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Domingo, 13 de junio de 2010

Los adioses

El “síndrome de la valija” y el misterio de un crimen en una novela llena de sugerencia a fuerza de fragmentos intrigantes.

 Por Nina Jäger

Cada despedida no es solamente una novela que cuesta dejar de leer –de la que cuesta, en fin, despedirse– sino también, y sobre todo, un relato que nada tiene de lineal. Con el efecto de una voz diluida, está construido con segmentos tan breves como intensos. Si al principio pareciera tratarse de una composición aleatoria, de un quiebre gratuito de la linealidad, si por momentos da la impresión de que todos los lugares, los amigos y los trabajos de la protagonista son prescindibles e incluso intercambiables, con el correr de las páginas se descubre que de ninguna manera es así: todos los fragmentos de la novela están en realidad motivados por la ulterior resolución del crimen. Así, nada en Cada despedida deja de responder a una construcción calculada.

El segundo libro de Mariana Dimópulos, quien se dio a conocer en 2008 con Anís, adopta la voz de una mujer que se dice mentirosa casi compulsiva y que con sólo veintitrés años ya se siente viejísima. Ella huye de todas las ciudades, de todos los hombres, de todas las amigas, de todos los trabajos, de todas las identidades. El “síndrome de la valija” le impide a la protagonista permanecer en cualquier lugar donde se lo proponga. Primero deja a su familia y su carrera de bióloga en Buenos Aires para huir hacia España; después abandona a su amable pareja en Heidelberg para irse sin rumbo fijo. Dominar el “gran arte de la huida” la obliga a renunciar sin aviso previo a su trabajo en una cadena de tiendas de artículos para el hogar y también a dejar a las mujeres comprensivas que le dan casa, comida y cariño, primero en Málaga y luego en Berlín. Como en América de Kafka, en Cada despedida el relato se hace porque el personaje nunca puede parar de huir. Cuando vuelve a su Buenos Aires natal después de diez años y decenas de lugares recorridos, su padre ha muerto. No se queda más que un día y escapa otra vez, ahora rumbo al sur: su destino es la Granja del Monje, cerca de El Bolsón.

Lo peculiar de Cada despedida es que todas las partes del largo itinerario que incluye países de Europa, Asia y Africa están contadas como si sucedieran en simultáneo con cada una de las demás e incluso con el presente. Y de hecho resulta bastante trabajoso entender, a medida que se lee, qué viene primero y qué después, como si, por las fugas constantes, en la novela sólo existiera en realidad la dimensión-espacio. Las temporalidades están intercaladas, neutralizadas, porque el conflicto es siempre el mismo: huir o no huir, he ahí el dilema.

En la Granja del Monje, que será uno de los últimos destinos de la protagonista en el relato, hay un crimen. Todo el itinerario, todas sus huidas, en realidad no son más que un modo de investigar el asesinato del único hombre al que ella, al fin, amó.

En el blanco que hay entre una huida y la siguiente, Cada despedida deja en claro que todavía queda un misterio por dilucidar. En la repetición casi obsesiva de algunos elementos para buscar algún nuevo detalle que dé una clave del enigma, Dimópulos construye un relato que bastante parece tener que ver con la amnésica Memento.

“Cada despedida es un crimen”, y por eso se hilan y ponen en simultáneo todas las huidas de la protagonista. El montaje de fragmentos resulta ser, finalmente, la clave del rompecabezas. Al igual que en Anís, la prosa de Mariana Dimópulos en esta segunda novela se organiza en la búsqueda de la frase y la palabra exactas, pero no solamente desde el preciosismo de la forma. Cada dato de la trama parece estar brindado con cuentagotas en partes dispersas, y por eso resulta difícil dejar de leerla.

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