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Domingo, 6 de junio de 2010

CASOS > LA HERMOSURA DE LOS HOMBRES FRANCESES

sin aliento

 Por Mariana Enriquez

Acaba de estrenarse, en pocas salas y en videoproyección, Stella, una fantástica película de Sylvie Verheyde que retrata a la niña del título en una preadolescencia brava, desdichada y divertida. Stella vive con sus padres, que son dueños de un bar-hotel, es una marginada en su escuela de chicos de clase media, le cuesta hacer amigas, y cuando se siente frustrada tiene arranques de violencia. Pero Stella también es compasiva e incapaz de juzgar, y quiere a su familia y sus amigos con gran entendimiento y madurez. Es de verdad una película notable, y hay que ir a verla y lamentar que su estreno haya sido mezquino.

Pero aquí, además de ponderar a Stella, ponderaremos dos elecciones que hizo la directora: la de Benjamin Biolay –el músico, el de Rose Kennedy y Negatif y Home, como el padre de Stella– y la de Guillaume Depardieu –el malogrado hijo de Gérard, que murió hace dos años– como el amor imposible de la nena, un habitué del bar que se llama Alain Bernard y la trata con afecto y respeto. La película transcurre en los años ’70 y Biolay tiene toda la golfa belleza de los galanes de entonces: el pelo engominado, los pantalones ajustados, algo de corso y de bajofondo. Algo que torpemente puede definirse como francés y que viene acompañado de susurros y aromas fuertes y chanson y madrugadas frías. Guillaume está tan hermoso y actúa tan bien en la película –con su andar raro, porque en 2003 había perdido una pierna, amputada tras un accidente de moto– que su muerte por neumonía provoca la más apesadumbrada congoja. Largo es el adiós para los ojos más verdes de Francia.

Lo que estos dos maravillosos ejemplos del hombre francés vienen a demostrar es que la Galia no hace más que regalar a los mejores de sus hijos para la pantalla; generosidad que suele ser un poco ignorada por la abrumadora presencia del cine de Hollywood. Una lástima que se hayan acabado los años de aquellos dos reyes de Francia: el Alain Delon de... bueno, de casi todas las películas, pero muy especialmente de A pleno sol de René Clément y de Rocco y sus hermanos (¿el chico más lindo alguna vez filmado?); y el Jean-Paul Belmondo de Sin aliento, con esa estatura, el cigarrillo, la sonrisa ladeada, los anteojos negros. Pura gloria.

El fenómeno de la hermosura del actor francés no se termina. Aquí una catarata de nombres y adjetivos que, todos juntos, parecerán un exceso, pero que si el lector o la lectora se encarga de googlear, quedará agradecido. Louis Garrel, hijo de Philippe: cansa un poco porque es un secreto a voces que le gusta a todo el mundo, pero valen la pena cada vistazo a Los soñadores de Bertolucci y Los amantes regulares, dirigida por su padre. Gaspard Ulliel, una criatura exquisita y extravagante que ya descubrió y fetichizó Gus Van Sant en un corto llamado Les Marais, de Paris Je t’aime (2006) y que, con menos fortuna, hace de Hannibal Lecter en la horrible Hannibal Rising, un despropósito por donde se la mire y especialmente porque Gaspard jamás podría crecer y transformarse en el poco agraciado y pequeñito Sir Anthony Hopkins (con todo respeto). Benoît Magimel, el chico que desea con locura Isabelle Huppert en La pianista de Michael Haneke, y que en la vida real está casado con Juliette Binoche (acá el que no corre vuela). Ese aguilucho de Vincent Cassel, el de Irreversible y El odio y Promesas del este, un cuerpo esbelto, cara de malísimo, otro casado con bella: su señora es Monica Bellucci. La melancolía de Jean-Hughes Anglade, el que amaba a Béatrice Dalle en Betty Blue. La vida entera de Jean-Pierre Leaud filmada por Truffaut empezando por Los cuatrocientos golpes. La rareza extrema de Denis Lavant, el de Mala sangre de Leos Carax, clásico de los ‘80. El atractivo marketinero de Olivier Martinez, medio modelo y medio boxeador. La piel divina de Alex Descas, otro que amó a Beatrice Dalle pero en la ultraviolenta Trouble Every Day de Claire Denis.

Después está la categoría del feo lindo, en la que reina el gran Serge Gainsbourg y se extiende hasta Depardieu, Jean Reno y, más cerca en el tiempo, Mathieu Amalric. Y lo más desconcertante es que la belleza del hombre galo se extiende a la profesión menos pródiga en hermosura física: la de los escritores. Hervé Guibert (Al amigo que no me salvó la vida), Bernard-Marie Koltés (La soledad de los campos de algodón), Cyrill Collard (Las noches salvajes) y ¡hasta el Premio Nobel Jean-Marie Gustave Le Clézio, que es un desparramo!

Y habrá tanto más que se pierde mientras nos llueven Jackmans y Efrons. Tanta maravilla paseando por Montmartre que nunca alcanzará la pantalla. C’est la vie.

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