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Domingo, 10 de enero de 2010

LA OBRA DE LUIS J. MEDRANO HECHA LIBRO

Costumbres argentinas

Dibujante exquisito, amante del detalle, dueño de un repertorio gráfico poco común, preciso y sutil para el humor urbano, Luis J. Medrano marcó un hito del dibujo argentino con sus Grafodramas. Y aunque hubiera merecido ser padre de una escuela más evidente, su circulación en diarios tradicionales y por afuera de las revistas del género lo dejaron en el lugar de una influencia acaso menos evidente pero no por eso menos notable. Ahora, la reedición ampliada de Grafovidas (la primera edición voló de las librerías en semanas) amenaza con revertir esa discreta presencia de Luis J. Medrano en la estirpe de los dibujantes argentinos.

 Por Miguel Rep

Tengo una imagen clavada en esa especie de plancha de corcho que es nuestra memoria, y en la mía, una foto coexiste con los héroes de mi mitología personal. En ella está Luis J. Medrano, riguroso blanco y negro diurno, en su panóptico de Diagonal con vista a Florida. Desde ahí, Medrano observa el hormigueo de gentes que marchan urgidos cada cual con su existencia, estampa que ya de por sí invita a la caricatura. Y el dibujante toma apuntes mentales, que luego transportará a su línea clara. Digo línea clara a propósito, recordando aquel revival de la historieta de los recientes años ‘80 con epicentros en Madrid, Barcelona y Bruselas, basada en la escuela fundada por George McManus en Trifón y Sisebuta, y que estandarizó Hergé en su Tintín: rigurosa línea, blancos extensos, negro pleno y escasísima trama o medio tono, toda una invitación para un color que acompañe pero no dibuje. Medrano, en blanco y negro, es línea clara. Y hubiera estado de moda en la España de las movidas.

¿Y su humor?

El de Medrano es un humor de dibujante. Pocas veces se ha visto tanto gag dependiente de un resultado gráfico. Los dibujantes sabemos que para lograr los grafodramas hay que poseer un arsenal gestual, escenográfico y de credibilidad casi realista en cada elemento dibujado, muy poco usual en nuestro género. Y la gráfica, tan precisa, siempre requiere para su remate de la palabra exacta y lacónica que, cuando aparece, complementa e ilumina el chiste. En los grafodramas una imagen vale una palabra.

Medrano es un hombre de observaciones normanrockwellianas: descubre travesuras en las más rígidas normalidades, y las dibuja con precisión. Y, como aquél, con un profundo carisma de lo popular. Más respetuoso que molesto, está siempre a punto de desmontar alguna solemnidad. Me encanta Medrano, me transporta a una patria que hubiera querido vivir, tan llena de sombreros y reglas de juego claras. Un dibujante afectivo, que ama lo que hace y a sus criaturas, a quienes ve con comprensión desde su panóptico, al que sube para estar a la par de ellos.

Otro capítulo de este libro es el color. Sus almanaques. Ahí el color dibuja, describe, naturaliza. Aquí el color determina el clima, y todo se vuelve afectivo.

También está el hallazgo del Contreras, el impertérrito antiperonista, pero eso lo expone con precisión Tomás Sanz. Y la experiencia de Medrano como editor de Popurrí, una revista demasiado anglo para los porteños.

Indudablemente, Luis J. Medrano dejó escuela. Si no la tuvo más es porque se recluyó demasiado en los diarios: La Nación, El Cronista Comercial. Pensemos que su trabajo no circuló ni por las populares Patoruzú semanal, ni por Rico Tipo, ni en la Tía Vicenta. Y en su último año de vida, Medrano fue contemporáneo de la exitosa Satiricón, pero tampoco estuvo en sus páginas. Así y todo, me voy a animar a perpetrar una pequeña lista de influenciados por su estilo, todos ellos brillantes: Antonio Seguí (sus hombres con sombreros), Calé (su producción es posterior, seguro vio los grafodramas, y, por antagonismo, es el Medrano de la vereda de enfrente) y Quino (por el amor por la puesta y los detalles). Y seguramente en el terreno literario, pero eso se lo dejo a alguien más ducho.

Qué libro tan hermoso es éste. Su alma mater ya no está con nosotros: Andrés Cascioli le puso tanto empeño y tanto amor, fácilmente observable en este volumen. El Tano no lo conoció personalmente, y eso agiganta su obra, este libro. Cascioli cuidó cada página, decidió su edición, diseño, hasta el taller. La primera edición voló en pocos meses. Es muy necesario que la obra de Medrano siga circulando, y es tarea de sus hijos que los dibujos rompan ese cerco clasista y se derramen en todo el campo popular, al que los grafodramas pertenecen. Su vigencia radica ahí, en meterse en un constante diálogo con las producciones actuales. Los que indagan en el ADN de nuestro humor verán elegancia y también garitas, postes-paradas de colectivos y polainas, ya que fueron diseñados hace muchas décadas, pero esos curiosos llegarán a la conclusión, con sabiduría, de que estos dibujos hablan, como muy pocos, de nuestra identidad.

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