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Domingo, 11 de octubre de 2009

CINE > SE ESTRENA UNIDAD 25 DE ALEJO HOIJMAN

El evangelio según Simón Pedro

En 2008, Unidad 25, el documental sobre los presos –y los guardias– evangelistas de la Unidad 25 de Olmos, provincia de Buenos Aires, ganó el premio a mejor película en el Bafici. Ahora, con su estreno en cines, es posible reencontrarse con un film que no describe un estado de cosas sino que cuenta un proceso: el de Simón Pedro, un joven de 18 años que llega a la cárcel religiosa en rebelión y poco a poco va aceptando la conversión para integrarse a un encierro donde se autorregula la violencia.

 Por María Moreno

En la carátula del cuaderno de filmación de Unidad 25, Alejo Hoijman escribió una cita de Hamlet: “El mundo es una cárcel inmensa y Dinamarca, mi calabozo”. Después, dice, casi enseguida, empezó a rodar. La Unidad 25 es la cárcel iglesia (evangelista) de Olmos. Alejo Hoijman buscaba una historia. Al dato del lugar, los contactos en la elite de los pastores, se los había dado Alejandro Seselovsky, el autor de ¡Cristo, llame ya! Crónicas de la avanzada evangélica en la Argentina.

De lejos y de noche, la Unidad 25 parece una estructura luminosa, pero no de luz divina sino por los tubos fluorescentes de la vigilancia y el efecto marquesina que exige todo lugar modelo. Allí, a los mandos de la institución –inspector general, inspector mayor, prefecto mayor– se superponen otros –pastor, siervo, consiervo, obrero– como, en otro tiempo y lugar, al número de los presos políticos se superponían cargos de conducción nacional, oficial segundo, miliciano. Unidad 25 muestra la saga de Simón Pedro, su conversión religiosa como treta del débil para integrarse a un encierro VIP en donde Dios será la contraseña. En los avatares: la amistad de los desgraciados durante la vuelta del perro en el patio, la conseja variada de “hacete amigo del juez”, el tiempo muerto relojeando el afuera, el vuelo subjetivo y sus ademanes. Alejo Hoijman no es un denuncista. La tumba parece un género agotado por saturación y por la tele. “Yo tenía claro que no quería describir un estado de cosas. Tenía ganas de que la película mostrara un proceso. Y que el transcurrir del tiempo fuera parte. El cine documental que más me interesa es el que se relaciona con esa famosa frase de Tarkovski que todo estudiante de cine conoce sobre esculpir en el tiempo. Entonces se me ocurrió que lo mejor era registrar el proceso que yo llamo de adoctrinamiento. Y era una apuesta complicada, porque había que encontrar a un preso que llegara a la unidad sin ser religioso, siendo que la mayoría ya llega en algún estado de conversión, pero además que diera bien en cámara y que me permitiera filmarlo.”

No imagino cómo lograste estar con la cámara prendida desde el mismo día en que llega Simón Pedro, o cómo lo elegiste.

–Nuestro rodaje era un rodaje formal, con un tope establecido de nueve semanas que había que aprovechar al máximo. Era muy difícil hacer preproducción porque en la cárcel siempre hay movimiento de presos que salen y presos que entran, pero todo sucede de manera azarosa, previo fax sobre la hora. Pero a veces, si bien se intenta que la cárcel esté siempre a tope, se acumulan vacantes y entonces hay un grupo de ingreso grande. Combinamos que nos avisaran. Entonces vino el fax. Era el gran momento. Nuestra idea era filmar a cuatro o cinco de estos presos desde la llegada del camión, como si fueran el protagonista. Pero justo a los guardias de turno se les ocurrió decirnos que no nos iban a dejar filmar porque no querían aparecer. Para eso hacía veintidós horas que estábamos en la cárcel esperando, con los equipos prendidos, con los handies, haciendo turnos para dormir, atentos al fax. “Pero mirá que tenemos la autorización del jefe, del pastor, que si no nos dejás, te estás metiendo en problemas”, les decíamos a los guardias, porque yo contaba con que a lo que yo quería mostrar, ellos también querían mostrarlo, lo que pasa es que lo que yo pensaba de lo que ellos querían mostrar no era lo mismo que lo que pensaban ellos. Así que seguía hablando del pastor. Los presos podían venir en cualquier momento y no haber película. Entonces nos hicieron la gauchada los guardias de mayor jerarquía, que dijeron: “OK, hoy no me toca, pero no me importa aparecer”. Y lo hicieron.

Alejo Hoijman buscaba su protagonista, pero no quería el negrito-de civil–gorra dada vuelta-pantalón como con pañales-tattoo, “ese estereotipo que dice qué cara tiene que tener un preso. Ese día filmamos a todos los que pudimos, pero primero tuve que atravesar el peor casting de mi vida. Eran las doce de la noche o la una de la mañana, ya no me acuerdo, cuando llegaron los presos y el jefe del penal me dijo: ‘Yo no puedo mantener a todo el grupo acá para que vos filmes (era un saloncito); a la mitad me los llevo’. Y entonces empecé a caminar ante la fila, eran unos diecisiete, uno al lado del otro, esposados, diciendo ‘éste sí’, ‘éste no’, ‘éste sí’, ‘éste no’. Encontré a Simón ahí: justo tenía fiebre, se lo iban a llevar al médico, pero yo pedí que no se lo llevaran para poder seguir filmándolo. Y a la madrugada, cuando empezaron con el primer rezo grupal, seguíamos. Con los recién llegados suele pasar que, los que aún no son religiosos, en la primera situación en la que hay que aplaudir y cantar, lo hacen. Entonces no me servían para filmar un proceso. Hasta que vi a uno que no estaba cantando, ni aplaudiendo. Era Simón, recién levantado, que miraba todo muy serio. Ahí dije: ‘Bien, a éste lo filmamos ayer, tenemos lo que queremos’”.

El efecto tiempo real le permitió a Alejo Hoijman leer en los cuerpos recién llegados esa tensión de las primeras horas en que el preso conoce por experiencia que se le impondrán las reglas del entre nos mediante el prepeo sistemático, el convite a la pelea con faca, la violación, todas las coreografías de la parada ocupada en la que deberá abrir una rendija. En la Unidad 25 no pasa nada de eso porque el control religioso genera una autorregulación de la violencia que se impone con el cumplimiento de las reglas de las ceremonias en comunidad, pero el linaje del recién llegado suele dictar igual el reflejo de terror. “Ahí te ofrecen: ‘O te quedás acá y entonces tenés que rezar, cantar y participar, o te mando a una cárcel adonde te puedan violar y matar y vas a estar mucho peor en general’. El día en que un preso se da cuenta de que en la 25 puede relajarse de verdad hace un clic y, en general, llora. Los pastores pueden interpretar que lo hace por causas divinas, lo mismo que no les preocupó mucho que en mi película hablara bien o mal: el mensaje de Cristo iba a llegar.”

Alejo Hoijman hizo el jardín de infantes en la Lugones –no es un chiste–, asistió desde muy chico al cineclub infantil de Víctor Iturralde y siguió yendo a los programas de adultos. A los 19 era meritorio de montaje para Pino Solanas, luego ayudante de dirección, siempre con fobia al VHS, progresivamente obsesionado por El eclipse de Antonioni. En los ‘80 conoció al salteño Edgardo Chiban, ese maestro informal que se sabía de memoria parlamentos enteros de cine argentino, pero también la obra de Gilles Deleuze, y asistió a sus cursos de cine y filosofía en el CAF de Tomás Abraham. “Nos hicimos amigos y siempre jugábamos a que íbamos a hacer un guión juntos. Hay una imagen blanco y negro en un catálogo de Taschen de una escena campestre en donde un pintor está sentado ante su caballete con la paleta en la mano y mirando fijo a una vaca. Pero en la tela se ve una vaca como la que haría un chico o alguien que dibuja una vaca cuando no la está mirando. Entonces esa imagen nos dio un montón de ideas y empezamos a hablar del cine-vaca como un valor.”

Alejo Hoijman no cree en ese realismo que hace que los pájaros intenten comerse los duraznos de las naturalezas muertas, la verdad según Crónica TV que simula el tiempo real teniendo la cámara en la casa del crimen, el tiempo de duración de una antigua matiné.

¿ES O SE HACE?

Esa fue la pregunta retintín de los científicos positivistas de la generación del ‘80 para ejercer el derecho de admisión en el quién es quién del Estado nación. ¿Señor o cocoliche? ¿Loco o delincuente? ¿Congénito o adquirido? Ahora reaparece para calibrar documentales. Los de la craneoteca crítica a veces se preocupan porque les parece que Simón “actúa”. En vano se les recuerda que la foto de El beso de Robert Doisneau fue una foto posada, que nada provoca más sobreactuaciones que el reality show pero, sobre todo, ¿cuál sería el Simón Pedro original? ¿El registrado por una invisible cámara de vigilancia? Además, ¿no sería un efecto deseable que el otro dejara de ser materia de observación inerte o de argumento estético para comenzar a autoeditarse, es decir, a estilizar él mismo su vida?

“¿Cómo interviene la cámara en la realidad”, se pregunta Hoijman. “El día de la llegada, la incorporación de la cámara era fácil: podía formar parte del sistema de vigilancia de la cárcel y yo ser un penitenciario. La cárcel venía con cámara. Después, la cámara formó parte de la vida cotidiana –nosotros nos quedábamos muchas horas adentro, charlando con los internos, que nos invitaban a comer–, a veces la dejábamos prendida y nos íbamos. La cámara después se fue de la cárcel y siguieron siendo amigos. Hay dos niveles de ambigüedad: uno sobre si Simón está verdaderamente convertido o si está simulando, y otro sobre si lo que se ve él lo está viviendo de verdad o lo está actuando para la cámara. A esos dos niveles yo los hice dialogar a propósito. Son capas de simulación.”

En Unidad 25, la frontera ficción-no ficción se complica porque la gestualidad evangelista ya tiene algo de Comedia del Arte: la primera vez que Alejo Hoijman entró a la Unidad, acompañado por el pastor Zucarelli, los saludos tenían algo de “hola Don Pepito, hola Don José”, es decir, de sobreactuación. “Buen día, mucho gusto, cómo le va, espero que esté bien, que tenga una buena jornada.” Pero en el momento catártico del canto y el rezo ya se vira a una especie de himno heavy metal casi intimidatorio. De mínima, la catarsis requiere más un estilo a lo Anna Magnani en Bellísima de Luchino Visconti que a lo Nadine Nortier en Mouchette de Robert Bresson, que es justamente el que Hoijman elige para su película. Se diría que si bien Unidad 25 registra el día a día de la ceremonia ritual con su sagrado bochinche, y cuya apoteosis es el bautismo con agua potable y lágrimas corriendo, uno recuerda el silencio o el murmullo. Ese silencio y ese murmullo con que Simón le cuenta a otro interno una historia de amor de puntuación serena y acongojada para el horror: una chica violada, pasta base, saltar de un tren, el olvido... La voz baja, cerrada, es la de los perseguidos en busca de una intimidad, no es nítida. Hoijman elige no subtitular al otro que habla la misma lengua, obliga al espectador de clase media, tal vez devoto del inglés como moneda social, a aguzar el oído y encontrar el sentido o a pensar que habérselo perdido un poco es su responsabilidad y no la del director. “Que una película que uno define como documental se parezca tanto a una ficción lo que hace es poner al autor en primer plano, y no porque emita una opinión contundente o porque narre sino por el punto de vista en el montaje, como si se tratara de una ficción. Elegí que la cámara no se viera nunca: si era imposible filmar a la gente llorando y bailando sin conmoverse, en el montaje intenté cortar antes de que el espectador pudiera sentir eso; quise que la película fuera fría.”

ESCRUPULOS

El artista que busca sus ficciones reales fuera de su clase social suele rumiar sus escrúpulos. Mientras él hace circular un producto de arte y una mercancía, sus presos, sus indios o sus mujeres abusadas siguen librados a su destino, a excepción de módicos favores, regalos, gauchadas. “Una de las visitas que le hicimos a Simón Pedro después de terminado el rodaje fue cuando se acercaba su cumpleaños y quería hacer una torta para recibir a la familia. Nos pidió una lista de cosas que era enorme, como para cincuenta personas. Le llevamos todo junto con un regalo: unas llantas que en la cárcel están muy valoradas, unas Nike blancas espectaculares. Cuando volvimos, dos semanas después, a las zapatillas las había regalado enseguida a un amigo, quien sabe por qué código. Pero lo que me impactó fue saber que en el día de su cumpleaños, luego de que había preparado la torta, la familia no llegaba. Entonces él había empezado a llamar y a llamar hasta que se enteró de que acababan de matar a su hermano. Lo habían acuchillado delante de su esposa en la puerta de su casa. El tipo se había perdido su cumpleaños mientras yo viajaba, recibía premios, avanzaba en mi profesión.”

Alejo Hoijman va decidiendo cada vez sobre esa relación desigual que tiene con Simón Pedro. Le hizo ver la película en su computadora, en una sala para visitas de la Unidad 1 de Olmos, adonde Simón había sido trasladado como sanción por haberse peleado con otro preso. “Me mostraron muy lindo, no parece una película argentina”, dijo. Y Alejo confiesa haber sentido alivio: quería que le gustara, pero si no la autorizaba, no podía pasar la película. La denuncia cruda y funcional a la política suele tener más justificaciones morales, pero Alejo Hoijman quería hacer algo más sutil que denunciar el secuestro de conciencias a manos del evangelismo; incluso aprueba su humanización de las condiciones de cierta cárcel a cambio de transacciones que no tienen nada de divinas. Insiste en la divisa del cine-vaca como consigna, que hace cimbrear la idea de representación. Pero filmar a alguien nos casa un poco con él. Será por eso que en el anuncio del estreno dice, enigmáticamente: “El director y los internos saludarán en el atrio”.

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