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Domingo, 18 de abril de 2010

TEATRO > MARIANO PENSOTTI REVISITA LA ULTIMA DECADA

Hablando de mi generación

Cuatro actores sobre un escenario giratorio, una calesita inexorable sobre la que los personajes recorren sus propias vidas y diez años de historia. El atentado a las Torres Gemelas, la llegada al poder de Evo Morales, diciembre de 2001 en la Argentina: todos estos eventos de la realidad entran en El pasado es un animal grotesco de forma literal, a veces modifican las vidas de los personajes y otras apenas se encuentran con indiferencia. El director y autor Mariano Pensotti estuvo pensando en muchas cosas para armar este carrusel que tiene algo de literatura y algo de cine, pero sobre todo se enfocó en la construcción de la identidad de una generación, la suya, la de los treinta y pico, que considera difusa, defectuosa, incluso impersonal. Pero no por eso indigna de esta obra que se perfila como uno de los fenómenos del año.

 Por Mercedes Halfon

Huesos, fotos, recuerdos: el pasado se reconstruye a través de restos, no de totalidades. Es esquivo. A veces acude a nosotros cuando nadie lo llamó y otras se borra sin dejar rastros. ¿De qué material está hecho? ¿Cómo puede recrearse? Estas preguntas acudieron a la cabeza de Mariano Pensotti hace por lo menos dos años, cuando comenzó con el trabajo de la monumental El pasado es un animal grotesco, su última obra. Pero se puede decir también que es un interrogante que para él siempre estuvo flotando. Como cuando era un adolescente que tenía que ponerse a copiar a las ocho de la mañana una calavera para su clase de dibujo y no podía dejar de pensar en la triste historia de ese cráneo, a quién habría pertenecido, cuál sería su nombre, por qué habría terminado en manos de unos estudiantes medio dormidos.

Cualquier posible respuesta a esas preguntas acerca el pasado al terreno de lo ficcional. Como si no hubiera otra posibilidad de reconstruir aquello que ya pasó que contarlo con los aditamentos de un relato. Estas y otras cuestiones aparecen en El pasado es un animal grotesco, durante sus abigarradas dos horas de duración. Vemos la vida de cuatro personajes durante diez años, desde sus 25 a sus 35, o más precisamente, el lapso que va de 1999 a 2009 en Buenos Aires. Y con cada nuevo año que pasa, los anteriores se vuelven historia. Dice Pensotti: “Con los actores comentábamos que esto de reconstruir el pasado de alguien es como si uno sólo viera imágenes o una película medio destruida a la que hay que ponerle la voz en off. Como si el pasado fuera eso: flashes de una película de la que se perdió el montaje final y ahora hay que volver a armar”.

Esa película perdida y encontrada es El pasado es un animal grotesco. Cuatro vidas no demasiado extraordinarias, cuatro vidas que podrían ser las nuestras, o las de algún amigo cercano, que se van armando como piezas de un rompecabezas muy vital. La obra sucede dentro de un escenario giratorio, una suerte de calesita que no se detiene en ningún momento y que en cada frente nos regala un fragmento de esa Gran Historia. Y todo contado con el vértigo del movimiento continuo, las escenas que se acumulan con la cronología demoledora de los hechos sucedidos durante esos años, y que van de la realidad ineludible de nuestro país a la tenue ficción con que se esbozan estos cuatro personajes paralelos.

Son cuatro los actores –Julieta Vallina, Juan Minujín, Pilar Gamboa y Javier Lorenzo– que encarnan a los representantes de un friso generacional. Cada uno protagonista de una historia y, a la vez, bolo en la historia de los demás. Todo funciona de esta manera: vemos un instante de la vida de alguien, un momento pequeño, como una pareja mirando un film de Jacques Demy, o una chica armando una valija para irse para siempre de su casa, o un chico que baila en una fiesta de música electrónica; mientras otro de los intérpretes oficia de relator de esa vida. Las escenas están actuadas con el realismo minimalista del cine, y el relato en off pero en vivo le otorga una bella pátina literaria.

Con El pasado es un animal grotesco, entonces, ya no sabemos si estamos leyendo una novela, o viendo una película, o presenciando un extraño documental. Pero a la vez no hay duda de que estamos en el teatro.

Hijos del cine

Mario es un cinéfilo que pasa de actor de publicidad a director de películas experimentales. Laura está obsesionada con el cine francés y se va a París a hacer su propia experiencia nouvelle-vagueana. Pablo trabaja en una agencia de marketing, pero también va a un taller literario y escribe relatos tan raros que terminará pareciéndose a uno de ellos. Vicky se entera de la doble vida de su padre a través de unas fotografías guardadas en un cajón perdido de su casa.

Los cuatro personajes de El pasado... están atravesados por la ficción. Siempre hay una instancia en la que se ven de afuera, como una imagen proyectada en la pared. Hace un tiempo un chiste de Liniers tipificaba esta pasión generacional con un gatito preguntándose “¿Nadie quiere hacer un documental sobre mí?”. Y hay algo de eso en estos personajes: como si la identidad se construyera en el afuera, en la posibilidad de contarse como una película. Pensotti relata que el germen de lo que terminó siendo la obra fueron justamente unas fotografías: “Durante mucho tiempo junté unas fotos borrosas que tiraban de un negocio de revelado que había a dos cuadras de mi casa. Serían las fotos falladas, las que no salían bien. Las había empezado a guardar para una obra previa, pero en un momento me di cuenta de que tenía una colección de fragmentos de caras, borrosas, rotas. Y muchas eran de gente de mi edad. Fue bastante impresionante. Había algo en esa progresión de fotos a lo largo del tiempo que hablaba sobre nuestra generación”. Y es innegable el parecido entre las fotos falladas encontradas y los fragmentos de vidas que vemos durante la obra. Sigue Pensotti: “Está claro que somos hijos de la generación de los ’70, que tenía ideales políticos claros y que efectivamente buscaba una transformación en la sociedad. Y también somos hijos de las eternas crisis económicas del país, desde el ’76 hasta ahora. Creo que todo eso hizo que como generación tengamos poca personalidad, no somos muy notables. Hay algo malogrado, defectuoso”.

Por eso, en una obra donde se habla sobre las formas de reconstrucción del pasado para esta generación de treintaipico, se da esta recurrencia en el cine. El pasado es un animal grotesco habla sobre cine sin parar: con su travelling estructural que no se detiene nunca; con sus jóvenes fijados en las imágenes de la pantalla, donde todo se ordena con una fluidez sorprendente. Pero que también suscita angustia al ir comprobando que el cine –con sus héroes hermosos de los ’60– no es igual a la vida.

Pensotti explica: “Una cosa que define nuestra generación y está muy presente en la obra es la identidad como algo que se construye y se destruye permanentemente, como si estuviera permanentemente en juego. Me da la sensación de que a diferencia de otras generaciones, la construcción de la identidad en nosotros es más difícil, antes uno se podía definir por una profesión, una inclinación política, ciertos parámetros estéticos, etcétera. En nuestra generación es como si todo eso hubiera dejado de tener validez. Siempre está el deseo de ser otro, que es un deseo que no se anula cuando uno efectivamente se vuelve ese otro. Es como un deseo permanente, como si siempre hubiera otro que es mejor que uno, otro que uno podría ser, pero no es”.

Realismo y biografia

El 31 de diciembre de 1999, la caída de las Torres Gemelas, el 20 de diciembre de 2001, la asunción de Evo Morales, aparecen en escena. Y estos hechos, que pueden resultar hasta obvios para alguien que piense nuestra época, resultan innovadores vistos sobre el escenario. Es que hace años que no se ve en el teatro de Buenos Aires una incursión literal de lo político-social reciente. Pero así como la realidad entra en escena, la ficción la modifica; no se trata de representar la historia tal cual sino de ver su efecto en las personas, que a veces es, simplemente, indiferencia total.

Explica Mariano Pensotti: “Las cosas que aparecen son muy diversas. Y lo que me parecía interesante era que en algunos tuvieran mucha influencia y en otros ninguna. La crisis de 2001, por ejemplo, es algo que afecta mucho a Juan porque pierde su trabajo, va a las manifestaciones en la Plaza de Mayo, enfrenta a la policía, etcétera. En cambio al personaje de Pablo le va bárbaro, lo ascienden, le ofrecen un aumento de sueldo. A veces un hecho así produce un cambio radical en la vida de alguien, o es simplemente un telón de fondo. El día del atentado a las Torres Gemelas, algunos de los personajes van a una fiesta”.

Aun así, la sola mención pareciera abrir el juego hacia otro lado: “A mí me interesa mucho que esto aparezca en el teatro. Por eso estoy hablando tanto de la novela del siglo XIX y cómo me influyó. Esta novela permite mezclar ficciones muy grandes, reflexiones políticas, y más. Te digo la verdad: a mí la historia pequeña, familiar, ya un poco me cansó. Esta obra es un poco un llamado a las armas. O sea, podemos contar esas pequeñas historias minimalistas, familiares y cuántos problemas tenemos con mamá, pero a la vez también podemos contar muchas otras cosas, que imaginamos que nos pasan, y porque también es interesante para nosotros empezar a discutir sobre otros temas. En las obras y a partir de las obras”.

Dentro de estas apariciones estelares de la realidad en la escena, está, desde luego, la biografía personal. Muchas de las historias que se cuentan fueron vividas por Pensotti, por amigos suyos, o conocidos de los que sólo llegó la anécdota. Entre todo ese maremágnum de hechos, sin duda el más llamativo de la obra es el encuentro entre el personaje que aspira a ser cineasta y su ídolo Leonardo Favio. La anécdota, al ser tan específica, hace sospechar que sucedió en la realidad. Es cierto. Pensotti confiesa: “Fue muy parecido a lo que cuento en la obra, pero pasó mucho antes del momento en que sucede en la obra, creo que fue en el ’94. Antes de empezar a hacer teatro quería hacer cine, había hecho cosas en video con un grupo de amigos y en un momento me quise presentar a un concurso de la Fundación Antorchas. Necesitaba una carta de recomendación y se me ocurrió mandarle el guión a Favio, director del que era totalmente fanático. Un día me llama el secretario para decirme que está todo bien, que Favio me firma la carta de recomendación. Yo fui a buscarla en la oficina, y el que me atendió fue Favio. Yo no lo podía creer. Era una situación totalmente delirante, obviamente que en la obra está un poco exagerado, pero estuvimos charlando cinco minutos, sobre el cine, sobre el guión y demás. Hasta que en un momento me di cuenta de que él esperaba a otra persona, y me había confundido con esa persona. Muy sutilmente empecé a aclararle quién era y él estuvo muy amable, me firmó la carta de recomendación igual”.

La anécdota resume buena parte de El pasado es un animal grotesco. Ser confundido con otro por Leonardo Favio probablemente le haya servido al director para ponerse a pensar quién sería ese otro, qué tendría que hacer con Favio, si esta confusión no tendría que ver con que él debería dedicarse a otra cosa en vez de al cine, ser otro y, en todo caso, si esa historia valía la pena de ser contada. La respuesta es sí.

El pasado es un animal grotesco Teatro Sarmiento
Av. Sarmiento 2715
De jueves a domingo a las 21

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Imagen: Xavier Martín
 
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