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Domingo, 8 de agosto de 2010

MúSICA > ARCADE FIRE Y SU EMOTIVA ODA A LA ADOLESCENCIA

Tener calles

Pocas épocas de la vida son tan afines al rock como la pubertad y pocas veces esa edad en que se sale solo a la calle a descubrir el mundo ha recibido un homenaje y una oda tan vívidos, inspirados y nostálgicos como el que los Arcade Fire le acaban de hacer en su nuevo disco The Suburbs. Una visita a aquel paraíso infernal por el barrio en el que se creció, donde las calles, de repente, sí tienen nombre: adolescencia.

 Por Rodrigo Fresán

Uno de mis libros favoritos de J. G. Ballard es Running Wild (1988). Allí se cuenta lo que ocurre en un barrio residencial y suburbano llamado Pangbourne Village donde, un día, se descubre que todos los adultos han sido asesinados y los hijos adolescentes han desaparecido y nada ni nadie se hace responsable criminal o reclama autoría terrorista. Misterio envasado al vacío y no hace mucho, mientras releía esta nouvelle que le abre la puerta para que salga a jugar el último tramo –esas variaciones territoriales con el aria en común de la asfixia– de la obra del escritor inglés pensé que, si alguna vez se filmara, la banda texano-canadiense The Arcade Fire será la candidata ideal para componer la banda de sonido y ponerle música al misterio sin solución.

Y hasta donde sé nadie ha llevado aún al cine o a la televisión Running Wild. Pero The Arcade Fire ya ha compuesto su perfecto soundtrack y se llama The Suburbs.

AHOGAR, DULCE AHOGAR

Aunque, en realidad, The Suburbs –opus tres de The Arcade Fire si no contamos el EP de 2003 reeditado en 2005 y conocido como Us Kids Know– vendría a ser una precuela de Running Wild. Nada demasiado malo ha sucedido aún, pero se siente la tensión aumentar en el aire de un lugar donde siempre es de noche o está anocheciendo. Los adultos miran torcido a los jóvenes y los jóvenes contemplan a los adultos con ganas de retorcerlos. En este sentido, The Suburbs es una rareza cronológica: un álbum intergeneracional donde se retrata con amorosa crueldad a grandes y chicos, con este septeto parado justo en el centro, entre unos y otros, defendiendo a lo largo de más de una hora y dieciséis tracks, el concepto de álbum conceptual (donde se repiten motivos y versos) en una era donde hay poco tiempo y los discos se destripan descargándolos canción a canción.

Así, el mundo de los grandes es despreciado en “Modern Man” (con ese pobre tipo esperando en la fila a que le den un número) o en “Ready to Start” (donde alguien comprende que todo eso que le enseñaron sobre el éxito, bueno...); el universo de los pequeños es rechazado como postura ego/solipsista en “Empty Room” y “Wasted Hours”, y hasta los jueces/fans/cool hunters de The Arcade Fire y los adictos al último sabor de moda reciben una cariñosa bofetada en “Month of May” (“Vamos a grabar un disco en el mes de mayo / y ahora todos los chicos nos miran con los brazos cruzados”) y en “Rococo” (“Vayamos al centro a ver a los chicos modernos. Van a comer de tu mano usando todas esas grandes palabras que no saben lo que significan”).

Y advertencia: otra vez, como en el glorioso Funeral (de 2004/2005 y donde se le cantaba a la muerte de los seres queridos) y el para muchos demasiado portentoso Neon Bible (de 2007 y donde se cantaba a la muerte del planeta todo), este The Suburbs –que, como los anteriores, exige plena atención y paladeo lento– le canta a lo que sucede mientras tanto: a esa adolescencia invulnerable en la que se muere todos los días para resucitar al caer la noche. Hacía tiempo que no se ordenaba con tanta inteligencia los diferentes climas y las mismas obsesiones de los diferentes temas e insisto: esto es un todo –ejemplarmente coproducido por The Arcade Fire con Markus Dravs, quien aprendió bien todo lo que se puede aprender como pupilo de Brian Eno– que funciona mucho mejor sin desarmar sus diferentes partes, éste es un disco que hay que sentarse a leer palabra a palabra comprendiendo que los suburbios son un lugar pero, también, un estado de mente. Ese sitio en el que los nadadores se postran ante las vírgenes suicidas mientras alguien enciende los motores de una tormenta de hielo.

Dos de los miembros de la banda –los hermanos Win y William Butler– han explicado en varias entrevistas que todo esto surgió de recuerdos de su pubertad texana en Houston durante los ‘80. Que el punto de partida fue el estallido proustiano que experimentó Win cuando un viejo compañero de escuela le envió una fotografía en la que aparecía con su hijita sentada en hombros en la puerta de un mall, cerca de donde vivían ahora y donde los hermanos Butler habían pasado tantas horas contándose los granos de la cara: “La combinación de volver a ver ese sitio tan familiar para mí con la novedad de mi amigo adulto y padre hizo que comenzara a recordar, que no pudiera parar de hacer memoria”. Así, enseguida, la avalancha y el torrente y la figura de un maestro de secundaria que le descubrió a T. S. Eliot (y que resultó ser, aparentemente, un espía políglota), y el sonido de los autos bajo los faroles, y la música, y las tribus, y el amor y la impostergable necesidad de dejar todo eso para, tal vez, dentro de muchos años, poder escribirle letras y músicas.

Y, de nuevo, Win Butler suena a una cruza de David Byrne y Nick Cave, pero con el añadido personal y ya inconfundible de sí mismo. Y son las letras de The Arcade Fire (ver recuadro, presentadas como pequeños cuentos/grandes monólogos) las que hacen toda la diferencia y han convertido a estos siete en la mejor opción a la hora del indie de estadio. Pura emoción y entrega total y –hay que verlos para creerlos, hay que oírlos en vivo para comprenderlos; yo, que ya casi no voy a conciertos, lo hice hace un par de años y volveré a hacerlo el próximo noviembre en Barcelona– esos versos que se lanzan a los espectadores como espinas con rosas.

PIES DE BARRIOS

Pregunta: ¿y a qué suena The Suburbs? Respuesta: a muchas cosas y a The Arcade Fire. En algún momento, sus responsables definieron a The Suburbs como “una mezcla de Neil Young y Depeche Mode”. ¿Trans? ¿Violator? Puede ser... Pero la cosa no se queda ahí y –temática y lírica y sónica y emocionalmente– podría decirse que The Suburbs es una combinación de la pintura pastoral de The Kinks Are the Village Green Preservation Society, los automóviles y crepúsculos de Bruce Springsteen en The River, las tierras baldías y freak de Talking Heads a la altura de True Stories, el feeling casi sacro y ritual (palabra que aparece una y otra vez) de R.E.M. en Automatic for the People y la alienación como única compañía posible de Radiohead en OK Computer. Sumarle a todo esto las partículas sónicas y ochentistas y aquí y allá, como subliminales pastillas sabor déjà vu, ecos y réplicas de The Waterboys, ELO, The Cure, Peter Gabriel, Tom Petty, Echo and The Bunnymen. Y –en ese final tan vencido como triunfal que es “Sprawl II (Mountains Beyond Mountains)”, con esa chica pidiendo el eclipse total de los shopping malls cortesía de la inmensa vocesita de Régine Chassagne– la inequívoca impresión de que Laura Palmer ha abducido a la Debbie Harry de Blondie y, loba feroz, reina en una discoteca roja en el corazón del bosque. Y está bien, muy bien, que así sea, que así haya sido y qué hora es y en qué año estamos: en la hora y año de poner a sonar a The Suburbs por un rato largo, más largo todavía y recordar cómo fue y saber cómo será. Si en Funeral morían algunos y en Neon Bible morían todos, en The Suburbs unos cuantos sobreviven/viven para contar el cuento infantil y cantar los cuarenta años de edad.

Viajar a The Suburbs –el mejor disco sobre el explosivo angst de la adolescencia desde Quadrophenia de The Who y el mejor disco sobre la aceptación a regañadientes de la propia mortalidad desde Time Out of Mind de Bob Dylan– con las luces bajas, cuando la luz se va a iluminar el otro lado de las cosas, cuando las únicas luces son las de un auto que pasa con las ventanas abiertas y las canciones más abiertas todavía.

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