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Domingo, 13 de enero de 2002

¿TE ACORDAS HERMANO DE LA ZONA ROJA?

ESPECTACULOS Por cuatro semanas, en el teatro El Nacional, se puede asistir a un musical casi insólito a cargo del director teatral Omar Pacheco. Tanguera hace foco en la mujer y en lo femenino como protagonistas de nuestra música ciudadana, recreando un mundo clandestino de sexo, peligro y sensualidad.

POR SOLEDAD VALLEJOS

Puerto de Buenos Aires, 1900. Acaba de amanecer cuando un barco amarra y deja descender a decenas de inmigrantes con más ansiedad que certezas. Niños, parejas jóvenes, señores solos, una señora embarazada que canta algo sobre la esperanza, el futuro y esta nueva tierra. Provoca cierto escozor escuchar y ver eso, el mismo día que aproximadamente tres mil personas hacían cola en el consulado español para hacer valer el apellido de un supuesto bisabuelo, pero así fue, es y seguramente será Argentina. La señora (una correcta Lidia Borda) se retira, sólo quedan algunos obreros portuarios hombreando bolsas y entonces llega Ella, la Francesita que carga valija pequeña y vestido recatado. Sabe poco castellano. Mucho menos qué será de ella en el futuro inmediato. Pero está segura de que le gusta el obrero que la está ayudando con su equipaje mínimo. La calidez de esa primera bienvenida dura poco, un compadrito pega un empujón a su nuevo amigo, otro la toma del brazo para depositarla junto a quien parece ser su jefe y un tercero se encarga de los trámites migratorios: la Francesita de Tanguera –el musical que Omar Pacheco dirige en el teatro El Nacional– acaba de abandonar su anonimato para convertirse en la encarnación de Milonguita, esa figura mítica de las primeras etapas del tango que tematiza la caída de una mujer inocente en el mundo de los burdeles.

LOS HOMBRES TE HAN HECHO MAL
“Estercita/ hoy te llaman Milonguita,/ flor de noche y de placer,/ flor de lujo y cabaret./ Milonguita,/ los hombres te han hecho mal/ y hoy darías toda tu alma/ por vestirte de percal”, escribió en 1920 Samuel Linning. Hacía un año que la prostitución había dejado de ser legal en Buenos Aires. Hasta entonces, y desde 1875, una resolución del Concejo Deliberante (posteriormente imitada por las autoridades de las provincias)
había decidido extender las potestades de control social hasta el oscuro territorio de la noche, definiendo a las prostitutas como mujeres que venden sus favores sexuales a más de un hombre, estableciendo rígidos controles médicos para ellas y una serie de normas destinadas a mantener el decoro urbano puertas afuera del burdel. El debate sobre la legalización había comenzado algunos años antes, en las páginas de la inefable Revista médico-quirúrgica, especie de house organ de los ideales higienistas en la que, por ejemplo, un doctor Carlos Gallarani afirmaba que no pretendía la ley “para amparar a las miserables que hacen comercio de su persona, sino para vigilarlas mejor”. Pues, bien, cuando la ley finalmente se aprobó cumplía con ese deseo: los prostíbulos debían estar, por lo menos, a tres cuadras de escuelas o templos religiosos, no podían ostentar carteles identificatorios ni nada parecido y las prostitutas, a la manera de pupilas de un internado, debían abstenerse de andar asomadas a las ventanas, paradas en la puerta, o dando vueltas por la calle dos horas antes del anochecer. Las madamas no podían ausentarse más de 24 horas y además estaban obligadas a asegurarse de que las chicas cumplieran con la revisación médica los miércoles y sábados. Poco a poco, la ciudad empezaba a delimitar sus zonas rojas: al “Parque” (la zona de Plaza Lavalle y Tribunales), “el hueco de Lorea” (Plaza Congreso), La Boca y Once, se sumaron la Calle del Pecado (la zona del Ministerio de Obras Públicas), el almacén de Machado (en Monserrat) y “los fondines de la calle Entre Ríos” (la cuadra del edificio del Congreso Nacional).
“Las habitaciones suelen ser de gran tamaño y siempre están llenas de hombres. Las muchachas caminan entre esta multitud de hombres, en distintos grados de desnudez, pintadas y empolvadas hasta resultar desagradables. Rápidamente desaparecen en otras habitaciones, que son vigiladas por la Madama. Al salir, entregan el dinero obtenido a Madama y reciben a cambio una ficha de metal que representa su parte en las ganancias”, describió el secretario de la Asociación Judía para la Protección de Jóvenes y Mujeres tras una recorrida de 1913. Ya se había echado a correr el secreto a voces de que, en la ciudad de las promesas,la mayoría de esas prostitutas eran inmigrantes engañadas con falsas propuestas (matrimoniales, laborales) que no lograban escapar. “Durante los primeros años, tanto en los burdeles de clase alta como en los de clase baja, la mayoría de las prostitutas eran nativas”, escribe la historiadora Donna Guy en su clásico El sexo peligroso. “Sin embargo, paulatinamente y ante la consternación de las pardas y las criollas, extranjeras blancas, usualmente francesas o que fingían acento francés, comenzaron a exigir precios más altos”. Y claro, los obtenían. De la mano de una inmigración que elevó el número de habitantes porteños en más de un millón de personas en diez años, el exotismo y supuesto refinamiento de las mujeres venidas de Europa daba un toque de clase a los prostíbulos. El mercado porteño se había cansado de la vulgaridad autóctona de sus “chinas” y estrenaba la moda de las “loras”, las extranjeras. Si bien las rusas e italianas eran mayoría, las “francesitas”, auténticas o pretendidas, se habían convertido en las más codiciadas en ese ámbito de socialización masculina. El mismo Gardel, se decía en tiempos de la Primera Guerra, frecuentaba el prostíbulo clandestino de una tal Madama Jeanne, una italiana que debería mentir el acento con bastante astucia.
La Francesita de Tanguera recorre este mismo camino. Tras la llegada, el rufián que había ido a recibirla la deja a cargo de Madama (la bailarina María Nieves, que demuestra como al pasar que algo sabe bailar). Ella debe instruirla, romper las resistencias de ese diamante en bruto para hacerlo brillar en el prostíbulo, como joya cara capaz de reportar prestigio y dinero al rufián en sus asuntos con políticos y funcionarios del Estado (una práctica de lo más habitual en esa época). El descenso de Estercita, la muchacha buena arrastrada por el submundo, ha comenzado. Madama, como iniciación sin retorno, la somete: Francesita aprendió, obligada, a bailar tango, o lo que es lo mismo, a maquillarse y a moverse sobre tacos como la reina de la noche que se espera que sea. Muy a su pesar, ya es Milonguita. Lejos del mito de la prostituta “por vocación”, su historia rescata, con un logrado trabajo escénico y coreográfico, el papel de la prostituta en su pasividad de objeto, como moneda de cambio en un mundo masculino con fondo de tango.
Los historiadores del tango señalan tres etapas en su evolución: la primera, entre 1870 y 1918, corresponde a su época de burdel; la segunda, 1918-1935, a la del cabaret y el teatro; y la tercera, de 1935 en adelante, a su estatuto de clásico. Es a partir de la segunda que las letras convierten a la música en canción y no pura esencia de baile. Recién en ese momento, en la transición entre la primera y la segunda, señala Noemí Ulla en un número de 1973 de la revista Crisis, que emerge la institucionalización de algunas figuras contrapuestas que poblaron los primeros años de arrabal. Tal vez la más clara, la más fuerte, sea la de Milonguita como el opuesto malvado de la madre pura y santa. Si, una vez que los hombres se hubieron aburrido de arrimarse entre ellos, las prostitutas fueron las primeras mujeres en bailar el tango, la madre seguramente fue la última en escucharlo y esto sólo cuando sus hijos varones empezaron a ponerle sus voces. Los dos grandes ideales femeninos retratados por el tango canción competían ferozmente: la madre, afirma Ulla, es “la condena a la prostitución, la crítica al orden burgués y progresista y su señuelo, el cabaret; la madre es el refugio seguro para la milonguera que vuelve o que ‘debería volver’; también del hombre que se arrepiente de haber roto su vínculo amoroso siguiendo a Milonguita alucinada por las burbujas de champán”. Compleja, aturdida, arruinada apenas pierde su belleza, Milonguita, Margot o Francesita, en los años 40, cuando empieza a desaparecer como tema de las canciones, arrastra en su caída a la madre. El halo de lo prohibido se había desvanecido para dar paso a la legitimidad de las decentes casas familiares. Antes, reflexionó Ezequiel Martínez Estrada en Radiografía de la Pampa, “tenía su prestigio en las casas de lenocinio. Era música solamente: una música lasciva que llevaba implícita la letra que aparecería años después. Oíanse losacordes, a la noche, en las afueras de los pueblos, escapando como vaho, del lupanar, por las celosías siempre cerradas. Se infiltraba clandestinamente en un mundo que le negaba acceso”.
Ese, y no otro, es el espíritu de Tanguera.

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