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Domingo, 24 de enero de 2010

Las mujeres nos esperan

 Por Miguel Briante

Hay mujeres que dan cierto asombro: ¿sombrean o sobran? Pavese, que se mató llamando a un montón de chicas, alcanzó a decir: Las mujeres son el pueblo alemán, el pueblo enemigo. Era italiano, y tenía eyaculación precoz: quiere decir que no tenía, como le dijo su mujer a Scott Fitzgerald –según narra, en París era una fiesta, Hemingway, a su modo de malos tiempos–, tanto instrumento.

También están las que buscan un hijo inteligente. Hay un chiste que viene completándose en el tiempo: una mujer se enamora del Che Guevara y llega por fin a su cama, o lo trae hasta la de ella. Entonces, dicen, le dice: “Ahora sacate la barba, dejá ese uniforme, olvidate, que ya estás conmigo”. Alguien agrega que ella grita: “¡y ponete los patines!”.

Está la madre de Sarmiento, para que el hijo escriba, mientras ella puntea un terrenito que hubo de dar a una patria. Están las madres, que siempre preguntan: “¿cómo estás?, ¿te pasó algo?” y, encima, recuerdan. Las mujeres, al fondo, buscan una voz, pero quieren un poema. Aquello de Mansilla: “Voilà el argentino sauvage, dijo esa condesa, y él le tiró a dos rosas puestas en el jardín”. Las rosas –lo ha dicho Juan Ramón Jiménez y lo ha repetido Beatriz Guido– mueren por delicadeza.

Las mujeres son de una suavidad que no tenemos los hombres que andamos buscando esa suavidad. Mejores o peores, nos esperan. Zelda Fitzgerald, la que humilló, según Hemingway, a su marido, que se llamó Fitzgerald por sí mismo, quemó un manicomio para morirse ella sola. ¿Lo habrá querido?

El otro día, un hombre encontró a una princesa india que se había olvidado de llevarse en la conquista. Le avisó que Borges, inevitable, había escrito: “Tenía los ojos asombrosos de grandes, el pelo renegrido y lacio, el cuerpo estricto. Era hija de federales como yo de unitarios. Esa antigua discordia de nuestras sangres...”. Ella, parada en la pradera o antigua pampa, puso esos ojos y declaró que no había tolderías.

Líneas –mujeres– que dan a un cacique que no está entorpecen el rumbo con el amor.

Pero en el pueblo un loco que vivía en una casilla chica, con la mujer, las hijas y el entenado, fue alcanzado por el cura, que lo casó. Los dos volvieron a ese ruidaje: “Al fin solos”, dijo él.

Después, lo llevaron preso. El comisario en persona lo interrogó:

–¿Casado?

–Sí.

–¿Con quién?

–Con una mujer.

–No va a ser con un hombre –cuentan que se enojó en ese tono el comisario.

–También he visto –dijo el que contestaba.

–¿A quién?

–A mi hermana.

Sobre eso, una cortina. Por ahí, Fellini en Amarcord: “Voglio una donna”, dice un hombre, debajo de un árbol. O la mujer es ese barco espantoso que pasó. O la mujer es la que van a enterrar a su tierra en La nave va. O la mujer es la que vuelve pero se va –en Ginger y Fred– mientras Mastroianni se queda entre torpezas, dejándola ir.

En otro rincón, el tango está por pedirles perdón a las mujeres, pero se arrepiente a tiempo. Les promete un destino y se los saquea. Alguien, en esta redacción donde redacto, dijo: Dalmiro Sáenz. El escribió, hace tiempo, que no se puede escribir sobre las mujeres, a menos que uno esté sobre ellas. Eso no quiere decir en contra, dirá: arrimate.

Safo mira desde otro lugar. Siempre piensa, desde la isla, en el que pasó por el medio. Aquel que viene de batalla de mujer, se acuerda. Sacar y poner no es el final.

Una vez, en un prostíbulo de Perú, con la izquierda al Pacífico –los quilombos del Perú eran un galpón con un bar en el medio, desde el que había que atravesar el desierto hasta las piezas—, pasó esto: una medio petisa, asombrada por la plata, llevó a un hombre por una galería. Ese señor no pudo moverse, ridículamente, arriba de su oscura pregunta. Salió, y otra lo esperaba por si acaso: era, tal vez, menos triste.

Pregunta: ¿La selvática le arrancó el polvo?

Se confesó que no. Ella ya decía.

–Entonces no tenía que pagar. Venga, yo se lo arranco.

Iba a pagar otra vez. Decidió hacerlo. Se acordó de algo de antes.

También asedia la memoria de Valparaíso, en tiempos en que Neruda fue candidateado a presidente, pero ya había escrito: desde el fondo de ti y arrodillado, un niño triste como yo nos mira. Allá, en la intrincada madera de esa ciudad fundada por piratas, en otro prostíbulo, se vio a esa mujer. Tenía el pelo largo. Cuando entró a la pieza, con el hombre en la cama, usó esta manera:

–Yo, sin peluca, no duermo.

Sorprendió.

En la noche, más antes, había recitado un poema de Neruda. A la mañana el hombre fue despertado por un enano, que sirvió el desayuno. Tomaron el colectivo. Hacía un frío que daba vergüenza. Iban para Viña del Mar. Ella le pidió por qué no la llevaba a ver a Neruda y Neruda, después, le preguntó por qué no la había traído.

El hombre al que Neruda le había hablado tuvo que hacerse esa pregunta. En esta columna, las mujeres, parece, están enfrente. No será para tanto: tenemos que encontrarnos.

Tal vez, a veces, deba ser en un lugar neutral.

Nosotros, los hombres, las queremos. Pero no nos pongan los patines porque el parquet ya estaba limpio.

Dos líneas más para decirles: entren en el recuerdo.

Amanece, o amaina.

Falta una línea más. Debe ser una cosa personal.

Este texto pertenece a Al mar y otros cuentos (Sudamericana, 2003), el libro en el que se reunieron los relatos publicados en Página/12 por Miguel Briante, de cuya muerte mañana se cumplen quince años.

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