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Domingo, 15 de diciembre de 2002

Los célebres clamores

Por Horacio González
Todo hecho político puede estudiarse según la proporción en que carga un enigma y un develamiento. El 19 y 20 de diciembre tiene más de enigma, y quizá proyecta su contraste sobre el 17 de octubre, que tenía más de develamiento. Los acontecimientos de diciembre, en primer lugar, son dos ideas articuladas por un perno invisible. Tienen una noche y un día. La noche es súbita, sorprendente, confluyente. El día es insurreccional, sangriento, acometedor. El 19 y 20 empuja más allá de los límites. El perno que une el capítulo nocturno con el diurno es la memoria concentrada de las puebladas urbanas, la forma centrípeta de la historia nacional. La Plaza de Mayo, que se busca en cualquier otro mes que sea.
Esos dos días corrían la frontera de la política con un hondo resumen didáctico de los que en los años anteriores —por ejemplo, los setenta— precisó de muchos días y muchas noches. La dialéctica oscura entre la enorme energía social diseminada y violencia represiva posterior eran dos obleas pegadas por el dorso con absoluta inmediatez. No había Estado. Había policía. Había bancos. No en horario de atención, sino en horario de trinchera. Las cámaras filmadoras de los bancos no imprimían otras imágenes que las de las guardias privadas que disparaban desde adentro.
Esos dos cuerpos ensamblados del 19 y 20 de diciembre pueden haber tenido un vértice en los gases lacrimógenos que desconcentran a la muchedumbre ya entrada la madrugada del día 20. Describían una desganada curva humeante desde la Casa Rosada; eran el último decreto del gobierno en retirada. Habrá que hacer la crónica de los escuadrones que gobernaron las horas subsiguientes, del gobierno cruento que un policía trastornado instaló por dramáticos minutos en una estación de servicio del barrio de Floresta.
El texto de esos días cabe en una sola frase: que se vayan todos. El célebre clamor contiene un dilema, pues es sólo operativo a través de traducciones, pero traducirlo parecería menguar su fuerza concluyente. Puso en estado de provisoriedad todo el régimen social argentino, pero ninguna institución corroída del ciclo anterior dejó de actuar con su mismo modo anterior. La máxima nitidez que jamás adquirió un dictamen colectivo podía ser desoída. Debido a eso, una interpretación literal del “que se vayan todos” proyecta en el año transcurrido un saldo de desilusión. En cambio, su perdurable encargo resuena en la historia nacional como estado de tácita latencia de lo que siempre el hombre social tiene para decirle al régimen político. Anuncia entonces, como el “oíd mortales el grito sagrado”, un estado de canción colectiva, un llamado a que se oiga por parte de los que también quieren escucharse a sí mismos, puesto que son los que cantan.
Las asambleas, las fábricas reintroducidas autónomamente al circuito productivo, la visión de la ciudad como un ser viviente a ser rehabilitada en sus lugares yermos, son los hijos dilectos del 19 y el 20 de diciembre. A un año de esos acontecimientos, entre el éxtasis y el luto, esta epopeya de criaturas desguarnecidas ha cambiado al país aunque parezca que poco o nada ha cambiado. Cambio recóndito, entonces, que puede ser más notorio en esos antiguos pedazos de las instituciones argentinas, que perduran en la pacotilla de un tiempo prestado, que en las cartillas que se apresuran a atribuirle un sentido de mano única a unos acontecimientos tan singulares, ramificados y multiformes.

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