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Domingo, 27 de marzo de 2011

DESPEDIDAS > ADIóS A ELIZABETH TAYLOR

Todas las gatas van al cielo

Se cerraron los ojos más extraños del cine color y con ellos se fue una de las últimas personalidades de la época más dorada de Hollywood. Elizabeth Taylor fue una gran actriz no sólo por sus interpretaciones sino por el coraje de los papeles que elegía: mujeres tratadas de locas, alcohólicas, casadas en matrimonios sin consumar, solas, abusadas o abandonadas. Fue parte de una generación de actores y actrices que se vieron obligados a ser más que intérpretes y más que famosos para ocupar un lugar público desconocido hasta entonces. Y ella, como Marlon Brando y unos pocos más, no sólo lo aceptaron y lo sobrevivieron sino que encontraron el modo de ponerlo al servicio de causas menos vanidosas y más nobles: su lugar junto a Rock Hudson durante la aparición del sida, su amistad pública con Michael Jackson, sus reclamos al Congreso y su repudio a la guerra la volvieron igual de relevante en un tiempo en que un Hollywood cada vez más berreta ya no tenía papeles para ofrecerle.

 Por Hugo Salas

Hoy día, que las sobreabundantes celebrities responden cada vez más a la tiranía del tipo medio, con su veneración –como por allí dicen– del chico o la chica de al lado (aquí diríamos “la vecinita de enfrente”), o bien son el fruto de una profusa tecnificación del cuerpo, bisturí incluido, las estrellas de la gran época de Hollywood nos impactan por su belleza tan singular como irrepetible, tan inusual como espontánea, esa desusada elegancia que en estos días sólo se encuentra, quizás, en las pasarelas de moda. Más extraño resulta aún que fueran también intérpretes de un calibre extraordinario, como resulta evidente al volver a disfrutar de sus películas. En los años ’50 llega a la pantalla una camada de actores que se caracteriza no sólo por ambas dotes sino también por su capacidad de adaptarse a un oficio que, con el fin de los grandes estudios, está a punto de cambiar drásticamente. Marlon Brando, Paul Newman, Marilyn Monroe, Audrey Hepburn, el trágico James Dean y quien en esta oportunidad nos convoca, Elizabeth Taylor, debieron estirar sus trajes para ser más que actores, más que estrellas e incluso más que famosos. Fueron los últimos, y ninguno de ellos llegó tan lejos como Elizabeth (que detestaba el apócope “Liz”).

Un detalle inesperado vuelve todavía más sorprendente la carrera de la mujer de los ojos violeta. A diferencia de Brando o Monroe, tan afectos a la técnica y a la formación del Actor’s Studio, esta actriz nacida en Londres un 27 de febrero de 1932 jamás recibió una clase de actuación. De hecho, Taylor comenzó a trabajar ya desde los 10 años. El detalle resulta estremecedor si se tiene en cuenta su descomunal trabajo en películas tan complejas y disímiles como Un lugar en el sol (1951), Gigante (1956), La gata sobre el tejado de zinc caliente (1958), Una mujer marcada (1960) o Ceremonia secreta (1968), por no hablar de sus duelos actorales y románticos con el shakespeareano Burton en Cleopatra (1963), ¿Quién le teme a Virginia Woolf? (1966), La fierecilla domada (1967) Bajo el bosque lácteo (1972) o Pacto con el diablo (1972). Su carrera, fatalmente, habría de prolongarse en el tiempo, sin encontrar después de mediados de los ’70 papeles que hicieran honor a su calibre (su última participación cinematográfica, de hecho, fue en la penosa Los picapiedras, de 1994). Sólo Matt Groening parece haber entendido su lugar en la cultura de las imágenes, al llamarla para dar voz a la primera y única palabra de Maggie Simpson.

A pesar de esta falta de entrenamiento formal, Taylor distaba mucho de ser una actriz ingenua o “natural”. A los 12 años, mientras rodaba su primera película importante, Fuego de juventud (1944), su papel le exigía llorar por la enfermedad de su caballo, al borde de la muerte. Tenía de coprotagonista al insoportable Mickey Rooney, que no se privó de explicarle que para poder hacer la escena debía pensar que su padre había muerto, su madre se veía reducida a servidumbre para sobrevivir y se le había escapado el perro. En vez de tomárselo en serio, como una actriz torturada por sus propios demonios, Taylor se descostilló de risa, y más tarde se permitió apuntar que “simplemente me dediqué a pensar que el caballo estaba muy enfermo y que era mi caballo, y con eso lloré”, declaración que revela una comprensión envidiable del trabajo del actor para alguien de esa edad.

No obstante, los medios de difusión e incluso algunos críticos, por incomprensible que parezca, prefirieron concentrarse en su larga, compulsiva y poco afortunada cadena de matrimonios, comentados con una saña que, desde luego, no conoce parangón en ninguno de los abundantes casos masculinos similares. También fue maltratada por su relación compulsiva con la comida (pasión que compartía, claramente, con su par Brando), el alcohol, las drogas legales e ilegales, los gastos extravagantes y su peculiar afición por las joyas. Pocos supieron ver, detrás de todos estos comportamientos, una voracidad indomable, la misma que animaba el fuego de cada uno de sus personajes y de una carrera monumental. ¿Quién otra, en realidad, podría haberse sentado en el sillón de la excesiva Cleopatra de Mankiewicz?

Menos reconocido aún es el valor simbólico que desplegó a partir de su compromiso público. En 1984 organiza y conduce una gala con el propósito de recaudar fondos para una ONG de Los Angeles dedicada a combatir una “enfermedad nueva”. Esta práctica, que hoy las celebrities han convertido en otra forma de la banalidad, tuvo en ese momento un signo político específico: hacía un año apenas que Robert Gallo había propuesto la hipótesis del VIH como vector de la epidemia con casos reportados en 33 países, en un escenario donde el gobierno de Ronald Reagan se empeñaba en hacer oídos sordos y criminales por considerarla “un problema de desviados” (recién en 1987 el tejano habría de incluirla en un discurso público) y la población no parecía muy interesada en escuchar hablar “de esas asquerosidades”. Pero Elizabeth fue más allá. En el mismo momento en que Linda Evans hacía saber a los periódicos sensacionalistas que estaba aterrorizada por haber compartido escenas románticas (besos, apenas) con Rock Hudson en Dinastía, fomentando la estigmatización y el aislamiento, Taylor no dudó en aparecer de la mano del galán dorado de los ’50. Un año después de su muerte, allí estaba ante el Congreso de Estados Unidos, apoyando una ley que pedía más recursos para la salud pública en las áreas más afectadas por la epidemia.

Posiblemente hoy parezcan gestos menores, parte del común cinismo del mundo del espectáculo. Sin embargo, en un momento en que el mundo parecía poco interesado en reconocer el derecho a una vida digna para cualquiera que se desviara de la norma, e incluso los medios hablaban con inocultable satisfacción de la “peste rosa”, mientras que los pacientes morían recluidos, ocultos, avergonzados, en silencio, Elizabeth Taylor no vaciló en hacer uso y abuso de la banal máquina del estrellato para alcanzar un grado de visibilidad que difícilmente se hubiera logrado de otra manera. Del mismo modo, en 2003 se negó a asistir a la entrega de los Oscar, a modo de protesta contra la guerra de Irak, al tiempo que declaraba: “No creo que el presidente Bush esté haciendo nada por combatir el sida. Es más: no estoy segura de que sepa cómo se escribe sida”. Fue una sobreviviente, que se agotó a los 79 años.

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