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Domingo, 10 de mayo de 2009

Nada es tan importante

Escritor egipcio, criado entre Italia y México, Fabio Morábito se inspiró en Silvina Ocampo para su colección de cuentos difíciles de clasificar.

 Por Luciana De Mello

La lenta furia
Fabio Morábito

Eterna Cadencia
110 páginas

Finalmente la lengua literaria es una lengua extranjera, quizá la lengua extranjera por excelencia, afirma Fabio Morábito al hablar de sus condiciones de producción, convirtiendo esta definición de la lengua en su documento de identidad literaria. Morábito nació en Egipto, se crió en Italia y al llegar la adolescencia se mudó a México, país en el que aún reside. En una filiación que remite a Kafka, Conrad o Nabokov, Morábito no eligió su lengua madre para producir literatura. Los resultados son interesantes, la conciencia del uso de una lengua u otra plantea obstáculos que, si son bien sorteados, producen textos inclasificables.

La lenta furia se consume rápido: nueve relatos narrados con una prosa consciente de sí misma, cuidada y pensada para que el concepto y la forma del cuento logren una armonía eficiente, poseedora de un estilo propio pero que sin embargo propone desde el principio una clave desde donde leerse: el epígrafe con el que abre el libro es de Silvina Ocampo. “Ninguna cosa es más importante que otra” reza a modo de apertura este libro de cuentos, y entonces el título elegido por Morábito comienza a sonar conocido. La furia fue sin duda uno de los libros más trascendentes en la producción de la menor de las Ocampo, y Morábito no sólo propone este emparentamiento nominal sino que también elige, en su mayoría, el género fantástico para hablar de las palabras y las cosas.

Fabio Morábito se define como cuentista pero además —y ante todo— es poeta, de ahí que su obra esté signada por una observación intensa del mundo de los objetos y su sustancia. La mirada es constructora de sentido, al igual que lo son la lectura y la traducción: temas que no quedan fuera de los cuentos de Morábito, temas que ya no pueden leerse sin entrar en Borges. Morábito conoce el oficio del traductor (ha traducido la obra completa del poeta italiano Eugenio Montale) y se ocupa de plasmarlo en el cuento más borgeano de todo el libro: Los Vetriccioli, una familia de traductores que, al igual que la Biblioteca de Babel, va multiplicándose hacia el infinito. “Tengo en mi casa un vetriccioli del 42: sus lecturas provocan ni más ni menos que la muerte del autor, a tal punto que las nuevas generaciones de traductores terminan por asesinar a sus maestros.” Siguiendo esta ruta “sureña”, los cuentos El turista y Mi padre son los que de manera más manifiesta vuelven la atención hacia los objetos que, como en Los objetos de Silvina Ocampo, hacen estallar el sentido y consecuentemente la cordura de quienes los rodean. En el primero hay un viajero que en vez de llegar a su destino en París, queda varado por la observación ridícula de una mosca que se afincó a vivir en una cocina. Toda la materia tiene infinitas posibilidades de ser vista, depende del observador que las traduzca.

“Ninguna cosa es más importante que otra”, sentenció Silvina Ocampo, y Morábito parece estar de acuerdo —ya en su libro Caja de herramientas el autor se dedica, con la meticulosidad de un artesano, a definir y disertar sobre un martillo, una pinza o un destornillador—. Sin embargo este status igualitarista de la materia no puede aplicarse con imparcialidad sobre todos los relatos que conforman La lenta furia.

El libro tiene sus puntos altos, y otros que no lo son tanto. El declive llega en los momentos en que a través de la escritura se filtra el mensaje del poeta, como si hubiese una verdad que el texto se aprestara a revelar, quitándole la contundencia de la escritura de la observación, que sin embargo se despliega en gran parte de los cuentos. Esta quizás es la razón por la que lo fantástico no termina de asombrar, y la furia no acaba nunca por montar en cólera. La furia va acumulándose lenta en cada personaje, objeto o escenario que se describe pero al llegar al final sólo se percibe en cuanto que es narrada. En Oficio de temblor, cuento con el que cierra el libro, lo último que se siente es el detonar de un terremoto. Quizás este libro sí sea clasificable pero aun así, La lenta furia consigue incomodar, obliga a la digestión lenta de una obra que abre interrogantes sobre cómo contar ese pliegue inevitable del hombre por donde en uno u otro momento escupirá su lava acumulada.

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