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Domingo, 6 de septiembre de 2009

FAN > UN MúSICO ELIGE SU CANCIóN FAVORITA

Toda esta nostalgia

 Por Manuel Moretti

Parece ser que estoy signado por la ausencia. Empecé escuchando los discos de mis padres, como muchos, supongo. De los de mi madre quedaron en mi memoria los de Nino Bravo, Roberto Carlos, Julio Iglesias, Sandro y Leonardo Favio. Y de los discos de mi viejo recuerdo especialmente el tango “La mariposa” de Pugliese. Estaba en un compilado inolvidable con temas del maestro comunista, que rondaba el Winco, que a su vez había comenzado a entrenar mis oídos por esos días.

Mi padre viajaba y no estaba en casa cuando yo era niño. Y esos acontecimientos generaron en mí un aire de despedida eterna. Nunca lo veía por mucho tiempo.

Creo que algo de esto último que cuento fue definitorio para que mi canción preferida de niño y aún hoy (entre tantas que amo, lo imaginarán, comprenderán que me expongo a una cruenta decisión de tener que hablar sólo de una), aún hoy, como decía, mi canción preferida es “La distancia” de Roberto Carlos.

La escuchaba en ese Winco, en un inmenso living de 4 por 5 metros por 4 de altura, habitación elástica y gigante de casa antigua, donde mis pensamientos iban y venían con absoluta autoridad e inocencia: nadie los interrumpía en su periplo, atravesaban el espacio para perderse algunos por la puerta principal de la gomosa habitación y huir libres en busca de nuevos aires, mientras que otros permanecían inquietos en mí. “La distancia” era el vigía, el moderador de ese reducto de pensamientos, ensoñaciones y primeras emociones.

En esa misma habitación vi algo (recuerdo endeble, ¿memoria selectiva?) de la final del Mundial de 1978, allí mismo donde al amparo de “La distancia” supe que no viviría en el pueblo de grande. Supe que me iría de Junín. Una Junín atravesada por la dictadura y por su natural esquizofrenia conservadora, con un indescriptible deseo de casi toda la ciudadanía pueblerina de querer ser más de lo que se es, o decir que se es lo que no se es.

Como decía, habitación elástica, holgazana y sobreprotectora. Un gran ring donde luchaban, incansables tardes y noches, innumerables mundos que pugnaban por salir de mí. Cuando algunos lo conseguían, rebotaban en las cálidas paredes, o en el techo, o en el piso y volvían algunos de ellos estallando en mi interior, regocijándome, cobijándome, atemorizándome. Todo esto ocurría bajo la supervisión de “La distancia”. El hálito de nostalgia y melancolía que envuelve a la canción me conquistó, fue crucial: mi debilidad estaba a la vista. La eterna despedida; la pérdida ambigua.

Pasaron algunos años y yo empecé a escuchar otras músicas, otras canciones: “Cantata de puentes amarillos”, “Buen día, día”, “Cómo mata el viento norte”, “Una casa con diez pinos”, “Been Alone so Long”, “Starless and Bible Black”, “Wild is the Wind”, “Walk on the Wild Side”, “Norwegian Wood”, “Sister Morphine”... ¿Voy a escribirlas a todas? Comprenderán que no.

Sin embargo, jamás olvidé esa canción. Es bellísima la melodía: viscosa como la pérdida, adhesiva como la mismísima humedad, la forma en que la canta Roberto. Debo confesar que, cuando Andrés Calamaro la grabó en su disco El cantante, sentí cierta furia. Recordé que hacía mucho que no escuchaba ni cantaba “La distancia”, y sentí que si alguien debería haber hecho una versión de esa canción era yo. De todas formas, la versión de Andrés está tan buena que la furia se transformó en placer.

Ya escribí mi canción “Melancolía” en el quinto disco de Estelares, Una temporada en el amor. Estoy libre de pesares al respecto: exorcicé la pérdida y ahora puedo disfrutar de “La distancia” como siempre, sin recordar una niñez con padre ausente.

Cuando voy de gira, cuando apoyo mi cabeza contra el vidrio de cualquier ventanilla de micro, o de tren, o de auto, cuando deposito la mirada en el horizonte, cuando veo la ruta vacía o iluminadamente concurrida, cuando miro a través de un ventanal, recuerdo “La distancia” y a Roberto Carlos cantado temblorosamente: “Nunca más oíste tú / hablar de mí / en cambio yo seguí / pensando en ti / en toda esta nostalgia”. Entonces, sólo entonces, no me siento solo.

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Roberto Carlos Braga (Cachoeiro de Itampemirim, Espírito Santo, 1941), el autor de “Un millón de amigos” y “El gato que está triste y azul” no necesita presentación: se trata del cantautor brasileño con más discos vendidos (incluso más que los Beatles en Latinoamérica). Descubierto en 1958 por el compositor y periodista Carlos Imperial, se convirtió en la máxima estrella del pop melódico y romántico de su país a través de la TV de los ’60, liderando la llamada “joven guardia” (un movimiento musical influenciado por The Beatles, e integrado también por sus amigos Erasmo Carlos y Wanderlea). Como muchos de sus discos llevaron por título su nombre, se los suele identificar por su canción más popular: es el caso de “A Distancia”, perteneciente a un disco de 1972 en portugués y a otro (“La distancia”) en castellano.
Con motivo de sus cincuenta años de carrera en la música, en julio pasado Roberto Carlos ofreció un recital histórico de más de dos horas en el Maracaná, ante 70.000 personas, en el que cantó 30 de sus temas más importantes. Fue una de sus presentaciones más masivas e importantes, lo que prueba su absoluta vigencia.
 
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