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Domingo, 28 de noviembre de 2010

CINE > LA EPIDEMIA, REMAKE DEL CLáSICO DE CULTO DE GEORGE ROMERO DE 1973

AHI VUELVE LA PLAGA

La reciente oleada de películas sobre infecciones, pandemias, zombies y contagios trae ahora The Crazies, remake de una de George Romero en los ’70. Con gran ritmo, tensión e inteligencia, mantiene la premisa paranoica de la original: un avión cae y su carga contaminada se derrama en el agua de un pueblo; sus habitantes, cuando beben, se vuelven locos peligrosos, y el Estado recurre al aislamiento y el aniquilamiento posterior. La desconfianza hacia las autoridades (brutales en la solución y causa del problema) es el centro de la relectura política de una película que cambia de síntomas pero no de enfermedad.

 Por Mariano Kairuz

Fue hace poco y nada, un año y pico apenas, que el mundo veía por televisión a los representantes de la Organización Mundial de la Salud declarando en vivo y en directo el alerta por la gripe A; desatando el pánico con carácter oficial, terminando de sumirnos masivamente en el miedo y la paranoia global, evocando las peores pesadillas del cine de ciencia ficción. Ahora que todo pasó –no sin que antes las farmacias subieran a precios ridículos un ítem rudimentario como el alcohol en gel y nos aprendiéramos de memoria un nombre de droga nuevo como si de eso dependieran nuestras vidas–, y que el mundo descansa de su última pandemia, sólo queda el mal recuerdo y la sensación un poco humillante de que todo el asunto fue un poco exagerado. Ahora que pasó, los cines de los complejos conservan sus botellas “sanitarias” de alcohol –tal vez para hacer frente a las hordas de adolescentes que se acercan como zombies para ver la nueva de Harry Potter–, y el desembarco de La epidemia, flamante remake de un clásico de culto dirigido por George A. Romero a principios de los ‘70, no deja de tener un timing bastante preciso. The Crazies –así se llamaba en 1973 y así es el título original de su remake– forma parte de una epidémica ola de películas sobre infecciones letales que se ha instalado en el cine en los últimos años.

Dirigida con eficacia y varias muy buenas escenas por Breck Eisner (el hijo de Michael Eisner, ex productor estrella y figura fuerte de Disney en los ‘90), The Crazies, cepa 2010, coincide con una serie de títulos que, vistos en conjunto, marcan una tendencia por lo menos sugestiva. Ahí está la española Rec y su secuela y su remake norteamericana, Cuarentena, y la reciente y poco vista Portadores, y ahora acaba de sumarse la argentina Fase 7, vista hace unos días en el Festival de Mar del Plata. Cada una es su manera “una de zombies”, pero se concentran en la fase de aislamiento, en el proceso de contagio y expansión, y en las acciones de las autoridades, que siempre son el enemigo, el agente de quien debemos desconfiar y probablemente el causante de todo este desastre.

Romero filmó The Crazies en un momento complicado de su carrera. Tras el éxito de La noche de los muertos vivos se convirtió en el padre del zombie moderno, pero no quería quedar encasillado, por lo que a continuación filmó dos largos completamente distintos, que fueron rotundos fracasos. Cambio de productor mediante y en medio de varios problemas personales, escribió el guión de lo que en ese entonces se llamaba The Mad People, sobre un virus que convierte en locos peligrosos a los infectados. Ahondando su exploración previa en materia de terror, Romero se acercó a algunos de nuestros miedos primarios al enfrentar a los protagonistas con sus conocidos y sus seres queridos transformados sin retorno por una suerte de rabia. The Crazies empieza con una escena de enorme crudeza: dos hermanitos juegan en su casa hasta que descubren que papá ha asesinado a mamá, y ahora va tras ellos y no dudará en prenderles fuego. La película se filmó por dos mangos (unos 270 mil dólares, muy poco incluso para su época), con la participación de habitantes del pueblo sin experiencia como actores, en locaciones naturales, filmando situaciones reales (como un incendio) que no hubieran podido producir; pero aunque por momentos se notan las limitaciones de producción, consigue transmitir una sensación de crisis colectiva, y –con un maquillaje mucho más sutil que el de los zombies– alcanza esa crudeza que sólo existe en el buen cine independiente: en esa escena del comienzo, como en otra en la que una “abuelita” sonriente e imperturbable apuñala a un agente del ejército con su aguja de tejer, o en la de otro hombre que fuerza sexualmente a su propia hija. Secuencias de una imaginación, una demencia y un riesgo que hoy casi no existen en el cine de terror, y que convierten a la película en una auténtica rareza. No obstante lo cual, fue mal recibida por la crítica y en su estreno no la vio casi nadie. Fundido por tercera vez consecutiva, por un tiempo Romero creyó que no volvería a filmar en su vida. Por suerte se conservaron copias suficientemente decentes y hace poco menos de una década fue redescubierta en DVD. Por otro lado, la Filmoteca Buenos Aires adquirió hace un tiempo una copia en fílmico que se programa cada tanto en el Malba, permitiendo apreciar como corresponde a lo que se ha convertido en un pequeño clásico maldito.

La remake se despega del original pero mantiene la potente premisa inicial: cuando un avión que transporta un arma bacteriológica del ejército cae accidentalmente al río contaminando el sistema de agua corriente de todo un pueblo, las fuerzas armadas ponen en acción un rápido plan de contingencia que implica aislar a la población y liquidar sin miramientos a cualquiera que se oponga o intente fugarse. La principal diferencia con la película del ‘73 radica en que aquélla alternaba el punto de vista del grupo de los civiles que escapaban a la cuarentena, con el del ejército y los burócratas que no encontraban una solución a lo que ellos mismos habían desatado. Ahora hay un punto de vista único: el del sheriff (el eficiente Timothy Olyphant) y su esposa, la médica del pueblo (Radha Mitchell, la protagonista de Melinda y Melinda), mientras que las autoridades son una presencia amenazante pero casi siempre desde la distancia. Entre los personajes que acompañan a los protagonistas (y que pueden perderse en cualquier momento) el más interesante es el del asistente del sheriff (Joe Anderson), cuyo descenso hacia la locura tiene un efecto ambiguo y perturbador: ¿está infectado o su comportamiento agresivo es la respuesta posible de un ciudadano promedio ante una situación de pánico e incertidumbre general?

Como en el original, para las autoridades todos los civiles somos sacrificables frente al riesgo de una pandemia mayor, y no tarda en sugerirse la “solución” nuclear. Pero si en el ‘73, como con los zombies del ‘68, la lectura política estaba servida –Vietnam ardía, el ejército era el enemigo–, ahora, que el 11-S, los atentados con ántrax y la administración Bush quedaron atrás y las gripes globales del pollo y del chancho fueron superadas, el blanco es un poco más difuso. Acaso la actual ola de películas sobre epidemias no sea sino un reflejo de cierto miedo impreciso y deforme –a la infiltración invisible, al peligro “dentro de casa”, a nuestros protectores convertidos en nuestra mayor amenaza, a un sistema político que no encuentra respuestas a la crisis– que se ha instalado de manera permanente entre nosotros. Y del que, como lo indican las amargas resoluciones de The Crazies y su remake, y como ocurre en los abiertos espacios rurales en que transcurren una y otra, sólo se puede correr, pero no hay dónde esconderse.

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