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Domingo, 29 de noviembre de 2009

CINE > FANTASMA DE BUENOS AIRES: AYER Y HOY SE DAN LA MANO

El hombre de la esquina aggiornada

Con una idea arriesgada por la cantidad de lugares comunes en los que podía caer, Guillermo Grillo estrena Fantasma de Buenos Aires, la historia de un porteño de hoy que hace un pacto con el espectro de un guapo del 900: uno se vengará tras un siglo de espera y el otro aprenderá de la guapeza. Sin melancolías y con travestis en los arrabales, la película se transforma en una lúcida reflexión sobre el progreso y sus matices más insospechados.

 Por Juan Pablo Bertazza

A pesar de los supuestos adelantos y retrocesos, a pesar de que el futuro llegó hace rato y el pasado vuelve de mil formas distintas, el paso del tiempo sigue siendo la única vía para llegar a entender lo que hoy parece incomprensible: los pecados propios y ajenos; los cambios inauditos de una ciudad, de un barrio, de una calle; lo que no dejan vislumbrar las grietas del amor. Es este camino, según pasan los años, el más impaciente pero, al mismo tiempo, el más eficaz a la hora de cicatrizar una herida.

En Fantasma de Buenos Aires, su ópera prima estrenada este jueves, el también editor y montajista Guillermo Grillo logró sincronizar una de esas ideas que, desde siempre, andan flotando en el viento. Consiguió detener un instante al tiempo para que pudiera ser el ancla temática de su película, participando al gran reloj invisible como juez y parte de lo que quería contar.

Canaveri (Iván Espeche), un prototípico guapo del 900 (y pico) se aloja una breve temporada en el cuerpo de Tomás (Estanislao Silveyra), un tímido pero curioso joven del 2009. El pacto consiste en revelarle los secretos de la vida después de la vida y el destino póstumo de una madre a la que ya ni recuerda. A cambio, podrá usar el cuerpo para vengar una traición que ni siquiera el propio fantasma, convocado por Tomás y dos amigos a partir del juego de la copa, tiene muy en claro. A priori, el vertiginoso paso del tiempo no ayuda a comprender demasiado: la calle Florida ahora es peatonal, Palermo se expandió casi tan rápido como el mismo Universo, las discusiones ya no se dirimen cuchillo mediante, el tango pasó de ser una forma de vida a una manera de subsistir a la gorra, los chorros no tienen códigos y el traidor de Canaveri, en el mejor de los casos, estará agonizando sus cien primaveras en una cama de hospital.

Pero si el tiempo nubla, el tiempo también otorga lucidez. Así como, poco a poco, cada uno va superando los muros del lenguaje –el guapo no entiende qué significa “esto es re loco” y el muchacho no comprende el léxico guapesco– en esa extraña convivencia existencial, los dos se irán complementando más de lo que suponían: el guapo lo ayuda al muchacho a plantarse con más decisión en la vida, especialmente en lo que hace a su relación con la hermana de su mejor amigo; y el muchacho lo ayuda al guapo a ubicarse con mayor pertinencia y sensibilidad en el siglo XXI.

Así, Fantasma de Buenos Aires logra encarnarse, sin miedo al error (a pesar de algunos vicios como las escenas que se van comunicando entre pasado y presente a partir de un naipe o un gesto) ni a parecer por momentos muy simple, en una comedia mucho más auténtica, inteligente y sensible que las que suele fabricar nuestro cine. No sólo porque se arriesga al género fantástico en una época en que incluso en la literatura muy pocos se le animan, sino también porque su elección temática podría haber caído fácilmente en una melancolía estéril de todo tiempo pasado fue mejor. Con alma de ópera y espíritu de historieta, Fantasma de Buenos Aires da con una mezcla tan equilibrada como original de nostalgia y sed de renovación, mostrando tanto las caries del progreso (indolencia generalizada, construcciones opulentas y horripilantes) como el mal aliento del pasado (especialmente en lo que hace a prejuicios de todo tipo y color). Son muchas las escenas que muestran, justamente, que la vida no es peor que antes, sobre todo cuando nos reímos del guapo, y no con él, cada vez que se queja de que los travestis se vistan de mujeres y algunas mujeres se vistan como hombres, rematando con un apocalíptico “todo se ha perdido”. Y así como mezcla distintas ambientaciones de Buenos Aires a lo largo del tiempo, esta película trabaja con un muy buen humor a varios niveles; desde la frescura gestual de muchos de sus actores (casi todas caras nuevas, más allá de alguna experiencia en la televisión) hasta el guiño de que, en una película en la que un joven otorga parte de su identidad a un guapo, alguien esté leyendo en el colectivo un libro de Pessoa, el guapo de los heterónimos.

Y, a propósito de otros que son uno mismo, Borges, en uno de sus más geniales cuentos que narra el encuentro, en Boston, de un hombre maduro con su versión adolescente, le hace decir al adulto que sentía por ese joven un afecto aun más grande que el que puede sentirse por un hijo. Esa es la atmósfera límite, onírica y sensible que logra crear Fantasma de Buenos Aires, mostrando que cada época tiene sus virtudes y sus defectos, sus avances y sus límites, su fulgor y su caída. Que, acaso, no exista el progreso total porque no está adelante sino en el abrazo ¿imposible? de las generaciones. Que las manos que blanden la faca para dirimir un duelo son también las que acarician y ayudan a recordar un paraíso perdido que, seguramente, no esté en el pasado sino en el mismo devenir del tiempo.

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