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Domingo, 28 de febrero de 2010

CINE > MEL GIBSON Y NICOLAS CAGE: DOS POLICíAS DEMENCIALES

La marca de la gorra

Esta semana trae dos estrenos policiales notables por lo feroz y poderosas de las interpretaciones de sus protagonistas. En una, Nicolas Cage pone su furia desencajada y psicopática al servicio de Werner Herzog para filmar en una Nueva Orleáns inundada una supuesta remake de Un maldito policía, la película de Abel Ferrara con Harvey Keitel. En la otra, Mel Gibson vuelve, con Al filo de la oscuridad, tras siete años de ausencia como actor, a soltar la ira vengativa que viene atravesando todas sus películas desde Mad Max. Dos tours de force memorables.

 Por Mariano Kairuz

“Toda esta gente debería morirse en el infierno. Quisiera que fueran todos en el mismo tranvía y que el tranvía explote”, dijo Abel Ferrara, y por “toda esta gente” se refería a aquellos involucrados en Un maldito policía en Nueva Orleáns: el director alemán Werner Herzog, el actor Nicolas Cage, los productores. Puesto al tanto de la expresión de deseos que les había dedicado Ferrara, Herzog contestó divertido y sin animosidad: “No sé quién es Ferrara. Nunca vi una película suya. ¿Es italiano? ¿Es francés? No tengo idea de quién es. Podría invitarlo a actuar en una de mis películas. Estoy seguro de que si nos juntáramos a hablar con una botella de whisky podríamos arreglar todo”.

Todo esto ocurrió hace algo más de un año, cuando se hizo el anuncio internacional de la producción de lo que todo el mundo entendió que sería una remake de Un maldito policía, el éxito indie con Harvey Keitel que Ferrara estrenó en 1992. Luego Herzog decidió explicar que lo suyo no sería una remake, sino que sería una película totalmente distinta que comparte poco más que su título con aquel film de culto, que muchos recordarán por los aullidos de perro lastimado y el rostro duro de Keitel, a quien no quedaba otra que verlo desnudo en una escena clave. Herzog ni siquiera estuvo de acuerdo con el título. De hecho, por eso le agregó el subtítulo “en Nueva Orleáns” (Port of Call New Orleans, en el original), pero la decisión era prerrogativa de sus productores, entre ellos el del film original, Edward R. Pressman, quienes parecen querer crear una especie de franquicia sobre malditos policías. Mientras tanto, Ferrara siguió con sus diatribas: “¿Y cómo se le ocurre a Nicolas Cage ponerse en el lugar de Harvey Keitel? ¿Acaso necesita el dinero?”.

Lo cierto es que, ahora que llega a los cines argentinos, podemos comprobar que hay suficientes elementos en la película de Herzog para considerarla una remake. Una remake muy libre, pero con suficientes elementos en común como para que, si no fuera del mismo productor, se la pudiera considerar un robo. Como el teniente que interpretaba Keitel, el de Cage ingresa en una escalada demencial con su agente de apuestas clandestinas, comprometiendo varias veces una cantidad de dinero que no tiene con acreedores que no vacilarían en hacerlo volar en pedazos. También está su adicción a la cocaína y la heroína, que obtiene robándola de procedimientos policiales, y sus regulares abusos de poder callejeros, un poco al azar, a incautos, de los que obtiene sus pequeñas dosis para consumo personal y alguna patética satisfacción sexual. Lo que desaparece totalmente ahora son la Iglesia y la culpa católica, con todos sus pesados símbolos, que Ferrara ponía en primer plano sin ninguna sutileza, haciéndolos confluir en el caso de la violación de una monja al que es asignado el protagonista.

Por lo demás, el film de Herzog es una reelaboración tan febril, desquiciada y personal de una película que el director dice no haber visto jamás, que se convierte directamente en otra cosa. Su guión, que originalmente estaba ambientado en Nueva York como el film de los ‘90, fue “relocalizado” en la Louisiana devastada por el paso de Katrina. La razón de este traslado fue de producción: Nueva Orleáns ofrecía beneficios impositivos que una producción relativamente modesta como ésta no podía darse el lujo de rechazar. Pero Herzog recibió la imposición con una enorme alegría; Nueva Orleáns semidestruida bien podría haber sido, después de todo, material de uno de sus documentales: “La inundación, el caos, el colapso de la civilidad”, dijo, harían de la ciudad un protagonista perfecto, hipnótico, absorbente. La primera escena transcurre en una prisión anegada, en la que un preso con el agua sucia al cuello pide ayuda. Es el maldito policía el que hace la buena acción, tal vez echándose la maldición sobre sí en ese mismo acto –no hay otra forma de vudú en esta película sobre Nueva Orleáns, pero sí tiene sus fantasmas y sus almas en pena–: como consecuencia queda marcado físicamente con un dolor crónico de espalda que lo sumerge en una dependencia de drogas legales e ilegales. La película recién empieza y ya quedó claro que nadie sale indemne de este lugar.

En lugar de la violación de una monja, el caso policial central –menos cargado simbólicamente, más sucio y terrenal– es la masacre de la familia de un senegalés que tuvo la mala idea de vender heroína en los dominios de otro dealer más pesado. Aunque este argumento no es más que una excusa, el McGuffin de Herzog para mostrar una ciudad en la que todo parece haberse ido al carajo. Herzog nos mete en la pantanosa mente de su protagonista a través de las criaturas cenagosas del sur: dos serpientes que abren el film con su sinuoso movimiento en las aguas que inundan la ciudad, un par de lagartijas, un cocodrilo moribundo que parece haber causado un accidente en la ruta, y otro que acecha desde pastizales cercanos. Sus ojos se confunden por momentos con los de la cámara.

Sin embargo, la verdadera revelación de la película es que quizás este director alemán con más de medio centenar de películas en su haber y desde hace unos años cómodamente instalado en California (uno de los datos más bizarros de una biografía estrambótica) haya encontrado finalmente a su actor perfecto en Nicolas Cage. Atrás queda la casi insoportable crispación de Keitel, y entran para la posteridad la peluca (si eso es una peluca) sin patillas, la mirada descolocada, la risa estentórea e histérica de este sobrino de Coppola que, embarcado en una carrera millonaria de superproducciones de acción, a lo largo de la última década se fue convirtiendo en uno de los misterios más inexpugnables de Hollywood. En algún momento pareció que Cage se había convertido en un mercenario (filmando una atrás de otra películas de acción que no parecían requerir personalidades tan extremas como la suya: Con Air, La roca, las dos La leyenda del tesoro perdido). La Warner pensó en él –y lo descartó a tiempo– para revivir a Superman, y cuando finalmente se convirtió en un superhéroe de la Marvel, en Ghost Rider, el vengador fantasma, pareció alcanzar la cima o el fondo, haber dado ya toda la vuelta hasta pasar de la idiotez a la genialidad. Ahora puede que para Un maldito policía haya terminado de pulir su sistema: Cage habita su teniente corrupto con intensidad, está ahí con más fuerza que nadie, y a la vez hay algo en su mirada desencajada que parece estar en otro lado. Está enchufado a un alto voltaje pero a la vez un poco desconectado, su cuerpo y mente parecen disociados. Su actuación invierte algún orden natural: es un psicópata interpretando a una persona más o menos normal en su camino hacia la locura.

Iguanas aparte, la escena más hipnótica de la película llega sobre el final, cuando el maldito policía quiere rematar a un tipo que yace, es evidente, bien muerto en el piso. “Porque su alma todavía está bailando”, dice con su sonrisa histérica congelada, y entonces lo vemos: un cadáver bailando enérgicamente breakdance. Lo vemos porque Herzog lo filma como otra de esas alucinaciones suyas que aspiran a la “verdad extática” que, siempre ha dicho, rige su cine. Y lo vemos porque Cage –que para muchos críticos ha conseguido en colaboración con este director canalizar el alma putrefacta de Klaus Kinski– nos lo hace ver a través de sus ojos. Es un momento tétrico y oscuro que da miedo y mucha risa a la vez. ¿No la entendieron, se están burlando de ella?, le preguntaron a Herzog. “Un público que se ríe nunca se equivoca”, contestó el alemán. Y uno puede imaginarse así a Herzog, en su descenso al infierno, si se cumplen los augurios de Ferrara: riéndose por el camino como un demente.

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