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Domingo, 7 de febrero de 2010

El conejo de la galera

En mayo de 1993 nos tocó viajar a Berlín a unos cuantos escritores. Nos pusieron a cada uno un chaperón. A Tomás uno llamado Eno, a quien arrastró a Hamburgo y Bonn en una “misión secreta”. Volvieron al día siguiente: Tomás estaba radiante, Eno estaba blanco como un papel. “Ese hombre está loco. Quiso profanar una tumba, desenterrar un cadáver”, confesó después de renunciar a su puesto.

 Por Juan Forn

Dice Tomás en el final de Santa Evita que, en 1989, purgaba “la calamidad de una novela que nació muerta” cuando recibió en medio de la noche aquel llamado telefónico de un esbirro del coronel Cabanillas que reactivó su obsesión por el cadáver de Eva Perón. Puedo dar fe: La perdida (así se iba a titular la novela por ese entonces) fue el primer libro que contraté, en cuanto entré a trabajar en Planeta, en abril de 1990, pero ni siquiera entonces estaba Tomás del todo seguro de que podría terminarlo. De hecho, prefirió hacer un contrato por varios libros (la reedición de Lugar común la muerte y La novela de Perón además de dos libros “nuevos”) para cubrirse las espaldas. El año anterior, antes de recibir la llamada de Cabanillas, había devuelto a Alianza un anticipo que había cobrado por el libro de Evita y, cuando firmó con Planeta, dejó muy en claro que iba a necesitar por lo menos tres años para terminar La perdida. Yo creí que era pura coquetería, pero cuando empezó a correr el tiempo y llegaba cada diciembre y los jefazos de Planeta me apretaban para que yo apretara a su vez a Tomás (los 25 mil dólares del anticipo pesaban como una piedra cada fin de año, cuando venían los auditores de Planeta España a revisar las cuentas), supe que la cosa iba en serio y que quizás era cierta aquella maldición de la que Tomás hablaba con histriónica seriedad: toda la gente que se metía con el cadáver de Evita acababa mal.

El problema es que los capítulos que mandaba cada tanto eran horribles. Y el pacto que habíamos hecho (una de esas típicas confabulaciones que eran la especialidad de Tomás) consistía en que yo tenía que ser brutalmente franco con el material que me mandaba. La razón por la que me había elegido como editor suyo era porque, cuando lo conocimos con Fresán en 1987 y él quiso saber qué nos parecía La novela de Perón, nosotros le contestamos, con la bestialidad de la juventud, que la había arruinado a fuerza de brochazos de realismo mágico, para que calificara como “novela de dictador latinoamericano”. Tomás estaba obsesionado con el Boom, fuese por motivos generacionales, por afinidad literaria o por su origen tucumano. También estaba obsesionado por “recibirse” de escritor: que lo dejaran de ver como un periodista que hacía novelas. Y no podía confiar en nadie de su generación en esa encrucijada de su vida: o competían con él o eran amigos y la amistad les distorsionaba la objetividad para el otro lado. De manera que, cada cuatro o seis meses, llegaban a Planeta unos capítulos de “La perdida”, yo procedía a leerlos ávidamente esperando el ramalazo eléctrico que caracteriza todo descubrimiento literario, e invariablemente terminaba levantando el teléfono y arruinándole el día a Tomás con el equivalente verbal de un pulgar apuntando para abajo.

Era evidente que la cosa no podía durar mucho así y los peores pronósticos se confirmaron cuando Tomás anunció que había dejado de lado el libro de Eva, al menos por un tiempo, para terminar La mano del amo, una “novelita tucumana” que tenía en sus cajones. Por si eso fuera poco, había aceptado además volver a trabajar en una redacción, poniendo en marcha un suplemento literario para Página/12 que iba a llamarse Primer Plano. Las noticias no podían ser peores. Especialmente cuando anunció, poco después, que se iba a vivir a Estados Unidos (Susana Rotker, su mujer, había sido contratada como hispanista por la Universidad de Rutgers). A los de Página les dijo que iba a dirigir Primer Plano desde allá; en Planeta aseguró que ahora tendría más tiempo para escribir. Nadie le creyó. Sin embargo, el efecto de esa serie de decisiones fue milagroso: con La mano del amo pareció haber purgado su organismo de realismo mágico y aquella breve pero intensa convivencia cotidiana en la redacción rodeado de jóvenes que eran un balazo (Fresán, Feiling, Nora Domínguez, Graciela Speranza, Gabriela Esquivada, Marcos Mayer, Marcelo Figueras) y que escuchaban hasta la hora que fuese, torturándolo a preguntas, las historias que les contaba él sobre Evita y su cadáver, le permitió ver las cosas desde una perspectiva nueva.

Los envíos que empezaron a llegar meses después desde Nueva Jersey parecían escritos por otra persona. De hecho, eran de otra persona. El viraje determinante en el libro se produjo cuando Tomás se incluyó a sí mismo como personaje, con su voz de periodista: aquella que usaba para hipnotizar a su auditorio en las trasnoches de Primer Plano. Me acuerdo en particular de dos entregas sucesivas. Una de ellas fue la historia del Chino Astorga (el proyeccionista del cine Rialto que deja a su hija jugar con esa muñeca que bautiza La Pupé y que en realidad es el cadáver embalsamado de Eva, oculto por unos meses en la cabina de proyección de ese cine de barrio). La otra era un relato de sus travesías nocturnas en auto por el desangelado paisaje de Nueva Jersey, después de ver en un teatro de cuarta a una soprano negra con peluca rubia cantar las arias del musical Evita para un público que sólo interrumpía su ingesta de pochoclo para llorar en los momentos culminantes de la performance. En ese retorno solitario en auto, Tomás rememoraba las versiones de Eva que habían ofrecido Walsh, Copi, Perlongher, Borges, Silvina Ocampo y Martínez Estrada, y conseguía por fin ese acceso al otro lado que tanto lo había desvelado: él también era un escritor que narraba a Eva (hay una frase más que significativa en Santa Evita en la que Tomás describe sin darse cuenta ese rito de pasaje, creyendo que todavía está afuera: “Cuanto más me acerco a Ella, más me alejo de mí”). A partir de entonces, todo empezó a encajar. No importaba cuánto le faltara: ya sabía que era una mera cuestión de tiempo y trabajo.

En mayo de 1993 nos tocó viajar a Berlín a unos cuantos escritores. Estaban Saer, Tomás, Belgrano Rawson, Tununa Mercado, Caparrós. Nos pusieron a cada uno un chaperón. A Tomás le tocó un pibito de Berlín Oriental llamado Eno, a quien arrastró a Hamburgo y Bonn en una “misión secreta”. Volvieron al día siguiente: Tomás estaba radiante, Eno estaba blanco como un papel. “Ese hombre está loco. Quiso profanar una tumba, desenterrar un cadáver”, confesó a los otros chaperones después de renunciar a su puesto. En ese viaje a Berlín tuve oportunidad de ver el lado admirable de otra faceta de Tomás. Por su habilidad para las confabulaciones cortesanas, nosotros le decíamos “Savonarola” y lo cargábamos porque estaba todo el tiempo haciendo relaciones públicas (él las llamaba “alianzas estratégicas”). Pero en cuanto supimos que, después de nuestra partida, llegaría a Berlín Abel Posse (que estaba como diplomático en Praga, creo, y había logrado colarse en el evento presionando a través de Cancillería), Tomás nos reunió a todos y anunció a los organizadores del congreso que ninguno de nosotros se quedaba si ellos no repudiaban públicamente la presencia de Posse, por su complicidad con la dictadura. También se lo cargó después en un agregado que le hizo a las ediciones posteriores de Santa Evita (después de que Posse lo plagiara sin pudor en un mamarracho que publicó llamado La Pasión según Eva): cuando Moori Koenig es enviado como castigo al Sur, hay un pinche de bar medio descerebrado llamado Caín Parientini, en alusión al verdadero apellido de Posse, el que usaba como diplomático (Parentini).

A mediados de 1995, cuando la novela ya estaba primorosamente terminada y a punto de imprimir, surgió un obstáculo inesperado: Willy Schavelzon, que había desembarcado en Planeta Argentina enviado por los españoles a poner orden, desaconsejó la publicación del libro hasta que pasara la recesión que había producido el Efecto Tequila. Tomás estaba desesperado por publicarla. Tito Lafalce, el legendario gerente de ventas de Planeta, también moría por sacarla cuanto antes (“Yo siento la calle, Juancito, y te aseguro que este libro se come la cancha, con crisis o sin crisis”). Pero no había manera de convencer a Schavelzon. Hasta que Tomás sacó un último conejo de su galera. Pidió una reunión donde estuviéramos todos y puso sobre la mesa un fax que le había mandado García Márquez, autorizando para que se usara como faja promocional de la novela una frase suya que decía: “Aquí está, por fin, la novela que siempre quise leer”. Santa Evita llegó a librerías una semana después. El resto es historia conocida.

En estos días, desde que se supo la noticia de la muerte de Tomás, conversando con amigos acá en Gesell, se planteó la disyuntiva de cuál libro es mejor: La novela de Perón o Santa Evita. Sé que mi opinión carece de objetividad, así que me limito a citar una frase de Tomás: “Cuando un ser histórico ha sido redimido, se puede citar todo su pasado”. Hay algo en la concepción colectiva de Eva que hizo perfecto clic con Santa Evita. A Perón, en cambio, se lo sigue discutiendo. Quizá por eso sigue sin haber un libro sobre él que lo abarque por entero. Pero dudo de que Tomás adscribiera a esta opinión. El hubiera sabido enroscarte la víbora hasta hacerte creer que te gustan los dos por igual.

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