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Domingo, 21 de junio de 2009

Sin peñas

La muerte de Fernando Peña el miércoles pasado despertó una tristeza tan peculiar como él: cientos de miles de personas que eran sus oyentes desde hace más de una década, y con los que había entablado esa intimidad única que da la radio, de pronto sintieron no que habían perdido a una persona querida con la que compartían sus mañanas, sino a siete, ocho, una docena. Milagritos López, Sabino, Palito, Reboira Lynch... Tal era el talento con que Peña les había dado voz y vida. Por eso, por encima de sus declaraciones polémicas, de las provocaciones, del show tanático y de la exposición de la enfermedad, Radar despide a todos esos personajes irrecuperables que revolucionaron la radio y que se fueron junto a él.

 Por Natali Schejtman

Fernando Peña tenía una entrega total al espectáculo. En una especie de lucha contra la intimidad, llevó a la radio el drama y la interpretación actoral e hizo también de su relación con la enfermedad un objeto mostrable, con más y menos maquillaje (desde Esquizopeña, una de sus obras de teatro más vistas hasta el documental que estaba grabando en sus últimos días sobre su lucha contra el cáncer).

La historia de la irrupción de Fernando Peña es conocida y no por eso menos colorida. El continuaba con su servicio como comisario de a bordo, pero ya estaba cansado, y entonces aprovechaba esos micros comunicativos que surgen en cualquier viaje para desplegar su sinfonía de personajes. El más conocido fue Milagros López, pero también desfilaron por allí Susan Müller, una alemana sexy y comehombres; un cubano estridente o un argentino que luego se convertiría en el célebre Rafael Orestes Porelorti. Sin embargo, fue la cubana la que conquistó el corazón del pasajero Lalo Mir, quien pidió desesperadamente conocerla en varias oportunidades hasta que se encontró cara a cara con el hombre detrás de la dulzura caribeña (ver recuadro).

Fernando Peña aterrizó en la radio, el hábitat en donde logró expandir y conectar a sus criaturas entre sí y con el mundo. Pronto llegaría al teatro y escribiría un libro sobre su experiencia como comisario de a bordo (Gracias por volar conmigo), además de generar uno sobre él (Las siete vidas de Fernando Peña, de Mariana Mactas). Durante sus inicios, estuvo con Lalo Mir y con la Negra Vernaci, sus padrinos en el medio. Lalo dimensiona así su ingreso al mundo radial: “Lo dio vuelta, la rompió en mil pedazos, hizo lo que no era políticamente correcto. Y también irrumpió con su temeridad... Era una persona multiplicada en personajes, todos ellos caminando por un filo sobre un barranco mil metros abajo”. Primero fueron grabaciones en cassette y después empezó a ir en vivo: “Empezó a meter la otra ficha. Apareció de repente Celestino, el marido de Milagritos. O el oficial Brown. Y empezó a explotar, a quebrar el espejo en mil pedazos. ¡Y no me avisaba!”.

Como era de esperarse, llegó el momento del show propio, Grafitti. Y luego pasó a hacer El Parquímetro, su programa emblema que condujo prácticamente hasta el final, junto con su co-conductor Diego Scott y los columnistas Martín Lipszyc y Juan Butvilofsky. Diego Ripoll fue uno de sus primeros coequipers y el que le insistió para pasarse a la Metro, donde estuvo –interrupciones mediante– durante casi una década: “Yo encontré en el juego la clave para seguirlo. Fernando tenía una noción de timing radial impecable. Y yo con él jugaba, como cuando uno es chico. Quizás él estaba hablando con Palito, y de repente se escuchaba al aire el ruido de las pulseras que usaba Fernando, entonces yo aprovechaba y le preguntaba algo a la Mega. Pero no había método alguno. Y en todos los años que trabajé con él no pude descifrar lo que hacía y cómo. Tenía una mente prodigiosa dividida en esos personajes. Su cabeza era una multiprocesadora y yo trataba de ser la unión de ese vitreaux. Más de una vez me llegaron a preguntar si yo también era un personaje de Peña”.

Sebastián Wainraich trabajó en el equipo en esa misma época, primero en Metro y después en Rock and Pop. Y justamente habla de uno de los consejos que le dio, para poder afrontar su rol de productor, el operador Javier Bravo: “Hay que seguirlo”. “Ese consejo me sirvió. Con Peña me saqué todos los prejuicios, y me di cuenta de que tenía muchos del tipo ‘con estas cosas no se jode’, si bien siempre me gustó el humor negro. El iba más allá y yo me terminaba riendo. Para él, el límite lo ponía el oyente o espectador, que apagaba la radio o se levantaba de la función. Aprendí un montón con él. Es muy difícil explicarlo con palabras. Yo venía con una cabeza muy radial y un poco cuadrada, y me di cuenta de que el desorden a veces puede estar bueno. De hecho, él me dijo hace poco, cuando se cumplieron los 10 años de El Parquímetro: ‘Vos me querías hacer tener secciones’. De los personajes, yo tenía muy buena relación con Palito y con Sabino. En esos años, a los 25, me había ido a vivir solo, y Peña me llamaba para hacerme esas voces: Sabino me preguntaba si necesitaba que me hiciera una instalación eléctrica, Palito si podía llevar una mina... El es un antes y un después en la radio. Si en el mundo existiera otro así, nos habríamos enterado. Sería famoso a nivel mundial.”

El medio radial genera una especie de comunidad con los oyentes. Esa cercanía inefable, probablemente inexistente en otros medios de comunicación, producto de varias horas de escucha al día y de cierta transparencia que se da entre los que hablan y los que escuchan. Si bien Peña tejió el artificio hasta el borde de lo humano (¡era como 15 personas interactuando!), esa especie de falta de pelos en la lengua, además de toda su aura como icono, explique el agujero negro que están atravesando sus seguidores. Quienes compartieron con él parte de su trabajo o su vida, no ocultan su tristeza.

Su co-conductor actual, Diego Scott, vive en el universo de El Parquímetro desde los inicios mismos. Su entrenamiento en la interacción con todos los Peñas tuvo mucho que ver con observar a Ripoll desde el detrás de escena, cuando él era productor junto a Wainraich. El, en realidad, trabajaba en Radio América y un día fue a pedirle unos separadores “al que hace de Milagritos” y se quedó fascinado por esa parafernalia individual. Peña le preguntó qué hacía y él empezó con unas columnas de economía (!), cuando el programa se gestaba a pura estridencia y densidad. Luego pasó a ser productor (con algunas apariciones al aire, como Wainraich) y tiempo después, se convirtió en un hombre indispensable del conductor y sus criaturas: “Me parecía lo más divertido del mundo imaginarnos cada cosa. Si Milagritos decía ‘Ayer estuve con una amiga’, yo enseguida le preguntaba ‘cómo se llamaba’ y ahí seguíamos. No había límites. Nunca me pasó que le preguntara algo y que no hubiera respuesta. Era seguirlo, tirarle cosas, alimentar la conversación”.

Carlos Ulanovsky todavía se acuerda de cuando escuchó por primera vez a Dick Alfredo, el mexicano que disparaba dardos fascistas desde la FM. Estaba indignado, e incluso debe haber comentado con otros acerca de este polémico personaje radial, hasta que descubrió de qué se trataba todo: “Verlo trabajar era algo impresionante. Porque para hacer lo que él hacía no sólo había que tener una garganta de oro, sino también un punto de vista extraordinario. No se equivocaba nunca. Por el aspecto vocal, podría establecer una relación con Tomás Simari. Pero en cuanto a cómo él componía los personajes, el armado artesanal y primoroso que hacía que tuvieran un cuerpo, tengo que mencionar a Niní Marshall”.

Ulanovsky cuenta, además, un debut radial anterior al de Lalo que Fernando repetía. Se remonta a su niñez. Como “hijo de”, acompañaba a su padre, el periodista deportivo Pepe Peña, a Radio Rivadavia. El, un niño impaciente y ansioso, se quedaba esperándolo, hasta que uno de sus reclamos salió al aire: “¡Papá, me estoy meando!”.

Esa sería la primera de una larga lista de intervenciones hilarantes, en radio, televisión y aquello que se considera “la opinión pública”. En sus primeros años de aparición mediática, el asumido Fernando Peña tuvo un protagonismo radical en la aparición de la homosexualidad como tema que debía ser naturalizado. En los últimos años, Peña tenía una obsesión por aparecer tanto como sus personajes, no perderse entre ellos. “No sé, no lo hablé con él”, dice Lalo. “Calculo que él se puso celoso de sus personajes. El era muy saltimbanqui, muy cambiante de opinión, en cambio los personajes eran coherentes. Peña desorientaba, los personajes no.” Scott agrega: “Yo creo que él tenía muchas facetas. Por un lado era genial lo creativo que era y lo que podía hacer con los personajes; por otro lado, quería que el mundo fuera como a él le parecía justo que fuera, quería decir lo que le parecía mal. Con los personajes no lo podía hacer porque se cagaban de risa. Pero tenía sus épocas: a veces estaba más peleado con sus personajes, a veces más amigado. El no quería que se olvidaran de él, de que estaba él en el medio”.

Generoso con sus colaboradores, obsesivo en los detalles y, sobre todo, muy muy muy humano, Fernando Peña volvió a meterle espectacularidad a la radio, entre otras cosas. Ripoll no lo duda: “Fue el que reinventó el espectáculo en radio, le devolvió la verdadera magia. Logró algo maravilloso: la gente no se podía bajar del auto. Generaba esa cosa mágica, tenía la habilidad de hacerte creer cosas que sólo ocurrían en tu imaginación. Te hacía volver a ese estado naïf, infantil, de creer que ellos existían. Le metió arte a la radio. Pero yo creo que todo lo que hacía estaba en función de otro objetivo: estimular las libertades, que realmente vos hicieras lo que quisieras hacer de tu vida”.

Ulanovsky describe esta cualidad teatral del estilo Peña: “Yo tengo la hipótesis de que la radio se parece mucho al teatro, tanto que algunos lo han llamado teatro de la mente. Alberto Migré decía que cuando él decía ‘rojo’ en el marco de un radioteatro, cada uno elegía qué tipo de rojo quería ver. Fernando Peña daba esa posibilidad al oyente, la de terminar de abrazar a los personajes cada uno por su cuenta”.

Lalo, por su parte, sintetiza uno de los grandes aportes de Fernando Peña, invaluable para todo el público. Un mensaje que firma su insignia: “Es posible hacer cosas que antes no se podía hacer... Eso es muy importante”.

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