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Domingo, 20 de septiembre de 2009

RADAR LIBROS #3

El sonido y la furia

A partir de una anécdota tristemente real de la vida cotidiana, Ariel Magnus cuenta el largo calvario de un escritor en busca de silencio.

 Por Luciano Piazza

Cartas a mi vecina de arriba
Ariel Magnus

La Otra Orilla
144 páginas

Hay una imagen de Miles Davis en su departamento con las ventanas abiertas y Nueva York de fondo, que se hizo famosa por recordar su placer por sentarse en la ventana a oír el ruido de la ciudad latiendo. Su obsesión por llevar esos sonidos de la ciudad a la música se tradujo en su último disco de estudio, Doo-Bop. En el reverso de la imagen de Miles está el artista que sufre la invasión sonora de la ciudad, al que la sinfonía urbana lo tortura, y al que la proximidad entre vecinos le parece una monstruosidad sonora. Ese escritor, que se mantiene al tanto de los últimos avances de las mejores fábricas de tapones para oídos en el mundo, es el escritor y protagonista de Cartas a mi vecina de arriba. Una figura que considera al ruido un mal ubicuo e ineludible.

El autor de las cartas es un escritor hipersensible al sonido, quien padece la mala suerte de tener a una vecina que adora caminar con tacos altos. Al tratar de convencerla de que se cambie los zapatos, comienza una relación epistolar no correspondida en un principio. Se inaugura con registro bien cordial, respetando el código vecinal y el buen tono de la convivencia. De a poco el escritor va recurriendo a estrategias más osadas para convencerla de que cambie esos zapatos, hasta armar una extravagante colección de cartas con experimentos de escritura de varios tipos que intentan obtener una respuesta de esta vecina. Regalarle cupones gratuitos de zapaterías, apelar a la compasión, hacerse pasar por otra vecina, registrar cada movimiento que escucha como si fuera una partitura, y así exponencialmente hasta la demencia.

En uno de los momentos memorables, el escritor desesperado pierde completamente las normas del decoro y desarrolla una extensa y sofisticada puteada, que bien podría colocarse en el panteón nacional de puteadas, si existiera algo así. Otro momento de alto lirismo es una extensa descripción de la sinfonía urbana, comenzando por los sonidos de las ventanas y persianas del amanecer, pasando por los infaltables martilleos de las construcciones, hasta el cierre a toda orquesta con el camión de basura haciendo la recolección a medianoche.

El ruido se transforma en una verdadera interferencia en la vida de nuestro protagonista, quien no puede escribir otra cosa que estas cartas, y así: en su detestado principio narrativo. Las interferencias justifican infinidad de digresiones. Entre ellas se permite repasar fragmentos de la literatura y de la filosofía que se han detenido a reflexionar sobre el malestar de los ruidos. Entre estos fragmentos enciclopedistas hay detalles imperdibles como la carta de Kant al alcalde de Köenigsberg, pidiéndole que acallara las hipócritas oraciones de los carcelarios al atardecer que no le permitían concentrarse.

Es cierto que casi toda novela que experimenta con cruce de géneros, y que engruesa la trama hacia la tensión del bizarro, suena, a esta altura, inevitablemente a César Aira. Este caso no es una excepción, y tampoco hace ruido enmarcado en un homenaje a la figura de El silenciero, de Antonio Di Benedetto.

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