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Domingo, 5 de septiembre de 2010

CINE > LOS JóVENES MUERTOS: LOS SUICIDIOS DE LAS HERAS

Lo que el viento se llevó

Los suicidios de chicos menores de 25 años en el pueblo patagónico de Las Heras son, todavía, un misterio difícil de desentrañar. Leila Guerriero lo exploró en su crónica Los suicidas del fin del mundo. Ahora, Leandro Listorti lo lleva al cine con un documental tan sensible como original: sin personas en cámara, con las voces de los habitantes hablando sobre las imágenes del paisaje ominoso, bajo el silbido permanente del viento, Los jóvenes muertos mira sin pestañar a la nada hasta arrancarle una respuesta.

 Por Mercedes Halfon

Un suicidio pone fin a muchas cosas, pero también da inicio a una que no tiene cierre posible. La pregunta por el motivo. Más aún si este suicidio no es un hecho único, sino que se suceden uno tras otro, como si algo tan privado pudiera ser de algún modo contagioso. Esta plaga sucedió en Las Heras, pueblo petrolero de la provincia de Santa Cruz, desde fines de la década del ’90. La noticia de los suicidios juveniles –los que morían eran menores de veinticinco años– salió en los diarios, como un amargo caso de moda adolescente. Luego fue contada con detalle y cuidado por Leila Guerriero en su libro de crónicas Los suicidas del fin del mundo. Y ahora se estrena Los jóvenes muertos, extraño documental, más visual que argumental, de Leandro Listorti, sobre el pueblo tristemente célebre.

Los jóvenes muertos recuerda con su título a otras dos películas fundamentales del cine argentino: Los jóvenes viejos y Los muertos, cine moderno y contemporáneo realizado por Rodolfo Kuhn y Lisandro Alonso, respectivamente. Dos películas de las que se predicó su radicalidad. Como si de la junta de esos films pudiera salir una tercera cosa, con resabios de las anteriores, pero negándolas como los hijos hacen con los padres: por un lado la tristeza juvenil profunda, que ahora sí tiene motivos, pero ya no tiene fondo; y por otro, la presencia de la naturaleza como algo ominoso, cargado de oscuros designios, que ejerce su influencia a la vez que pone de manifiesto lo innombrable que está dentro de las personas. Paisaje decadente y juventud perdida aparecen entonces en Los jóvenes muertos, pero de un modo engañoso. Porque no se trata de un documental sobre los chicos muertos, sino sobre lo que quedó cuando ellos se fueron de ahí: edificios públicos vacíos, parques de diversiones abandonados, árboles con nombres y corazones tallados en las ramas, piletas olímpicas donde nadie nada. En la película no hay ni un alma. Ni un cuerpo. Sólo ese desierto de tierra donde los atardeceres y los amaneceres se suceden, imponentes y agobiantes, y no hay nada pero nada que hacer. No hay trabajo, ni estudio, ni diversión que pueda sonar más fuerte que el viento azotando las ventanas.

Listorti cuenta: “Leí una nota en este diario por el año 2001. Arranqué la página y la guardé con el deseo de hacer algo al respecto pero sin saber muy bien qué. Y durante un par de años la idea seguía en mi cabeza dando vueltas mientras yo buscaba una manera de aproximarme. El objetivo fue siempre alejarme de algo lacrimógeno, de los golpes bajos y la emotividad extrema que el tema ya brindaba”. Esa intención es plasmada en la película de forma contundente. Durante los primeros minutos sólo veremos espacios vacíos en planos tan largos y quietos que parecieran “querer decirnos algo”. Por momentos incluso, el estatismo es tal que se tiene la sensación de estar viendo una sucesión de (bellísimas) fotografías. Sin embargo, la presencia del viento hace que no lo sean. La piel de las cosas tiembla levemente y entonces sabemos que esa quietud del plano nos está pidiendo que miremos más. Que miremos profundamente.

Sólo unas placas negras con los nombres y las fechas de las muertes funcionan como guía cronológica para ordenar el relato visual. Hay también testimonios de habitantes de Las Heras que agregan elementos al complejo retrato del pueblo. La particularidad es que lo hacen desde el fuera de campo. No vemos quién habla, sólo escuchamos su voz: triste, temblorosa o distraída, displicente, negadora. Es con este rodeo que Listorti consigue hablar de la ausencia.

Las voces, entonces, arriesgan hipótesis, trazan motivos posibles para la desgracia que se ensaña con ellos: la conquista del desierto que empuja a los mapuches y otras tribus lejos y más lejos; la construcción del pueblo en torno de los ferrocarriles que, como sabemos, luego dejan de funcionar; el descubrimiento de las napas de petróleo que dan vida a la población y que luego, con la privatización de YPF, la apagan. El petróleo a su vez trae aparejada una serie de acontecimientos funestos: la contaminación de las aguas que nadie investiga pero todos sospechan debido a la cantidad de personas que se enferman de cáncer, la súper abundancia de burdeles demenciales e iglesias oscurantistas, la falta absoluta de horizontes laborales para los más jóvenes.

Una de las imágenes más potentes de la película es la enorme cigüeña de petróleo que en movimiento continuo escarba y escarba, recortada sobre el cielo ancho del atardecer. El sonido que produce –un silbido inquietante como el de la cortina que corría Norman Bates en Psicosis– persistirá luego, a veces en un volumen casi inaudible, en el resto de la película.

El laconismo, la duración de los planos, el evidente abandono de toda forma convencional de relato convierten a Los jóvenes muertos en un documental atípico. La película hace un uso de estos elementos a todas luces diferente del que el Nuevo Cine Argentino hizo hasta ahora. El silencio no nace del desinterés o del “nada para decir”, sino que es a través de esa quietud que el significado emerge. Es en esas estáticas imágenes del desierto donde debemos encontrar la magnitud y los motivos de los acontecimientos que se narran. Como si se tratara de tomas subjetivas de los jóvenes muertos. Como si en cada horizonte planísimo, en cada carrusel oxidado, estuviera la explicación al misterio.

Los jóvenes muertos se estrena el viernes 10 en el Malba (viernes y domingo a las 22).

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