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Domingo, 30 de marzo de 2003

POLEMICA

Estados Unidos no es el Mal

La última entrega de los Oscar desató un repudio casi unánime. Unos la encontraron cobarde. Otros, ajena a la guerra. Y los de más allá, oficialista y frívola. José Pablo Feinmann se opone a estas posturas y encuentra en la ceremonia una de las pruebas más visibles de las virtudes norteamericanas.

 Por José Pablo Feinmann

Hay una vieja y certera definición del fascista y es la que lo define como un burgués asustado. Este “miedo” que se apodera del burgués en algunas circunstancias históricas es altamente peligroso. Porque un burgués asustado se transforma en fascista para dejar de serlo: no para dejar de ser burgués sino para dejar de estar asustado. El burgués, al transformarse en fascista, pasa a la acción, a la acción directa, a la violencia. Esto le quita el miedo o se lo disminuye considerablemente. También podríamos ampliar la cuestión y decir que un comunista es un proletario furioso. Cuando Marx decide concluir el Manifiesto pidiendo a los proletarios que se unan, les pide que pasen a la acción, que transformen sus cadenas en furia. Así, ese “fantasma” que recorre Europa y que ha construido uno de los comienzos más célebres de la literatura política (“Un fantasma recorre Europa”) es el fantasma de la furia proletaria, que es el comunismo. Ante este “fantasma” reacciona la vieja Europa. La burguesía se asusta de este fantasma y lo combate con la violencia. Los movimientos de contrainsurgencia que derrotaron las revoluciones de las comunas en el siglo XIX estuvieron creados por el miedo a un fantasma. Un fantasma es más que algo real. Es una construcción ficcional. Es, si se quiere, un relato. El fantasma del comunismo era la amenaza que la burguesía visualizaba por todas partes, con la ubicuidad, con la evanescencia de los fantasmas. Que están en todas partes y en ninguna. Porque el burgués asustado se hace fascista para ver enemigos en todas partes. Todos, menos él, son presencias fantasmáticas, construcciones de su terror, enemigos infinitos e inasibles. De aquí que la violencia no pueda ser selectiva. El miedo no es selectivo. El miedo tiene que eliminar todo lo que no sea él. Por eso los fascistas dicen siempre eso que tan impecablemente dice el fascista Bush: “Ellos o nosotros”. En suma, vamos a eliminar todo aquello que sea diferente, toda diferencia es un fantasma, toda diferencia es un enemigo.
Si en nuestro país tienen –hoy– tanto arraigo figuras como Rico y Patti es porque estamos llenos de burgueses asustados. El burgués asustado delega el ejercicio de la violencia que habrá de serenarlo en expertos. No queremos delincuencia, queremos orden: votaremos a Rico, a Patti. No quisimos subversivos, quisimos orden: nos gustó que Videla diera el golpe en ese día de marzo de 1976. Lo mismo con los norteamericanos. Están asustados. Una sociedad asustada cambia su libertad por su seguridad. Hay aquí una relación de hierro. Una sociedad aumenta sus parámetros de seguridad cuando un aparato represivo poderoso se adueña de ella. Esa seguridad tiene un costo: la restricción de las libertades individuales. Ese costo, al burgués asustado, no le importa. Es el costo del fascismo. No me importa tener menos libertades, quiero vivir más seguro. Tengo miedo y vivir seguro me lo quitará. Si aquí, por la cuestión de la delincuencia que genera el desastre económico social, se pide la mano dura de Rico y de Patti, ¿cómo no van a pedir los norteamericanos la mano dura de sus halcones luego de ver caer los símbolos de su nación junto a millares de víctimas? Ya no les importa tanto ser un país libre. Era un dogma del país. Una frase internalizada: “Éste es un país libre”. Alguien le preguntaba a otro: “¿Vas a ir a jugar bolos esta noche?”. “Seguro, es un país libre.” Tomo –es apenas un ejemplo– un diálogo de Grease II: un chico le pregunta a una muchacha si “está libre el sábado”. Ella responde: “Claro, está en la Constitución”. Esto ha cambiado. Lo cambió el miedo. “Ya no nos importa tanto ser un país libre. Nos importa ser un país seguro.” De modo que si Bush restringe las libertades, la cosa se acepta. La sociedad abierta de Popper ya no puede ser tan abierta. Abrirse es dar ventajas. Ventajas al ataque del nuevo fantasma que recorre el mundo: el fantasma del terrorismo. ¿Qué es un terrorista? Si un comunista era un proletario furioso, un terrorista (el modelo de terrorista que apareció con las Torres Gemelas) es un kamikaze fanático. Hay una diferencia: elproletario furioso quiere cambiar el orden burgués y reemplazarlo –dentro de la Historia– por un orden más justo. El terrorista no quiere cambiar nada. Quiere inmolarse con una Historia a la que, por no poder ni saber cambiar, sólo imagina destruir. De aquí su inédita peligrosidad.
Dicho lo cual me atrevo a confesar algo que las circunstancias históricas aconsejarían no confesar: la entrega de los premios Oscar 2003 no me incomodó, no me pareció cobarde, no le dio la espalda a la guerra y tuvo momentos de desafiante valentía. Fue más de lo que yo esperaba por tener en cuenta el marco de miedo y fanatismo patriótico vengativo en que tuvo lugar. Premiaron a un proscripto por el establishment de la pacatería y la moralina yanqui: Roman Polanski. Su premio lo recibió un símbolo de Hollywood, Indiana Jones. Y lo recibió con marcado placer y con marcado placer dijo que la Academia quedaba en custodia de ese premio hasta que Roman pudiera recogerlo, lo que fue una invitación a permitirle el retorno al país facho que lo expulsó. La mayoría de las estrellas vistieron de negro y llevaron la paloma de la paz. Gael García Bernal no vaciló en debutar en los Oscar diciendo que Frida Kahlo estaría contra la guerra y Salma Hayek se puso de pie y lo aplaudió visible y sonoramente, arriesgando mucho. Almodóvar se atrevió a poco. Pero Adrien Brody, el actor de El pianista, fue el héroe de la noche –junto a quien ya sabemos. Les ganó a Cage, a Nicholson, subió al escenario y le dio un beso feliz, espectacular a Halle Berry, que lo aceptó con gran sentido del humor, rapidez y gracia. La infausta Academia –llena de dinosaurios, un lugar por el que jamás pasó la verdadera y grande historia del cine yanqui– premió un film profundamente antibélico. Premió a su director y a su actor protagónico, y éste, además del jubiloso beso a Halle, se permitió detener la orquesta –que se detuvo– y pedir por la paz, contra la guerra y recordar a un amigo suyo que estaba en el frente y deseaba volver a ver con vida, recordándoles a los yanquis que quienes mueren en esa guerra de los halcones y de la sociedad del miedo son hijos de esa misma sociedad, a quienes la guerra devuelve convertidos en cadáveres o en asesinos de pueblos casi indefensos. Hubo más, pero sobre todo estuvo Michael Moore. ¿Alguien cree que no sabían a qué se arriesgaban al premiarlo? No hubo quien no supiera que Moore se iba a despachar con artillería pesada si le daban la oportunidad de subir al estrado. Igual, le dieron el Oscar. Lo aplaudieron de pie. Fue una standing ovation. Moore se plantó frente al micrófono y desarrolló un exquisito discurso sobre la verdad y la ficción. Identificó a la ficción con la mentira y el engaño y luego, con gran sagacidad, hizo de Bush un ser ficcional: una pura mentira. Bush es, en efecto, un invento, una ficción: es el invento del miedo de los norteamericanos. Moore no es un loco suelto. Moore no es solamente Moore. Expresa la existencia –sin duda minoritaria y agredida en estos momentos de histeria paranoide– de gente que no es lo que Estados Unidos expresa mayoritariamente. Aún hay espacio para minorías. Donde hay espacio para minorías el fascismo no triunfó, no del todo al menos. Moore es parte de gente como Sontag, Chomsky, Galbraith, que, a su vez, representan a otros. Un tipo como Moore es impensable bajo Saddam Hussein. Si Moore –alguien como Moore, en Irak– se sube a un estrado y le dice a Saddam el 10 por ciento de las cosas que Moore le dijo a su presidente... no termina el discurso. Y esto (me da pena aclararlo, pero los ánimos están caldeados y cuando algo así ocurre no se piensa bien) no autoriza a nadie a “liberar” Irak, ya que Irak, si quiere hacerlo, tiene que liberarse solo, pero rebela que hay huecos –o más que eso– de libertad en Estados Unidos, como los hubo siempre. Siempre fue posible un Michael Moore en Estados Unidos. Jamás lo fue bajo Hitler ni tampoco bajo los “socialismos reales”. No hicieron de la democracia y de la libertad valores reales. Los sofocaron bajo los imperativos de la revolución. Acaso Michael Moore hubiera sido “imposible” bajo el macartismo, pero buena parte de laproducción de Hollywood a partir de los sesenta se consagró a denostar esa negra etapa de su historia. Y ni hablar de la cultura norteamericana. Hacer de Estados Unidos el Mal es incurrir en la misma fanática conceptualización de Bush. Estados Unidos es George Bush, pero también es Michael Moore. Hoy, por el miedo, por la torpeza histórica del terrorismo que crea espejos, que crea terroristas, es, sobre todo, Bush. Bush y Donald Rumsfeld y Colin Powell y los amantes de las armas de fuego como Charlton Heston. Pero los Moore todavía están ahí. Y los Brody. Los Chomsky. Los Sontag. Los Mailer. ¡Los films de Todd Solondz! Los militantes por la paz, que desde Vietnam luchan contra la política imperial y sanguinaria de su país. No podemos dejarlos solos. No podemos mezclarlos con lo que ellos odian tanto como nosotros: el fascismo de una burguesía militar aterrorizada, que ha resuelto dominar el mundo para protegerse de él.

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