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Domingo, 2 de agosto de 2009

ENTREVISTAS > JORGE LARROSA PRESENTA POSTALES TUMBERAS

Letras libres

Reconocido antes que nada como letrista de Andrés Calamaro en la época post-Salmón, esa que los llevó al terreno de la alta toxicología, los bajos fondos y el mundo de los excluidos y la cárcel, Jorge Larrosa acaba de publicar su primer libro. Entre la ficción verdadera y la crónica novelada, Postales tumberas (Aguilar) cuenta los episodios alrededor de una célebre fuga de 1994 para retratar con ductilidad, suspenso y un idioma propio la vida adentro y afuera de eso que no por nada llaman tumba. En esta entrevista, habla del mundo sobre el que echa luz, los códigos rotos en las últimas décadas, los cambios en los delincuentes y esa constante que hace cuarenta años no cambia: la policía.

 Por Juan Pablo Bertazza

Hay frases, hay ideas en la verborragia de Larrosa que encuentran destino de loops. Las desgrana de una manera tan especial –apoyándose en metáforas, imágenes, bromas, gestos, sonrisas parciales y frases hechas partidas en pedazos– que, a medida que las va repitiendo, lejos de desgastarse, parecen ir tomando más color, mucho más sentido. Conclusiones que trascienden el tema carcelario para salir al afuera, ahí donde se entrecruzan todos los tópicos que tienen que ver con la necesidad, la exclusión, el encierro y la falta. Tres conclusiones, al menos, pueden apuntarse luego de hablar con él, tres conclusiones que pueden llegar a armar el rompecabezas de la Argentina de verdad, es decir, el que incluya también los pedazos de una Argentina desarmada que, a veces, necesita armarse sola para poder sobrevivir. Tres conclusiones donde se muestra que a veces la experiencia crea su propio lenguaje:

1) es un alivio dormir para poder soñar con la libertad aunque, al mismo tiempo, hay que tener cuidado de no cajetear, la peor manera de volverse tumbero; 2) en tierra de tigres hay que aprender a ser zorro para después recién empezar a ser tigre; 3) hay que saber perder, y una vez adentro alejar los pensamientos obsesivos pero nunca permitir que la prisión cobre realidad por sí misma, porque así todo lo que se dejó afuera puede empezar a esfumarse.

Cajetear es volverse autista, llenarse de pastillas, morderse la cola pensando únicamente en la causa por la que uno quedó adentro; la de los tigres es la deliciosa metáfora que usa Larrosa para dar cuenta de los presos que caminan de lado a lado de su jaula; saber perder es tener en cuenta que, para un ladrón, no hay grises: es todo blanco o negro porque el verdadero ladrón, el revolucionario urbano, en términos de Larrosa, es aquel que no comete el crimen si no está dispuesto a pagar la condena.

Todos esos puntos despliega Postales tumberas (Aguilar), el flamante libro de Jorge Larrosa que se centra en el personaje del Zurdo –alguien que entra en la cárcel y va pasando de testigo a colaborador de un gran acontecimiento– para hablar de los verdaderos protagonistas, un libro que habla, finalmente, de una fuga que adquirió ribetes míticos –aquella del 18 de septiembre de 1994, cuando La Garza Sosa, el Gordo Valor, Emilio Nielsen, Carlos Paulillo y Julio Pacheco se escaparon del penal de Villa Devoto– para hablar también de la vida en la sombra; una novela con algo de crónica y mucho de poesía prosaica que habla de las tumbas de la vida para indagar en los restos de vida que puede haber en la muerte, un libro donde, a menudo, el adentro y el afuera, los buenos y los malos, se confunden más de la cuenta porque, tal como dice Larrosa, “la ignorancia y la falta de educación es lo que provoca mayor delincuencia”.

Pero en Larrosa una frase nunca viene sola. Y en este caso, las frases que siguen despliegan un preciso mapa de la situación actual: “El epicentro de los delitos siempre es una comisaría; además, en estos momentos, una salidera o un robo a un banco sólo se pueden hacer en zonas liberadas. Con tanta cámara y tanto vidrio que hoy tienen los bancos, si la policía no llega es porque alguien interviene para que no lo haga”.

Sólo hay dos palabras, dos ideas que, en el fluir discursivo de Larrosa, tienen un valor absoluto, sin matices ni adornos: el respeto y la libertad, dos valores que constituyen, en su conjunto, el norte y la brújula. Pero es imposible dejar de tener en cuenta que la publicación de un libro como éste conlleva mucho riesgo en tiempos en que muchos reclamos apuntan a la inseguridad, a tal punto que esas mismas voces desbarrancan, a menudo, en pedidos fascistas y, aparentemente, ya superados, como la pena de muerte.

“La editorial, más que nada, se está jugando mucho porque esta historia fue contada desde la vereda de enfrente, digamos, a la de Blumberg. Pero tampoco hago una apología del delito ni pretendo crear superhéroes, simplemente muestro sus virtudes y sus defectos, aunque destacando una gran virtud que es la de saber escuchar: yo te aseguro que puede haber mucho más respeto entre dos delincuentes que entre un alumno y una maestra, porque al otro día, inclusive, puede aparecer el padre o la madre en la escuela para insultarla o pegarle”, explica Larrosa.

CODIGOS DE BARRAS

Entre todas las enseñanzas que va recibiendo el Zurdo en esa especie de educación sentimental alternativa que cuenta Postales tumberas hay una que condensa el valor de los códigos: apenas vuelve a la calle, el Zurdo sale a caminar junto a su experimentado amigo el Negro. Desesperado por el hambre, el Zurdo ve a un muchacho con pinta de laburante y le pide todo lo que tiene. Basta una mirada del Negro y la frase “Devolvele todo” para que el Zurdo efectivamente le devuelva las cosas luego de pedirle disculpas y grabarse a fuego aquello de que no hay que robarles a los laburantes ni a los viejos ni a los pibes.

¿Cambiaron, como tanto se oye decir, los códigos de los delincuentes?

–Yo creo que sí, sobre todo porque hubo cambios en toda la sociedad. Igualmente los códigos, que no son otra cosa que el respeto, siguen vigentes entre quienes, como sucede con algunas bandas de piratas del asfalto, aún hoy aportan dinero para donar a hospitales de niños. Ese respeto era algo muy instaurado entre los chorros de antes, y el respeto entre delincuentes también se traslada a los hijos. Vos fijate que hay muy pocos delincuentes cuyos hijos también lo sean porque hacen todo lo posible para que no pasen el frío y el hambre que ellos mismos sufrieron. También en la policía existía, antiguamente, una lealtad hacia el enemigo: si te entregabas no te iban a matar, como sí empezó a suceder a partir de la década del ’80, que es el momento en que surgen las superbandas, justamente como consecuencia de la pérdida de códigos en la relación entre policías y ladrones.

¿Ya no hay más superbandas?

–No, ahora son otra cosa, ya no abundan esos grupos de gente en los que todos eran capaces de pensar y nunca, nunca robaban gallineros sino la empresa avícola, el lugar donde estaba la plata, el banco. No los impulsaba la triste necesidad de conseguir un poco de droga. Y, si bien insisto en que no quiero hacer de ellos héroes, hoy es común que los pibes salgan al tun tun y maten a uno al voleo. Eso es inseguridad, pero no hay que olvidarse de que la inseguridad viene de la falta de prevención y de educación. Si los caballos pensaran no existiría la equitación, es simple.

¿Y cómo se manifestaron esos cambios en las cárceles?

–Si bien no sucede en todos los casos, hoy hay penales que están muy cachivaches porque ahora, a veces, las armas son usadas por los presos para matarse entre sí; antes una faca servía para fugarse, para ganar la calle; hay muchas muertes en los penales que nadie registra. Algunos dicen que también pasaba en los ’60 y ’70. Sí, puede ser, pero el hecho de que ahora siga pasando significa que no existen políticas capaces de contrarrestar eso. Es decir, a los presos hay que enseñarles a pescar, no subsidiarlos.

¿Qué otros cambios notás que hubo en la policía?

–Yo creo que la policía, a partir del año ‘76, al volverse un instrumento más del gobierno de facto (hablo, sobre todo, de la Bonaerense de Ramón Camps) descubrió un nicho que todavía hoy sigue ocupando, un nicho que le aseguró tantos privilegios y tanta impunidad que, una vez que volvió la democracia, nadie pudo frenarla. Nuestro problema como sociedad es que siempre criticamos a la policía pero nunca dijimos qué tipo de policía queremos ni tampoco nadie nos pudo decir qué tipo de policía necesitamos. Pero no puede ser que siga pasando eso de que un policía borracho le pegue un tiro a un nigeriano sólo por racista. No hay dudas de que la policía de hoy es la misma policía de antes. El problema es que Macri, que ahora tiene el síndrome de Estocolmo, se pone hablar de nueva policía y su ejemplo es el Fino Palacios. Me parece que tendría que reverse bien aquello de que un tipo como ése pueda formar la nueva policía; en todo caso el Gordo Valor podría ser un muy buen jefe de seguridad y el Cacho la Garza mucho más todavía. Ahí no se escapa un preso más porque se las conocen todas...

¿Y las causas por las que hoy alguien queda preso son las mismas que antes?

–Lo que se mantiene es que sigue cayendo el pobre. Otra presa fácil son ahora los pibitos de 18 años que hacen bardo porque están dados vuelta. Lo que sí debería cambiar es el caso de los vendedores de paco, porque caen presos pero salen enseguida. El tema es que piden peritaje técnico y, como lo que venden no tiene droga ilícita –venden amoníaco y solvente más que nada, pero el tema es que todo eso entra en el organismo a más de 72 grados de temperatura, en forma gaseosa, y te revienta el cerebro–, el delito no aparece legislado y siempre zafan. Creo que ahí debería funcionar algo así como la figura de la estafa, porque lo que hacen no es venderte droga sino un preparado cualquiera, carne picada de perro. Lo cierto es que si vos querés cambiar el tipo de preso tenés que cambiar el tipo de policía.

¿Cómo te parece que se trata el tema cárcel en la televisión?

–Tumberos tenía demasiada ficción. El personaje ese del poronga que vivía con un travesti me parecía, por ejemplo, muy fuera de época, porque ahora existe la visita higiénica y el preso tiene su familia y suele ser muy fiel a ella. También me parecía muy violento eso de los presos matando presos: eso pasa, sí, pero casi siempre por los bártulos que les hacen perder la conciencia de la realidad y en Tumberos no había bártulos (la medicación que provee el Servicio Penitenciario). Después se van al carajo con lo de las brujerías y eso de que los presos salían y no sabían cómo caminar por la calle: al preso le puede quedar el paso del preso pero aunque hayan hecho un edificio nuevo siempre va a recordar el camino.

¿Y el programa Cárceles?

–Me parece que están bien hechas las preguntas pero a veces encuentro problemas en la gente que seleccionan para hablar: el otro día mostraban cómo uno le limpiaba las botas a un guardiacárceles y el tipo decía: “Lo hago porque me hacen sentir bien acá”. Ese tipo perdió la brújula, se olvidó de que está preso.

EL BOCHO DE LA ZURDA

Si bien Jorge Larrosa, que tiene una amplia experiencia como letrista de Andrés Calamaro (“Nos volveremos a ver”, “La ranchada de los paraguayos”, “Mancada en la Pampa”, por poner algunos ejemplos), hace una distinción tajante entre las canciones y los libros –“escribir una canción es poner en práctica el poder de síntesis, escribir un libro es poner en práctica una descripción total”– las conexiones entre ambas prácticas existen no sólo porque Postales tumberas desarrolla exhaustivamente la temática de la mayoría de sus canciones sino también porque su propio origen está muy ligado a una canción: “Cuando hago ‘El bocho de la zurda’, consigo el teléfono de la persona a la cual me refiero en la canción (uno de los creadores de las superbandas, alguien de códigos antiguos) y le cuento que Calamaro está por grabar la letra. Nos reunimos los tres en casa de Andrés, y un tipo duro y profesional como el bocho de la zurda agacha la cabeza, se emociona. Después llega el Bahiano y, de repente, él le dice: ‘Muchas gracias por lo que hizo por el karateca Medina’. El Bahiano ni siquiera sabía quién le estaba hablando. Eso es el respeto, agradecimiento. A partir de eso, un día Andrés me tira la idea del libro y justo yo venía muy empapado con el tema de la fuga. Entonces, entre 2002 y 2003, escribo todo el libro pero se me jode el disco rígido y lo pierdo. Decí que, por suerte, me quedó todo en la cabeza. Vuelvo a escribir una parte y se lo doy a leer a Adolfo Aristarain, que me dice: ‘Qué bien que pinta, cuando esté terminado, dámelo’. Eso fue un gran estímulo”, cuenta agradecido Larrosa, una de las patas de ese trípode que, junto a Andrés Calamaro y el Cuino Scornik, componen los poetas de la zurda, el Movimiento Literario No Intelectual que tuvo su auge en la época de Deep Camboya y que, alguna vez, el propio Calamaro definió como “pensamiento en movimiento”. Si bien Larrosa dice que, ahora mismo, las responsabilidades de los tres no les permiten tener el tiempo necesario para pasar una nueva temporada en plan bacanal –“en una semana podían salir un montón de canciones, algunas buenas, algunas superbuenas y otras escuchables; había momentos que escribíamos diez canciones, yo entregaba mi letra a la mañana y Andrés, a la noche, me llamaba para decirme que ya tenía la música”–, todavía guarda el deseo de que, alguna vez, los tres juntos puedan escribir y firmar una canción, además de estar trabajando en un libro con anécdotas referidas a cómo nace el grupo en cuestión, “con algunas situaciones cómicas, otras duras, otras blandas, otras tristes, de personas que ya no están por razones de causa mayor o por razones de causa menor”, como él mismo cuenta.

¿Qué significó para vos el trabajo de los poetas de la zurda?

–Andrés tiene la facilidad para cantarle a la mujer, cosa de la cual yo carezco, Cuino es muy político y yo soy más social. Andrés puede cantarle a cualquier cosa, es un gran intérprete. Un día estaba con el Indio y le dice: “Qué bien canta Jorge”. “¿Lo escuchaste cantar?” “¿Pero no canta él en ‘Mancada en La Pampa’?” “No, soy yo” “Uh, cantás como uruguayo” Calamaro sabe interiorizarse en la letra y eso también es respeto. Para mí Calamaro es más que nada un buen ñeri, tiene las cualidades del ñeri: lealtad, no amura, siempre está. Yo del Cuino aprendí mucho cómo sintetizar y cómo jugar con las palabras. Andrés me enseñó a manejar los tiempos de las canciones, a no respetarlos literariamente. Puede hablar en pasado, presente y futuro y contarlo todo en la misma oración; entonces no tengo porque decir “ayer” ni “hoy”: De un tiempo perdido, a esta parte esta noche ha venido un recuerdo encontrado para quedarse conmigo. De un tiempo lejano, a esta parte ha venido esta noche... Es espectacular ese juego de palabras...

En Postales tumberas también hay un juego con el tiempo, a partir de flashbacks y algunas anécdotas sobre los mismos presos que cortan el hilo de la historia, y agregan misterio a lo que contás...

–Puede ser, el desorden comunicacional es propio de mí, por eso no sé si algún día podré describir algo en tiempo y forma, siempre lo hago fuera de tiempo y de forma. Cuento algo, me acuerdo de otra cosa y lo agrego porque me sirve para pintar mejor la situación de lo que estoy diciendo. Así, lo otro, que es secundario, pasa a ser principal, pero después lo saco y vuelve a ser secundario. Yo creo que Corona hace algo parecido con los chistes, “ahora me acordé de una cosa”; se va y vuelve.

También se nota en el libro una influencia de tu trabajo como fotógrafo. Como si aquello de las postales tuviera que ver con inmortalizar ciertos instantes, llenándolos de olores, sensaciones y reflexiones de acuerdo con diversos ángulos, como cuando por culpa del paria se cae la palomita retrasando el plan de la fuga.

–El título que quedó lo puso Calamaro; también barajamos Códigos rotos y Tierra de tigres. Quizá Postales tumberas sea un título muy cumbia villera pero es verdad que lo que hago es mostrar postales de la muerte en vida, de las tumbas de la vida. Los fotógrafos tenemos una mirada a partir de la cual hacemos un rectángulo de lo que observamos, con varios planos. Nosotros marcamos en nueve cuadros la zona áurea que, en un relato, vendría a ser lo más importante de lo que se cuenta. En la fotografía la zona áurea, que puede ser, por ejemplo, un rojo o un amarillo, es como el punto más alto del pentagrama. Yo soy un observador con indiferencia porque las cosas me quedan grabadas aunque, aparentemente, no les esté prestando atención.

Para terminar, ¿qué les dirías a los que piden la pena de muerte?

–Además de que hubo mucha gente que estuvo diez años presa por nada, por un error de la policía o de la Justicia, yo pienso que entre estar preso en una cárcel o internado en el Borda no hay mucha diferencia porque la cárcel también enloquece, si no fijate el caso de Robledo Puch. Está mal el concepto de “muerto el perro se acabó la rabia” porque siempre van a quedar 10.000 perros y una perra preñada. El tema es buscarle al perro un lugar, educarlo. Es interesante que la gente sepa que cuando se pide pena de muerte no se está solucionando nada. La perpetua en este tipo de cárceles es ya una pena de muerte, entonces para qué pedimos la pena de muerte si ya la tenemos. Por otro lado, el sufrimiento es una forma de pagar el delito cometido y está bien, pero el problema surge cuando el preso sale a la calle y sigue pagándolo... En definitiva, hablar de la cárcel es hablar de nuestra sociedad.

Postales tumberas
Jorge Larrosa

Prólogo de Andrés Calamaro
248 páginas
Aguilar

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Imagen: Nora Lezano
 
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