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Domingo, 9 de agosto de 2009

Lo tuyo fue Italia

 Por José Pablo Feinmann

Primero ella fue Sofia Scicolone. Lo fue durante todos sus primeros films en Italia. Era exuberante, apasionada. Tenía un cuerpo poderoso, caderas anchas, unos ojos bellísimos, una boca para besar con ardor y el colágeno no existía. Sobre todo tenía un busto indisimulable, que lucía con unos escotes que permitían ver cómo vibraban esas tetas jóvenes y meridionales, siempre brillantes por el calor, la transpiración y doradas por el sol de la bella Italia. Su nariz era imperfecta (según los cánones de los desfiles de modelos): terminaba en un pequeño gancho y la hacía todavía más deseable. Hizo películas como El oro de Nápoles, en 1954, y Lástima que sea una canalla, en el mismo año. En la primera se consagra como “la pizzaiola”. Su personaje hacía y vendía deleitables pizzas, esa hermosa comida popular que engorda y los dietólogos prohíben. Se veía que Sofia no podía evitarlas, como a los ravioles, la lasagna. Era robusta, derrochaba sexo. Superó fácilmente a su rival, Gina Lollobrigida. En Lástima que sea una canalla encuentra su pareja ideal: Marcello Mastroianni. Cuando él le dobla una muñeca, ella le clava sus ojos y, en medio de una tarde calurosa, siempre con su escote húmedo y desbordante, le dice: “Sei forte, eh”. ¿Quién podía resistirse a eso? Encuentra al hombre de su vida. Un tipo bajito, medio gordo, medio pelado, la antítesis del hombre que Sofia Scicolone merecía. Pero el tipo estaba lleno de liras, de dólares. Era Carlo Ponti. La cuidó durante toda su vida. La de él, porque ella lo sobrevivió. Pero Ponti creó a Sophia Loren y Sophia Loren tenía que ir a Hollywood. No hizo una sola buena película. Tal vez su aparición desde las aguas, trepándose a una lancha y casi apoyándose con sus pechos para sostenerse en su primer film norteamericano junto a Alan Ladd y Clifton Webb sea inolvidable. Ladd era una pequeña cosa para poder ser su galán. Luego hizo bodrios como El orgullo y la pasión, reemplazando a Ava Gardner que, con buen criterio, rechazó la parte y La leyenda de los perdidos, dirigida por Henry Hathaway pero mal, todo mal y teniendo que enamorar a John Wayne. Le operan la nariz. La refinan. Tiene, ahora, el look de las chicas de Vogue. Le gusta ser fina y Ponti la quiere así. Lo mejor que hace –dirigida por Sidney Lumet– es una extrañamente buena película con un George Sanders formidable y el genial Keenan Wynn, uno de las más grandes supporting actors de la historia del cine. Vuelve a Italia y encuentra su gran papel. Era para Anna Magnani, Sophia haría la hija. Es Dos mujeres, donde la dirige De Sica, el que mejor la supo tratar. Todos dudaban: la Magnani sin duda habría de estar formidable. Pero por suerte se lo dieron a la Loren: ella hizo la madre y fue su consagración como actriz, con Oscar y todo. Era la primera vez que una actriz ganaba un Oscar actuando en un film en “lengua extranjera”. Algo quedó claro: si Sophia quería buenos papeles, directores que supieran guiarla, debía permanecer en Italia. Esto se lo dijo el crítico Stanley Kauffmann, que sabía. Pero Ponti tenía otras ideas. La mete en producciones “internacionales”. En El Cid con Charlton Heston. Un horror. Vuelve a Italia y hace una delicia otra vez en manos de De Sica. Es 1962 y el film: Bocaccio ‘70. Canta y vende discos a montones: Soldi, Soldi, Soldi. Vuelve al cine internacional y hace bodrios, uno tras otro. Otra vez a Italia y a manos de De Sica y Mastroianni. Hace Ayer, hoy y mañana. Su strip-tease se torna célebre. “¿Cómo pudo hacerlo tan bien?” “Lo miré a Marcello a los ojos y todo fue fácil.” Luego Matrimonio a la italiana, donde está poderosa: poco maquillaje, mucha furia y dolor. Vuelve a los bodrios carísimos que le arma Ponti: Operación Crossbow, Lady L, Judith, mejora en Arabesque –una copia de Charada– y Chaplin no le sirve de nada en Una condesa de Hong Kong (1967). Será recién diez años después cuando hará un gran papel en una gran película de Ettore Scola (y de ella y de Mastroianni y hasta del coreógrafo que diagramó esa imperecedera rumba que bailan). Sophia, ya no joven, está superlativa. En 1991 recibe un segundo Oscar, esta vez por su distinguida carrera. Ahora aparece en una de Lina Wertmüller, que, me dice mi mujer, se derrumbó junto con el Muro de Berlín. Que esté bien, que no lo esté, que esté envejecida o no, qué importa. Fue una gran mina, fue hermosísima, hizo de todo, lo tuvo todo y siempre que la veamos y escuchemos cantar Soldi, Soldi, Soldi, siempre que lo acompañemos a Marcello en su deslumbramiento por el strip-tease de Ayer, hoy y mañana, siempre que volvamos a verla en Un día muy especial, ella estará en la cumbre. Donde debe estar. Pero, por favor, Sophia, que esa cumbre esté en Italia, tu país, el que te inspiró, el que te comprendió y te permitió ser una grande. Penélope lo está haciendo bien, pero todavía está muy lejos de Sophia. ¿Salma Hayek? Por favor. Como actriz latina que triunfó en el cine, como actriz “extranjera” que llegó a los niveles de Marlene y hasta –acaso– de la Bergman, por ahora sólo la Loren.

Demasiado amor, de Lina Wertmüller, con Sophia Loren, se estrenó el jueves pasado en Buenos Aires.

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