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Domingo, 24 de octubre de 2010

Doble casetera

En general se piensa a Rodolfo Walsh y a Manuel Puig en los antípodas de la literatura argentina. Sin embargo, los dos compartieron durante los años ’70 una curiosidad inédita por los alcances que el uso de una tecnología novedosa como el grabador podía tener en la literatura. Así, poco después de que Walsh lo utilizara en ¿Quién mató a Rosendo? y enseñara a usarlo durante la gestación de Semanario Villero, Puig armaría Sangre de amor correspondido con la voz de un obrero al que entrevistó en Río. La posibilidad de acceder a esas desgrabaciones de Puig, hasta ahora inéditas, llevó a María Moreno a reflexionar sobre el sueño de ambos escritores de dar a luz una nueva literatura, permitiendo a sus personajes convertirse en autores. Un asunto que, en tiempos de cámaras, periodistas y noteros entrevistando a presos, villeros y víctimas del terrorismo de Estado, sigue teniendo una poderosa actualidad.

 Por María Moreno

“Para voz no hay como la mía” es un juego de palabras de alusión sexual que bien podría ser el slogan-síntoma del campo cultural de la Argentina de los años ’60 y ’70. Según un psicoanálisis al paso, en el mismo momento en que se ponía en cuestión la noción de autor y era preciso luchar contra la prepotencia del referente como denunciaba panfletariamente la revista Literal, y se estrenaba la crítica estructuralista, el factor voz como retorno de lo reprimido se abrió paso en la última temporada de la crítica. La voz reinó en el emergente género historia de vida (Biografía de un cimarrón sobre el testimonio de un esclavo afrocubano y La canción de Rachel sobre una vedette del teatro habanero, La Alhambra del cubano Miguel Barnet, Los hijos de Sánchez de Oscar Lewis –esos Pérez García a la latina y abajo–, los registros periodísticos de Julio Ardiles Gray en la revista Primera Plana que iban de la prostituta Ruth Mary al cantante Miguel de Molina). La voz proliferó en los consultorios psi quizá como nunca en décadas posteriores para ser secuestrada por la clínica de casos, hizo cruzas de distinto orden en los personajes literarios (la primera persona de la Nanina de Germán García había sido liberada por el Henry Miller de los Trópicos, la de Miguel Briante en King Kong por un Faulkner pasado por Borges, la de Luis Gusman en El frasquito era serie B y tango canción) y, hacia fines de los ’70, como el reflejo de un espejo negro, en los campos de concentración, su sometimiento trágico se tradujo en violencia sin pasar por la escritura.

Para ese escenario en décadas, Manuel Puig y Rodolfo Walsh fueron algo menos y por lo tanto algo más que “esos diez” con que ranqueaba Manuel Mujica Lainez, más bien esos dos que escribiendo daban que hablar y escribiendo hacían hablar. Se ha especulado en serio, en zapada teórica y al tuntún sobre el impacto de la informática en todos los rincones hasta alcanzar el arte y la literatura, pero mucho menos de un artilugio técnico que, estrella nazi, comenzó a difundirse a mediados de los ’60, salvo excepciones precursoras: el grabador. Pesados Geloso de los analistas sedentarios, Grundig con teclado de periodistas rigurosos, Philips para amateurs sin problemas de columna. Walsh y Puig lo usaron, menos como garantía de una fidelidad al testigo o al referente que como un robot ficcionalizador recargable y de infinitas posibilidades.

LA CINTA DE WALSH

Rodolfo Walsh es ese escritor argentino a quien se considera un precursor de la no ficción. El no trabajaba en la tensión entre ficción y realidad, entre hechos narrados con las prerrogativas de la ficción o sobre ficciones referidas a materiales reales, o en híbridos perfectos que operaran de diversos modos, según si el lector tenía o no el código o quería usarlo, sino con textos que fueran capaces de liquidar esas cuestiones de fronteras, al intervenir en lo real, haciendo de la escritura un acto, al darle la posibilidad de modificar las condiciones de aquello que denunciaba. Su originalidad última radicó en concebir una literatura que con los únicos elementos de la compaginación y el corte del testimonio, el documento y la historia de vida, tuviera todas las perfecciones de la ficción.

Es probable que la popularización del grabador como “testigo técnico” y superación del cuaderno de notas incidiera en la manera en que Walsh tomaba testimonio, como debe haber incidido en la proliferación de los registros que se realizaron durante los ’60 y ’70 en diferentes disciplinas. Su misión de denunciante hizo que realizara sus grabaciones con especial atención a los hechos incriminadores. En sus notas de investigación recopiladas por Daniel Link en El violento oficio de escribir, que la taxonomía de época ordenaba bajo las categorías de “informe especial”, “vida cotidiana” o “vida moderna” indiscernibles de sus libros emblemáticos por su sedimento político, y en las que él decía hacer algo que era pero no era periodismo, los registros se concentran en datos que la jerga de prensa llama “de color”, giros lingüísticos, novelas familiares, anécdotas para el archivo de una picaresca popular federal. En ¿Quién mató a Rosendo? se habilitan, contrariamente a Operación Masacre, las voces de los testigos, que hacen progresar el relato desde la condición de lumpen a la de militante: se trata de una conciencia en peripecias, es decir, se trata todavía de testimonios ejemplares. En cambio, en notas como “La isla de los resucitados”, sobre un leprosario correntino, todavía Walsh, aunque más atento al matiz, selecciona y compagina de acuerdo con clasificaciones y esquemas de conflicto funcionales a la denuncia, así fragmenta y titula: Alcaraz: el desprecio, Isabel: El amor, Vallejo: La soledad. Pero su desaparición interrumpió una aventura que, en medio de la angustia por establecer y experimentar parámetros de una novela no burguesa, lo estaba llevando a prestar atención al grabador como instrumento cuyos usos podrían ser subversivos: Walsh siempre había pensado la categoría “cronista popular” como una figura independiente de la del militante y del periodista “amigo”. Si en su obra como investigador tomaba testimonio, en la Agencia Ancla (Agencia Clandestina de Noticias, dependiente de la organización Montoneros) empieza a vislumbrar una colaboración activa en la que está latente el pase del cronista informante al cronista redactor y editor, pase que daría cuenta en potencia de una suerte de autoformación política individual, pero para una tarea colectiva. Mientras tomaba testimonio a los hermanos Villaflor (importantes cuadros gremiales independientes de la burocracia sindical), para ¿Quién mató a Rosendo? empezó a entender –según el relato de su mujer, Lilia Ferreyra– que “dar voz a los que no la tienen” es también una apropiación, poniéndolo sobre una pista que le exigía revisar su práctica: la posible delegación del grabador.

Durante una entrevista que le hizo Ricardo Piglia, Walsh fue bien explícito en la idea “de que el testimonio y la denuncia son categorías artísticas por lo menos equivalentes y merecedoras de los mismos trabajos y esfuerzos que se le dedican a la ficción. En un futuro tal vez se inviertan los términos: que lo que realmente se aprecie en cuanto a arte sea la elaboración del testimonio o del documento que, como todo el mundo sabe, admite cualquier grado de perfección. Evidentemente en el montaje, la compaginación, la selección en el trabajo de investigación, se abren inmensas posibilidades artísticas”.

Cuando preparaba el Semanario Villero, Rodolfo Walsh comenzó a transmitir el uso del grabador, el arte del montaje y de la edición a quienes serían autores y protagonistas.

LAS CINTAS DE PUIG

Manuel Puig fue ese escritor al que la crítica se tentaría de pensar como en los antípodas de Rodolfo Walsh y muy pocas veces trabaja sobre los aspectos que su obra tiene de denuncia. Su uso de diversos géneros menores y la puesta en escena de personajes que hablan en primera persona sin el nexo autorizado de un narrador han hecho exclamar a escritores de la talla de Juan Carlos Onetti: “Yo sé cómo hablan los personajes de Puig, pero no sé cómo escribe Puig”. Es extraño que, en un cierto sentido, Puig realizara el proyecto de Walsh, aunque se detuviera en el momento de pasar el grabador, en el sentido de jaquear la autoría especializada.

Manuel Puig utilizó notas, luego grabador, en principio de manera convencional, para poder conservar y consultar información y capturar ciertos tonos. Es en Sangre de amor correspondido en donde quedó capturado en una cinta que no venía de Hollywood al utilizar una serie de grabaciones, exacerbando al máximo la exclusión de un narrador omnisciente.

El entrevistado fue un obrero empleado temporariamente en su casa de Río, casi analfabeto y con un “complejo paterno” con el que Puig dice haberse identificado. Fue por la generosidad de Carlos Puig, hermano de Manuel, que accedí a algunas de esas desgrabaciones. Su lectura es sorprendente. No sólo Puig parece realizar la utopía de Walsh en cuanto a una literatura en donde sólo la selección, el montaje y la compaginación de un testimonio “abren infinitas posibilidades artísticas”, sino que su mayor intervención es durante la grabación, a través de preguntas que interrumpen una y otra vez el giro del relato para exigir que éste se detenga en los detalles, forzándolos por sistemática inducción. Como si Puig se propusiera extraer la escritura del relato oral en directo, cada pregunta permite la emergencia de lo que aún no es texto, frase por frase (ver recuadros).

Puig pasa el relato –ahora nos enteramos– de llamémosle X al de Josemar en tercera persona y arma un efecto de transposición de voces flanqueadas de guiones. No realiza un excesivo montaje sino que utiliza la repetición como resonancia poética, ya que el ordenamiento, del que hay muchas notas previas sobre los temas a tocar, durante las grabaciones –como un guión estrictísimo para una improvisación–, está determinado por el de las preguntas. La selección del narrador oral, punto clave del sistema Walsh, es importante igualmente para Puig, la de alguien que, como él le dice a Kathleen Wheaton en una entrevista para The Paris Review, posee “sus propias cualidades musicales y pictóricas”.

Puig no sólo jaquea las jerarquías del saber al permitir a su testigo tomar la palabra y pasarla a la escritura sin demasiadas correcciones (las correcciones que pude ver son de tipeo y las desgrabaciones han sido realizadas por profesionales) sino que en el mismo acto de escuchar y grabar se hace enseñar la lengua por X, ya que en el momento de las entrevistas hacía poco que había llegado a Río y no conocía muy bien el portugués.

Existen diferentes éticas del uso de personajes reales. La plusvalía extraída de las musas parlanchinas es un tema político que excede las características personales del mediador: en la película Capote y en la biografía de Gerald Clarke (en castellano por Ediciones B) se sugiere que Capote espera, si no desea, las ejecuciones de sus narradores porque de otro modo podrían dar su propia versión de los hechos, diferente a la de A sangre fría. Pero, ¿cuál sería la propia versión? Según diversas fuentes, Perry Smith quería ser un escritor y un cantautor, pero fue su transferencia con Capote la que le hizo comprender que era su propia experiencia de vida el capital literario: esa experiencia no era independiente de las preguntas, las expectativas transmitidas a través del diálogo y, sobre todo, la tasación de Capote.

¿Fue expropiado X al quedar anónimo en Josemar, o protegido? Manuel Puig entendió que había un conflicto cuando decidió compartir con él y por contrato las ganancias de Sangre de amor correspondido, pero X prefirió una suma fija; luego reclamó más dinero, afirmando que la novela lo había perjudicado e incluso había recibido amenazas de muerte. Quizá no era mero oportunismo sino un modo de hacer saber que entendía la radicalidad del procedimiento y su precaria resolución jurídica. Por otra parte, y según contó el mismo Puig, X –alentado por el valor de su material y tal vez apremiado por la insistencia de las preguntas– se puso a adornar, a inventar, es decir, se puso en autor y no en mero trabajador por contrato que trata de cumplir expectativas ajenas.

Si en el reproche de Perry Smith a Truman Capote clamaba una frustrada vocación de escritor, es probable que X no deseara llevar más allá su capacidad narrativa (como la “Jesusa Palancares” de Elena Poniatowska, a quien sólo le interesó de su libro compartido Hasta no verte Jesús mío la imagen religiosa de tapa), ya que para él era un medio y no un fin: el “verso” para conseguir muchachas. Pero los que dan testimonio, incluso los que lo hacen como víctimas del terrorismo de Estado y son solicitados con insistencia, no siempre justiciera, fuera de los tribunales –por periodistas, cronistas, autores de no ficción devenidos “fiolos de intensidad”–, advierten que, en un tiempo que pone en duda la experiencia, son despertados por otros al valor de sus relatos “fuertes” y apropiables. ¿Qué sucedería si se pasara el grabador, es decir, si se socializara un procedimiento que va mucho más allá de la técnica? ¿Si se jaqueara el par experto-objeto y se hiciera rodar un casete entre pares (la palabra es muy blanda, toda transferencia genera poder y ni hablar de la escritura)? ¿Si se volviera al autor-escucha? ¿Si se lo liberara de esos espacios tutelados/privados de ciudadanía, gerenciados por la política partidaria o reciclados por la cultura progresista en productos de exotismo pop (cárceles, villas, organizaciones de piqueteros, cartoneros, etc.), y se dejara el grabador a aquellos que, para la ciudad posmoderna, siguen teniendo un nombre de injuria, “los negros”, amenazantes ágrafos, “leídos” y no “lectores”?

En Rodolfo Walsh y Manuel Puig había un proyecto común involuntario de hacerse soportes de voces heterogéneas, una jugada para que “El Otro” mítico dejara de ser objeto de estudio antropológico, diagnóstico psi o pintoresquismo literario y se deshiciera de la tutoría paternalista del médium letrado para montar unas ficciones de las que no se podría saber nada anterior a una práctica, tal vez, venidera.

No se trataría, claro, de casos testigo de la verdad sobre el pueblo, ni de documentos carnales del museo de la revolución, ni de campos parlantes para los especialistas (los científicos de la entrevista ignoran cuánto el otro, imaginado por ellos como inocente, puede detectar en sus preguntas presurizadas y su fashion justiciero, la lengua de un deseo caníbal), ni encuestables, ni edificantes. Tal vez, sí, autores de una fresca maldad e inutilidad como la mejor literatura, en nuevas tensiones y desafíos de una proliferación aún sin cartillas.

Leer a Walsh con Puig es seguir haciendo pintadas contra el pensamiento bipolar que sigue separando, si se permite la expresión senil, vanguardias artísticas y vanguardias políticas. ¿Acaso Puig, por entre sus archivos de estrellas y sus bordados del diálogo, no estaba hablando siempre de política? ¿No había en los disfraces conspirativos de Walsh –el profesor de inglés, el jardinero, el detective–, en sus mapas y diagramas para la reconstrucción de los hechos, un espíritu definitivamente pop? Los dos tenían un oído absoluto para una música, un estilo y unos matices que se fugaban hipnóticos por sobre la voluntad de sentido de los “subalternos”. Los dos estaban tanteando un procedimiento cuyo límite era el remilgado locutor literario que ordena desde arriba las figuras con una voz a lo Marcos Mundstock para unas “Noches cultas” a lo Telecataplum: es decir, un enemigo. ¡Panasonic al poder!

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