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Domingo, 20 de diciembre de 2009

CINE >JUVENTUD SIN JUVENTUD: COPPOLA VUELVE A LOS CINES TRAS MáS DE UNA DéCADA

El caso Coppola

Después de haber filmado un puñado de obras maestras que hicieron del cine independiente de los ’70 lo mejor de la industria, de haber reinventado el cine independiente en los ’80, de haber ganado millones y haberse fundido varias veces, y de un retiro de más de una década, Francis Ford Coppola estrenó Juventud sin juventud, una película filmada por afuera de los estudios, sin condicionamientos e inaugurando una nueva etapa en su vida artística. El hombre que reiventó el cine quiere volver a reinventarlo. Para la mayoría, todavía está lejos. Para otros –incluido Coppola– alcanza con que lo intente.

 Por Mariano Kairuz

El tema es uno inmemorial y al que nadie le escapa: cómo llegar a sabio antes de llegar a viejo. Cómo alcanzar los conocimientos necesarios para vivir y hacer bien antes de que el cuerpo haya empezado a darse por vencido. El tema es, por supuesto, el paso del tiempo, imprescindible para construir pero inexorable a la hora de destruir. Y el tema del tiempo ha acompañado a Francis Ford Coppola desde siempre; quizá de manera más explícita con esos personajes extraños que lo experimentan de maneras igualmente extrañas (Drácula y la inmortalidad, Peggy Sue y su regreso a la adolescencia, Jack y su envejecimiento prematuro) pero incluso desde antes, desde una de sus obras maestras, porque la fuerza épica de sus dos primeras películas de El Padrino proviene inevitablemente del modo en que atraviesan generaciones y de su descalabro cronológico, que empieza con su protagonista viejo y después retrocede para mostrarnos cómo se hace una figura de esas proporciones. Ahora el tiempo vuelve a ser, sin sutileza alguna, el tema de Coppola en su regreso al cine después de diez años sin estrenar. El hombre que a los 29 cambiaba el cine de su época, llega a los 70 declarando haber hecho por fin una película pequeña y personal como las que quería hacer cuando su carrera se convirtió, casi por accidente, en esa cosa monstruosa capaz de generar una década entera de obras maestras.

Y el tema es, una vez más, el tiempo (transcurrido): durante los cerca de diez años en que supimos bastante menos de él que de su hija Sofia, Coppola se dedicó a sus viñedos en Napa Valley, un emprendimiento vocacional y de negocios en el que ganó bastante más dinero que como cineasta. Con unos cuantos millones de la nada desdeñable fortuna que amasó con la vid (mientras hacía pie, también exitosamente, en la industria turística), produjo él mismo, en libertad y prescindiendo de los estudios, su primera película como director desde El poder de la justicia, aquel efectivo thriller basado en la novela de John Grisham The Rainmaker. Ahora que ya no le quedaban deudas por pagar, puso manos a la obra en lo que él mismo considera el reinicio de su carrera; una apuesta, una búsqueda, el intento de recuperar el instinto de su juventud y parte del tiempo perdido. Que son también las obsesiones del protagonista de Juventud sin juventud. El hombre que se dedicó a cultivar y vender uno de los mejores productos del tiempo –de Napa Valley al mundo– volvió al cine con un film obsesionado por el impiadoso correr de los años.

Regreso al pais de Dracula

Basada en un relato del filósofo rumano Mircea Eliade, Juventud sin juventud empieza con un hombre septuagenario al borde del suicidio, deprimido por un amor perdido a los veintipico, a manos de un ambicioso proyecto de investigación –la búsqueda del origen de todas las lenguas– que no pudo completar. El hombre se llama Dominic Matei y se dispone a abandonar este mundo cuando un rayo cae del cielo y lo parte al medio, carbonizándolo y –polvo al polvo– extendiendo en el mismo acto su vida. El hombre (interpretado por Tim Roth), que debería haber muerto –o al menos haber quedado paralítico, mudo, ciego, le dicen los médicos– obtiene de ese rayo una nueva vitalidad que lo convierte en el sujeto más misterioso y codiciado de la ciencia de su tiempo: sus viejos dientes se caen y abajo surgen otros perfectos y lozanos; su piel se regenera, y de pronto el hombre partido al medio tiene la mitad de sus setenta años, y nuevos superpoderes cognitivos: puede asimilar toda la información contenida en un libro con sólo escanear su tapa con la vista.

La historia se despliega entre 1938 y 1960, y Matei, ya consciente y autodefinido superhombre del futuro, y decidido a reemprender la obra de su vida, debe huir de los nazis, tan interesados en este tipo de fenómenos fantásticos, mientras los servicios norteamericanos de inteligencia (cameo de Matt Damon) le ofrecen pacíficamente financiación y asilo.

Y si al primero que parece estar reflejando la película es al propio Coppola, Juventud sin juventud es también una historia de dobles, de inversiones y reversos, de espejos y opuestos. Cada tanto, la pantalla se invierte –el plano queda literalmente cabeza abajo, el centro de gravedad dado vuelta—; la mujer perdida aparece reencarnada y a la vez reencarnando a otra mujer de cuatro siglos atrás, y el protagonista se ve perseguido por su doble, o su otra, maléfica mitad, o su conciencia. Por un accidente idéntico pero de efecto opuesto, la mujer se convierte en la contracara de Matei, o quizás en su espejo, en una referencia a El retrato de Dorian Grey que se va volviendo más explícita a medida que avanza la película. Y lo que Coppola podría, para sentirse joven, haber convertido en una historia de superhéroe mutante y freak muy contemporánea –Matei es, después de todo, una especie de X-Men, y la Gestapo intenta cazarlo con métodos tan coloridos como una Mata Hari fatal—, decide en su lugar contar un melodrama saturado de simbolismos y apelando a la retórica de alguna vieja y vencida vanguardia europea.

Caida y ascenso

Coppola intentó filmar Juventud sin juventud no sólo a espaldas de los estudios sino casi en secreto, sin anunciar públicamente su rodaje. Por lo que cuando reapareció, muchos se preguntaron qué había estado haciendo todo este tiempo, y cómo era que había pasado de la adaptación de un best seller a un film independiente de aspiraciones experimentales. Y esto es lo que estuvo haciendo, así fue que pasó: tras terminar de recuperarse de sus sucesivas quiebras en los ‘80 filmando trabajos por encargo, Coppola intentó (a la par que producía a sus hijos y a Robert Duvall, entre otros cineastas) largamente hacer despegar dos proyectos. Uno era el de filmar una versión de Pinocho, pero la Warner se lo impidió (aunque después debió pagarle decenas de millones de dólares). El otro era un proyecto no menos personal que Juventud, pero mucho más caro, que venía abrazando desde principios de los ‘80. Megalopolis, dijo, pretendía ser un film épico sobre el resurgimiento de Nueva York desde sus cenizas, su renacimiento tras una debacle financiera monumental, una utopía sobre empezar de nuevo. Su guión, del que llegó a tener múltiples bocetos de hasta 200 páginas, trazaba una parábola sobre la república romana. Llegó a hacer pruebas de cámara con Paul Newman, Robert De Niro, Leonardo Di Caprio, James Gandolfini, Uma Thurman. Puso dinero de su ya saneado bolsillo para la búsqueda y fotografía de locaciones, y otras pruebas de preproducción. Pero no sólo no alcanzó a tener un gran estudio dispuesto a invertir los al menos cien millones de dólares que hubiera requerido su producción, sino que el 11 de septiembre de 2001 arrasó con lo que tenía escrito hasta ese momento. No había manera de seguir adelante con su proyecto sobre la refundación de la ciudad más importante del mundo sin incorporar aquel desastre y, confesó, no sabía cómo hacerlo. “Ya estaba tratando de reinventar el lenguaje del cine para poder lidiar con el tiempo y la conciencia interior, y quería hacer un paralelo entre América como contraparte histórica de la república de Roma”, dijo. “Y me di cuenta... Mírenme: casi todos los problemas de mi vida suelen ser que todo termina siendo demasiado grande. No sabía cómo reducirlo”.

El proyecto se vino abajo junto con las Torres, pero una amiga de toda la vida a quien le había pasado el guión para pedirle su opinión, le acercó el libro de Mircea Eliade en que se basa Juventud sin juventud. Entonces empezó a cobrar forma la idea de hacer un film más chico e íntimo, sin tener que rendirle cuentas a nadie. “Cuando empecé yo quería hacer films más personales”, contó en una entrevista con Vanity Fair. “Pero cuando tenía 29, hice El Padrino y mi vida cambió. Tuve una carrera enorme cuando era joven y esperaba poder hacer este film más, no voy a decir artístico, pero más personal. Las películas de verdad son las que tratan sobre las ideas y los sentimientos, no están para hacer un montón de dinero y volver a hacer la misma película una y otra vez todo el tiempo. También sentía que el cine puede cambiar. ¿Quién dijo que todas las ideas acerca de cómo se expresa una historia se aprendieron en la era del cine mudo? ¿Por qué no hay nuevas ideas desafiando el lenguaje del cine hoy? En parte es porque el cine está mucho más controlado por los productores.”

Cuando tenga 25 años
de nuevo

Y cuando el autor de obras maestras de mayores (Apocalypsis Now!) o menores (La conversación, La ley de la calle) proporciones desaparece de los cines por diez años, al volver genera un nivel de expectativa inevitablemente alto que sin duda le jugará en contra. Como a Peggy Sue, su pasado lo esperaba. No se conoce el presupuesto completo de Juventud sin juventud (que fue apoyado por fondos europeos), aunque algunas publicaciones dan a entender que se trató de algo menos de 20 millones de dólares (una cifra suficientemente alta y a la vez creíble para un proyecto independiente). Lo que sí se sabe con certeza es que fue casi todo dinero perdido porque, en ocasión de su estreno norteamericano, dos años atrás, no la vio nadie. Y además, buena parte de la crítica de su país se la cargó sin piedad.

En la influyente revista de la industria, Variety, el crítico Jay Weissberg escribió entre otras cosas sobre su “inhabilidad para conectar con sus personajes” y la falsedad de sus locaciones europeas. En Salon.com, Stephanie Zacharek la describe como “una película que parece hecha por alguien que perdió la razón. Verla fue un sufrimiento”, y remata: “Hay cosas en Juventud sin juventud que son tan absurdas que uno no puede evitar reírse de ellas, pero al final no hay nada en la película que sea gracioso. Es tan mala que hasta reírse de ella parece un desperdicio de aliento”. Y David Denby empieza su breve reseña en The New Yorker diciendo “que lo peor de la película de Coppola es que no es lo suficientemente vergonzosa como para convertirse en camp”, para terminarla con estas palabras: “Alguna de las imágenes y ambientaciones de época son encantadoras, pero Coppola, alguna vez el mayor narrador del cine, ha apostado por el tipo de sinsentido irremediablemente pomposo que la mayoría de la gente deja atrás en un grupo de discusión universitario”. Su mayor defensor fue J. Hoberman en el semanario Village Voice, acaso porque se trata de un crítico e historiador con un gran afecto por el cine experimental, un amor por el ridículo y el riesgo, capaz de valorar la prueba no superada de Coppola en todas sus falencias formales, sus pretensiones vanguardistas con décadas de atraso, la juventud sin juventud que le achacaron los demás. Hoberman la encuentra “anticuada en sus aspiraciones vanguardistas” pero también “bien narrada, personal, esencialmente lúdica”, “una máquina del tiempo cinemática, a la vez más tonta y más desesperada en sus convicciones que los similares viajes al Oriente místico del Pequeño Buda de Bertolucci o el Kundun de Scorsese. Esta difícilmente sea la mejor película de Coppola pero está lejos de ser la peor; su apuesta por un nuevo comienzo viene del corazón”.

Algo golpeado por las críticas adversas, al menos al principio, Coppola vino poco después a la Argentina a filmar otro proyecto “absolutamente personal” sobre una familia italiana, y su primer guión original en décadas. Tetro (que acá se anuncia para el año que viene) fue igualmente fustigada por la crítica, pero Coppola insiste en seguir adelante, en que se siente envuelto en una corriente de inspiración, en que “éste es mi período Tennessee Williams, de drama poético”. “Voy a seguir volviendo al tipo de cosas que quería escribir cuando tenía 25 años”, dice el hombre que volvió de una película como se vuelve de Vietnam, que ganó y perdió millones y millones de dólares y nunca se detuvo (en todo alternó pasiones), y que, aunque no vuelva a hacer otra gran película en su vida, siempre tendrá ese puñado que han hecho de los ‘70 una de las mejores décadas de la historia del cine. Aquellas que filmó cuando fue, sin quererlo, un hombre del futuro, el artista que conquistó al tiempo llegando a genio mucho antes de llegar a viejo.

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