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Domingo, 13 de diciembre de 2009

La otra orilla

Durante décadas, la Isla Maciel fue un lugar de agua limpia, naturaleza y esparcimiento como el Tigre. Pero la pobreza, la contaminación, el desempleo y el desamparo la fueron convirtiendo en un territorio signado por la prostitución, el delito y la violencia. Sin embargo, a contramano de la estigmatización mediática, los habitantes de la isla no se jactan ni se enorgullecen del lugar en el que viven, sino que sueñan y piden un lugar mejor. Por eso, a través de una iniciativa de la Asociación Miguel Bru, se llevaron a cabo durante cuatro años talleres de periodismo y fotografía con los chicos de ahí. El resultado, recopilado en el libro Ojos y voces de la isla, es un testimonio lírico y sincero de cómo esos chicos ven el mundo en el que viven.

 Por Mariana Enriquez

“Ustedes se van a ir.” Esa era la frase que más repetían los adolescentes y chicos de la Isla Maciel que participaron en los talleres de Fotografía y Periodismo coordinados por la Asociación Civil Miguel Bru entre 2004 y 2008. Ustedes se van a ir. Lo decían con resignación, con decepción anticipada, probablemente con algo de furia cansada. Y con esa certeza desconfiada se juntaban todos los sábados –los primeros dos años– en el salón del Club Tres de Febrero, frente a la plaza: a veces ayudaban los capacitadores a baldear, para que no molestara tanto el olor a orín que se colaba desde el conventillo del primer piso. Algunos chicos llegaban a las reuniones con hambre, otros “amanecidos”. “Nuestra preocupación era motivarlos. Porque cuando llegábamos había cierta desmotivación”, cuenta Gonzalo Martínez, uno de los coordinadores y capacitadores del Taller de Fotografía. Junto a Laura Sottile y Pablo Piovano, él estuvo presente en los cuatro años de taller; también participaron durante menos tiempo Ariel Gutraich, Gustavo Mujica y Pedro Linger Gasiglia. Cuenta María Eugenia Ludueña, coordinadora del Taller de Periodismo junto a Leonardo Godoy: “Antes de empezar con los talleres en general, cuando lo único que sabíamos era que había que laburar con los pibes jóvenes de Isla Maciel, se les preguntó a los adolescentes (esto desde la Asociación Miguel Bru, que había llegado ahí por violencia policial e institucional, a raíz de una nota de Cristian Alarcón) qué talleres querían. Y ahí ellos dicen: ‘Queremos talleres de peluquería, de electricidad, de computación, de fotografía y de periodismo’. Con el correr del tiempo se sumaron otros talleres, de panadería, de video comunitario, de derechos humanos, de prevención de riesgos, de producción radiofónica infantil, de plástica y derechos del niño, por ejemplo. Pero a la larga, los que se sostuvieron todos los años que estuvimos en Isla Maciel fueron fotografía y periodismo. Es curioso porque los que veníamos de afuera en un punto pensábamos –desde nuestros preconceptos– que ellos ‘necesitaban’ más talleres de oficios, de electricidad. Puros prejuicios.”

El lugar sin limites

Los adolescentes ahí sentados, midiendo, desconfiados, reservados, esperando; la adolescencia brava y áspera. Al principio la mayoría de las fotos que hacían eran de sus amigos y de ellos mismos, posando: es que les gustaba verse a sí mismos. De a poco, los capacitadores les hacían propuestas: por qué no mostrar la isla, salir a pasear, encontrar los lugares secretos, mostrar los problemas –los obvios y los no tanto–. Así aparecieron las imágenes del río podrido, de las adolescentes embarazadas, de las armas sobre la mesa, los pasillos que parecen de cárcel, la ciudad lejana que queda tan cerca, fábricas cerradas, puertas de hierro, perros, el arenero, el club San Telmo, los altares a San Jorge. También imágenes que tienen más que ver con la vida vivida en relativa normalidad: un nenito disfrazado, una hermosa adolescente vestida con brillos de 15, alguien fumando en una cama, otro que sonríe para la cámara con su novia. Muchas de esas imágenes están en el libro que acaban de editar en conjunto los talleres de fotografía y periodismo, Ojos y voces de la isla. Imágenes que ya ni siquiera conservan la fantasmagoría de lo que fue la Isla Maciel incluso antes de ser el centro de prostitución más concurrido de los límites de la Capital. Cuenta el libro: “La Isla Maciel es el asentamiento urbano más antiguo del actual partido de Avellaneda y sus orígenes datan de 1860... Era un apéndice de La Boca, un lugar a orillas del arroyo Maciel donde existían numerosos recreos de agua limpia y una cantidad de vegetación similar a la de Tigre. Muchos vecinos iban a la isla a pasar sus fines de semana al aire libre, escapando del ritmo de la gran ciudad. Los habitantes más antiguos de la isla recuerdan aquellas viejas historias, de trenes, regatas y astilleros, de cantinas y frigoríficos, de trabajo y milonga para todos”.

Ahora la cartografía es otra, y en los talleres de fotografía y periodismo se intentó mapear en imágenes esta Maciel, la del desempleo y el desamparo. Las salidas, cuentan, eran antológicas. Divertidas. “Recorrer era mágico, porque ellos se inventaban un mundo de imágenes, corrían por los pasillos, iban al arenero o al Riachuelo. Empezamos a descubrir un ojo muy animal, muy puro. Hasta el día de hoy pienso que algunos podrían haber sido grandes fotógrafos”, dice Gonzalo. Muchos de esos paseos contaron con la compañía de visitantes famosos: Susan Meiselas, ex directora de Magnum y célebre por su trabajo en El Salvador, fue retratada a rabiar por los alumnos. Y a Paulo Lins, el autor de Ciudad de Dios, lo llevaron a conocer El Fondo y El Hueco (los lugares más marginales de la Isla, ya muy cerca del Riachuelo) y lo acosaron con preguntas acerca de la vida en una favela.

Las reuniones del taller también eran muy divertidas, una vez atravesada la reserva. Los chicos hacían fotos de “todos contra todos” (cada uno sacaba el retrato del otro, hasta completar los 15 que integraban el taller), y armaban un mural. Al rato faltaban fotos, robadas por chicas enamoradas. Otro día, los profesores hablaban de ángulos y del puente, y a la semana siguiente un chico traía fotos tomadas desde un punto imposible. “Se subió como treinta metros para hacer la foto. Le preguntamos: ‘¿Cómo hiciste?’ y nos dijo: ‘Es que usted había hablado de los ángulos distintos, y yo me trepé’. Hizo un barrido ahí arriba. No hay manera de hacer esa foto salvo desde, no sé, un helicóptero. Si soplaba un vientito, el pibe se caía. Y con toda ingenuidad nos mostraba con el dedo dónde se había subido.” Esa vez puso orden Laura Sottile, coordinadora general y especie de súper madre permisiva hasta ahí, hasta que olía el peligro. “Laura nos contenía incluso a nosotros, y hacía el nexo con los límites que había que poner. Nosotros éramos muy bestias. Con Pablo hacemos talleres medio lúdicos y los pibes nos terminan faltando el respeto por intención propia, porque nosotros queremos. El arenero era el lugar donde iban a hacer bardo, y nosotros los acompañábamos y jugábamos con ellos. Pero queríamos que dentro de ese bardo también registraran.”

Soñar con Walter

El nombre del bardo y la chispa era Waltercito. “Si le poníamos traje y corbata podía laburar en el New York Times. Era muy sólido. En su interior había un fotógrafo”, dice Pablo Piovano. “El tenía 10 cuando empezó el taller. No estudiaba, no iba al colegio. Vivía muy intensamente y era muy importante para nosotros en los talleres. Era ese pibe que hubiera llegado a algo si la vida se lo hubiera permitido. El libro es un homenaje a él porque era muy importante para nosotros, era el pibe que llegaba cada día y nos hacía pensar que podíamos modificar algo.”

Waltercito aparece en Ojos y voces de la isla con un autorretrato decidido, los labios anchos, una cableado sobre el cielo que parece salirle de la cabeza. Lo mataron a los 14 años, cuando quedó en medio de un enfrentamiento en un cyber –que no era cyber, porque las máquinas no estaban conectadas a Internet, apenas se usaban para los videojuegos–. “En al Isla hay remeras que dicen ‘100% Walter, estamos con vos’. Se volvió un icono, era puro chispa. Parecía saber que su vida iba a terminar muy pronto. La última vez que lo vimos fue una semana antes de que lo mataran. Y fue una bala para todos.”

Tanto que visitaron la isla un par de veces más y dijeron basta. Había que hacer algo con el material. Había que parar un poco. Era necesario reconocer que esa muerte era un cierre. Dejaron de ir y se pusieron a editar el libro.

La semana pasada, el libro llegó a la isla y se repartieron 300 ejemplares desde la escuela, que terminó siendo el centro de las actividades y la contención. “No son conscientes del potencial que tiene este trabajo. Están felices de pertenecer juntos a una historia, pero no sé si saben el valor que tienen estas fotografías como rescate de la memoria y de lo personal”, dice Gonzalo. Muchos de los chicos que aparecieron estaban irreconocibles, una vez pegado el estirón. Todos los que pudieron ir, fueron. Algunos están detenidos, otros lejos de la isla, los menos se alejaron y no pueden volver. Entre los que aparecieron estuvo el hermano de Walter, que propuso llevarle un libro a su hermano, que está enterrado en el cementerio de Avellaneda. “Le llevamos uno –cuenta Gonzalo–. Es impresionante el altar mezcla con juguetería que tiene ahí. Se ve de lejos.”

Todos contra todos

Las fotos y textos de Ojos y voces de la isla no están firmados, una decisión que, para quien no conoce el territorio, resulta desconcertante. ¿Por qué las fotos y los textos no están firmados? ¿Por qué se decidió que fuera una autoría colectiva? María Eugenia Ludueña explica: “Se pensó a raíz de una realidad que atravesaba a los dos talleres: algunos chicos producían mucho y muy bueno, otros producían menos pero estaban muy interesados. Cuando arrancamos algunos se habían anotado en periodismo creyendo que era un taller de televisión. Y el lápiz y la hoja en blanco les daban pánico. A los que se habían inscripto, al principio los íbamos a buscar casa por casa al fondo de la isla, la parte más precaria, al borde del Riachuelo. Muchos de estos adolescentes no iban a la escuela hacía rato. Algunos eran analfabetos y se anotaban igual. Así que si alguien no sabía escribir, tratábamos de buscar los medios para que aprendiera, pero mientras tanto esa persona trabajaba con grabador o con otras variantes. En función de esto planteamos muchos trabajos grupales y textos de creación colectiva”. Para las fotos el criterio fue parecido: no todos producían con el mismo nivel ni con la misma intensidad. Pero como eso no era importante, porque era un taller de expresión, no de calificación, se eligió priorizar algo hecho por todos. Y cada uno de los participantes, aunque no esté individualizado, tiene una foto en el libro. No falta ninguno. En cambio, no hay fotos de los capacitadores. “Algunos no quieren poner el apellido –cuenta Pablo–. Y muchos no quieren salir, se persiguen, están mostrando cosas que no quieren... Qué sé yo qué quilombos tienen.”

Tienen unos cuantos. “El taller era un lugar netamente indisciplinado, como lo es la isla –dice Gonzalo–. Estas son las familias del desastre.”

Pero para hacer el libro muchas de esas fotos –que son fáciles de imaginar, y que existen– quedaron afuera. “No queremos estigmatizar. De la realidad delictiva dejamos sólo la foto del arma sobre la mesa. Es también para que los chicos vean otra cosa en el libro que hicieron. Y por una decisión editorial: elegir fotos donde esté presente la violencia es el lugar común de una edición en un lugar de riesgo.”

Claro que los capacitadores tuvieron encontronazos. En 2004 llegó el paco a la Isla Maciel, cosa que notaron porque –así lo describen– “la fisura era distinta”. Además, muchos chicos súbitamente cambiaban de humor, y se enojaban, con ellos, con todo. Alguna vez un adolescente paró a un capacitador en una esquina, y le dijo claramente que se la iba a dar. El primer sábado, a uno de los fotógrafos que iba en auto lo cruzó un chico, lo obligó a frenar, le puso un revólver en la cabeza y le dijo “dame todo”. Una mujer vio la situación, le dijo al chico que no fuera atrevido, que eran de la Bru, y todo el material robado fue devuelto, con las correspondientes disculpas. “La isla tiene arraigada una familiaridad con el delito –cuenta Gonzalo–. Casi todos tienen alguien en cana, o un pasado delictivo. Es muy natural ser hijo de delincuentes, pareja, sobrino, tío. Es la regla. Pero no hay un orgullo de ‘ser de la Maciel’. Hay un orgullo por San Telmo, por esa cosa incondicional del fútbol, pero nada más. El sueño es salir. Ninguno plantea que se quiere quedar.” Ellos, los capacitadores, sí se tenían que quedar, incluso cuando alguna situación les ponía los pelos de punta. Porque uno no va a la Isla Maciel pensando que va a encontrarse con una calma de siesta. Y si va a abandonar en cuanto aparecen esos problemas que son, justamente, los problemas que los llevaron hasta ahí en primer lugar, mejor es no tomar el compromiso. Porque ellos lo saben y lo repiten: ustedes se van a ir. Pero este taller duró. Cambió de lugar y en los últimos años se dio –con la colaboración del docente Sergio Staniulis– en la escuela Nº 6 (que entonces era sólo primaria y ahora tiene nivel medio, la Nº 18) con chicos de entre 6 y 12 años, que traían otros temas, otras miradas. Pero el taller aguantó. Hasta lograr ese libro, y probablemente hasta reanudar una nueva etapa el año que viene, con algunos de los mismos profesores pero quizá de la mano de Asociación de Reporteros Gráficos (Argra). Por ahora, la continuidad pensada es del taller de fotografía, que siempre fue independiente del de periodismo, aunque a veces cruzaran materiales para trabajar. Pero hay más continuidades, cuenta María Eugenia Ludueña: “Una de las chicas del taller de periodismo está escribiendo un libro sobre la historia de su vida. Otras están planeando un proyecto grande: armar un centro cultural en la Isla Maciel. Son mujeres que estuvieron en los talleres de fotografía y de periodismo, semillas de un proceso mucho más abarcador que un texto, una foto o un libro”.

“Nos asombró muchísimo que pudiera durar –cuenta Gonzalo–. Todos pensábamos ‘Este sábado no va a venir ninguno’. Pero aparecían. Y eso te producía una suerte de obligación interna. Queríamos sostenerlo. Hasta el día de hoy entro a la isla con pasión: sé que no tiene sentido, pero quiero quedarme. Cuando los miro cara a cara sé que no les mentí: sigo acá y no sirve para nada, o no sirve para mucho, pero estoy. Haber llegado al libro es fuerte, porque peleamos mucho para que se haga, había un compromiso nuestro. Nos decíamos ‘Esto tiene que verse’.”

Los alumnos nunca les pidieron trabajo, y aceptaron sencillamente que era un taller de expresión, no una salida laboral. A veces algunos capacitadores sentían desesperanza. “Pocos salen, casi ninguno zafa –dice Gonzalo–. Yo sé que ir ahí y ofrecer lo que uno sabe hacer es bastante, pero a veces no se siente como suficiente.” Pablo Piovano piensa diferente. “Si te proponés la salvación, no salís de tu casa”, dice. Recuerda que una madre del barrio les dijo: “Siempre es mejor que estén aprendiendo cualquier cosa antes que estén en la calle pensando en las zapatillas que no se pueden comprar”. La gran frustración de Piovano es no haber podido llevarlos a conocer el mar –esa redención mítica de los chicos duros, desde el Antoine Doinel de Los 400 golpes hasta hoy–. Gonzalo no es tan romántico. “Este es un poeta, un soñador. Yo le decía ‘Pablito, de qué mar me hablás, ¡nos la van a poner!’. Llegó a ser un chiste entre nosotros, porque después de todo fuimos cuatro años a la isla, una vez por semana, y nunca nos pasó nada serio. Ahora queremos que continúe este proyecto de expresión a través de la imagen. Queremos que se cuenten. En algún momento cambiará la historia: será en cien años, pero va a cambiar. Por lo menos, que quede memoria de este tiempo. Porque lo que descubrieron a través de sus ojos es maravilloso.”


El puente

El lugar que más me gusta es el puente que cruza el Riachuelo. Tiene una buena imagen. Es grande, gris, está hecho de hierro y cemento. Sus escaleras están rotas y las paredes pintadas. El puente está viejo, oxidado, muerto.

Hace mucho tiempo el río era limpio y se podía disfrutar. Ahora todo se ve triste y desolado por las contaminaciones de otros riachuelos y fábricas. Se siente como si la gente estuviera aislada de las demás personas, o como si no existieran.

Acá los pájaros no pueden vivir porque cuando hacen un nido en las plantas o en los árboles, los huevitos se les caen al río.


Deseo de fin de año

Que no maten
y que no roben más
y que la isla Maciel
sea feliz para Navidad


Vivir en la Maciel

Nosotros, los que vivimos acá, sabemos quién es quién: quién roba, trabaja o vende droga. Pero no es fácil. La isla cada año se cierra más. Antes los turistas entraban. Ahora nos miran de lejos. Es verdad: ya no pueden pisar acá. Tampoco entran los médicos ni llegan los resúmenes de las cuentas, si, por ejemplo, pedís un crédito. En estas cuadras todo es más barato: las salchichas, el café y la ropa. Pero en el fondo de la isla, donde viví hasta hace un año, la vida para los jóvenes carece de sentido. De lunes a lunes, siempre es lo mismo. Se levantan a las 11, desayunan pan con mate, se sientan adelante hasta que les agarra hambre, almuerzan un guiso, duermen, vuelven a comer y salen durante toda la noche.

No hay trabajo acá adentro, más que en las remiserías. Casi todos tienen planes sociales: limpian la plaza o barren las calles. Mi marido trabaja afuera de la isla. El creció acá y ni loco se va. Los pibes lo respetan. Pero es muy difícil conseguir un trabajo... cuando se enteran de que vivís acá. A pesar de todo esto yo tengo un sueño: que la isla vuelva a ser como antes, cuando nuestros familiares y amigos podían entrar y salir sin que tuviéramos que hacerles una custodia personal.


Voy a contar mi historia

Voy a contar mi historia: yo tengo dos
perros, uno que se llama Osito y otro
Panchi. Osito duerme afuera, en el patio,
y la Panchi duerme conmigo en la cama
porque es chiquita y muy inteligente.

A veces quisiera saber qué ve mi perro
Osito cuando aúlla y también si es verdad
que si te ponés la lagaña del perro en la
cara te volvés loca.

Yo vivo en un pasillo donde los que roban
pasan todas las noches. Nosotros con mi
familia no tenemos miedo porque creemos
en Dios.


Los autores del Taller de Periodismo son Aldana, Angel Cisneros, Andrea Romero, Antonella González, Belén Romero, Betina, Bárbara Lucero, Carolina Insfrán, Daiana Monzón, Daniela Araujo, Elvis, Fernanda Romero, Federico Dorrego, Grabiela Rivero, Gabriela Bonahora, Gustavo Núñez, Jennifer Maidana, Jesica Báez, Juana Monzón, Karen Miranda, Kevin, Lucila, Marcela, Marcela Laris, María Alejandra Laris, María, Mayra Maidana, Micaela Sánchez, Micaela, Miriam Monzón, Marcelo Monzón, Nahuel Maidana, Nara, Romina, Ruth Romero, Rodrigo, Salomón Ramírez, Sonia, Vanesa Báez, Walter Castillo, Yesica Martínez y Yesica.

Los autores del Taller de Fotografía son Alejandro Almada, Ariel Monzón, Andrea Romero, Bárbaro Lucero, Emanuel Zarazue, Federico Dorrego, Gustavo Nuñez, Guadalupe Eusebio, Jesica Baez, Juan Manuel, Juana del Puerto, Leandro, Miriam Monzón, Juana Monzón, Mayra Maidana, Melina, Nahuel Maidana, Omar Castillo, Pichulo Benítez, Rosalía Prieto, Ruth Romero, Romina, Rocío Benítez, Salomón Ramírez, Yanina Maidana y Walter Castillo.


La impresión del libro Ojos y voces de la isla se hizo con el apoyo de la Secretaría de Cultura. No se vende: se pide a cambio un bono contribución voluntario, cuyos fondos serán destinados a la escuela y a armar una futura muestra. Para solicitar el libro escribir a [email protected] o en la Asociación de Reporteros Gráficos Argentinos (Argra), Venezuela 1433, de lunes a viernes de 13 a 18, tel. 4381-4593.

Todos los textos fueron escritos por los chicos de la isla y están incluidos en el libro.

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