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Domingo, 7 de febrero de 2010

Una maravilla

 Por Miguel Russo

Hay una frase que pinta de manera perfecta a Tomás Eloy Martínez. Homero Alsina Thevenet, otro grande del periodismo, no se cansó jamás de repetirla: “En cada línea un dato; en cada párrafo una idea”. Me la dijo, con esa mueca de tipo que la sabe lunga que siempre tenía Homero, en un bar de Montevideo, en la esquina de la facultad donde se llevaba a cabo un seminario sobre periodismo y Tomás, claro, era el plato fuerte de la velada. “Ese tipo –dijo Homero– es capaz de decir cosas como ésta. Una maravilla, ¿no?”

Y sí, una maravilla. Debo mi inicio en esto de andar por los diarios a Tomás. El permitió que escribiera en el suplemento que dirigía, aquel Primer Plano que salía los domingos en este diario antes de Radar, una crítica literaria sobre el libro La actualidad de lo bello, de Hans-Georg Gadamer. Pero, al mismo tiempo, sin saberlo, me brindaba la posibilidad de poder decir que trabajaba en el mismo diario que, entre otros monstruos, escribían Juan Gelman, Osvaldo Bayer, el mismo Homero y él, Tomás. Así, haciendo esa diferencia (yo trabajaba, ellos escribían), y leyendo a diario esa diferencia, aprendí a ir escribiendo cada día un poco más.

La última vez que lo vi, varios años después, varios diarios después, al finalizar un reportaje que tenía como excusa la aparición de uno de sus últimos libros, caminamos. Y ante la manera azorada que tenía de devorar todo el paisaje porteño que pasaba meses sin ver, le pregunté: “¿Qué es lo peor de ver el país desde afuera?”. Tomás Eloy Martínez, recién llegado de Nueva Jersey, sin dejar de mirar como inventando todo lo mirado, dijo: “Que no se ve”.

Cuando me enteré de su muerte, escribí con bronca para el diario donde trabajo. Y escribí con bronca porque recordé esa frase de Tomás, esa noche de caminata, de reinventar mirando. Escribí que ese “no se ve” es algo similar a lo peor de la muerte.

Y escribí que cuando el que se muere es un maestro, lo peor se duplica con esa tremenda certeza actual de que nadie ocupa ese lugar. Digo, en primera persona, como siempre me enseñaron que nunca se debe escribir en periodismo: tuve bronca por la muerte de Tomás y su constante modo de hacer que el otro, el que lo escuchaba, el que lo leía, el que devoraba sus libros o sus notas, yo, por caso, pareciera más inteligente que él.

Tuve bronca por no poder volverlo a escuchar con la misma fresca indignación de los 35 cuando lo escribió, la represión desatada en el Rosariazo que él transformó en un magnífico alegato contra el terrorismo de Estado desde las páginas de Primera Plana. Bronca por no poder volver a viajar con él a aquella descabellada entrevista de varias semanas con Perón en Puerta de Hierro, en la cual la voz del líder era José López Rega, que contestaba las preguntas en primera persona como si él fuera el mismísimo General, o las atrocidades de Isabelita acostándose al lado del cadáver momificado de Eva para que el Brujo intentara pasarle los poderes de una a otra.

Pero, al escribir, la bronca se fue yendo (quizás allí comprendí que algo de todo lo que me había enseñado había aprendido). Y la bronca dejó espacio a la voz de Tomás. Tomás diciendo que “la cosa es sentarse a escribir y tener ganas de hacerlo”. Tomás llegando a ese bar montevideano donde Homero contaba eso de “una maravilla, ¿no?”, y trenzarse en una charla sobre la falta de un bloque férreo de pensamiento latinoamericano. Tomás cuestionando a “los empresarios de medios que se arrodillan ante el Financial Times o el New York Times, pero piensan para sus diarios y revistas nacionales que el lector promedio es el mismo que ve televisión o pasa largas horas frente a Internet”.

La bronca dejó espacio a aquel Tomás que, en el cuartito ínfimo donde se hacía Primer Plano, entre pilas de libros y hojas pautadas, entre las tres máquinas de escribir viejas y gastadas y escandalosamente ruidosas, dijo, una tarde, como retando: “No hagamos lo que ellos esperan. No seamos un residuo del boom latinoamericano. No nos pensemos en la categoría de hace cuarenta o cincuenta años”. Nunca, nadie, me puso tan claro el “ellos”. Y repetí, sigo, seguiré repitiendo: “En cada línea un dato, en cada párrafo una idea”.

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