Ellos estaban allí, al alcance de la mano, rodeados de algunos miles de pesos en objetos de los que otros no dispondrían jamás sino por el robo. Círculo vicioso que ellos no trazaron, que los envolvió como envolvió, también, a sus saqueadores. La foto tiene fijeza y estabilidad; el fotógrafo, seguramente parado en medio de objetos destruidos, ha tenido tiempo para contar una historia, la del fracaso argentino de las nuevas migraciones.

2ULTIMA SEMANA DE
DICIEMBRE, SOBRE AVENIDA DE MAYO. Las cortinas que todavía quedan están bajas, como las del Hotel Avenida. Contra esas cortinas metálicas negras, un hombre de más de sesenta años, vestido con una perfección inusual: traje oscuro cruzado, camisa blanca, corbata bordó, pañuelo en el bolsillo, zapatos lustrados. Es extravagante tanto atildamiento en el verano porteño, y más raro todavía en esas noches donde todo está conmovido y fuera de cauce. El hombre posa para el fotógrafo que lo ubica en el centro mismo de la imagen, como para mostrar que se trata de una toma hecha con cierta tranquilidad, iluminada y nítida, sin los movimientos que son una marca de las fotos en esos días, sin la expresividad desesperada de la instantánea. Más bien parece un momento de extrañeza, un personaje que capturó al fotógrafo y me captura por su extravagancia, su inmovilidad en medio de un río agitado, su sentido del decoro. La foto tiene algo excepcional, porque muestra lo que todo el mundo piensa que en esas noches ha desaparecido: un orden rutinario, o la conversión en rutina de lo inesperado. Porque, en efecto, el hombre trajeado de la foto tiene una escoba en la mano derecha. Ha barrido la vereda, donde no queda ni un resto de vidrios, palos, maderas, botellas o papeles. Impoluta, la vereda del Hotel Avenida es un espacio inverosímil en la noche de diciembre, un espacio abstracto, porque lo concreto de esas horas pasa por el desorden, el amontonamiento, la basura, lo roto. Sin embargo, contra toda sensatez, el señor de traje oscuro ha barrido la vereda del hotel donde trabaja y quedó parado contra la cortina, testimoniando para la foto la convicción voluntariosa de que las cosas no tuerzan su rumbo, por lo menos en los diez metros que son su dominio o el de sus patrones. La forma en que está plantado, con los dos pies firmes ysimétricos, la espalda derecha y la mano sobre el mango de la escoba, lo convierte en el único soldado de un batallón inofensivo. Alrededor, en el fuera de cuadro, el centro de la ciudad se hace añicos.

3AVENIDA DE MAYO, DICIEMBRE SIN FECHA PRECISA, NOCHE. La represión, los gases, una calle desierta. Pasaron los manifestantes, pasó la policía. El enfrentamiento se deslizó hacia otra parte en esas noches donde la gente se separaba con una facilidad mercurial y se reunía otra vez, como atraída por un imán. En esos tiempos vacíos, que vaciaban el espacio, cuando todo había transcurrido y sólo debía esperarse que volviera a suceder, ella, la chica de pollera corta y sandalias, salió a pasear su perro. Es curioso: está vestida como si fuera una manifestante. Tiene la cara tapada con un pañuelo negro y un bolso, también negro, colgando en bandolera. En realidad, parece la estilización de una manifestante de los años setenta, hecha por un diseñador de ropa y representada por una modelo. Ella ha debido salir a pasear su perro, que también tiene el hocico tapado por un pañuelo, porque las armas que se usan contra las personas tampoco perdonan a los animales. Su departamento está muy cerca, pudo haber visto todo desde su ventana, quizás haya tirado alguna botella hacia la calle o agitado alguna bandera, o simplemente ha tenido miedo. Pero, en algún momento, la acción se fue a otra parte, como sucedió durante esos días de diciembre, cuando la espontaneidad, el entrenamiento de cancha de fútbol, la dureza motoquera o rockera, el desprecio por la vida, la indignación y el coraje se mezclaron sin plan. La chica de la foto ha aprendido en pocas horas a componer un uniforme civil de batalla callejera, que le tapa la cara, porque el olor ácido del gas todavía flota sobre la calle, con el exceso característico de una represión librada a sus reflejos más duros. El pañuelo que cubre el hocico del perro es el momento bizarro de un cotidiano de violencias. No pasa nada en la foto de esa calle desierta, y sin embargo el pañuelo negro, que hace juego con la remera, como precaria máscara antigás, habla de lo que pasó y seguirá pasando. Al mirar la foto, cualquiera puede imaginarse a la chica, con su bolso y su pañuelo, pero sin su perro, al día siguiente, en otra instantánea de diciembre.
Todavía no se castigó a los represores de esos días, ni a los responsables de aquello que rodeó a este espacio desierto.

4FERMIN EGUIA, “LA FUGA”. El helicóptero es un insecto, una libélula mecánica que planea sobre la Casa de Gobierno de donde está huyendo el Presidente. Contra el cielo tormentoso (más nublado que el que aparece en las fotos), la arquitectura rosada ha quedado desierta; sólo tres ventanas iluminadas, donde el jefe de Gabinete termina de juntar los últimos papeles. El insecto mecánico, que imaginó Fermín Eguía con enormes ojos globulosos, se lleva a un presidente ciego. Nadie sabe qué va a pasar después. Detrás del helicóptero, se ha puesto a brillar un sol nocturno e imposible que no anuncia nada.
¿Quién puede adivinar los días que vendrán? La Argentina ha quedado partida en pedazos; el desalojo de un presidente marca el tope de lo que se ha conseguido. No es poco, si se piensa que todo fue una marejada, que removió hasta la novena ola, la que está más profunda e invisible. Como sea, en los meses que vinieron después se supo que la herida había tocado el hueso hasta descoyuntarlo. Somos una sociedad partida, donde no vale ningún pacto. Argentina tocó el límite de su disolución cuando se liquidaron responsabilidades, obligaciones de solidaridad y de cuidado. La sociedad se desató. La palabra desatar tiene que ser leída en todos sus sentidos.

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