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Domingo, 20 de abril de 2003

LIBROS

Tinta roja

Galería de los grandes nombres de la historia criminal argentina, Enemigos públicos, del periodista y escritor Osvaldo Aguirre, investiga cómo se fabrican las leyendas del delito, husmea en las armas retóricas con que los medios transforman los hechos de sangre en “casos policiales” y rastrea la verdad que el Pibe Cabeza, el Petiso Orejudo o Mate Cosido revelan –si se la sabe leer– sobre la sociedad que los engendró.

POR CLAUDIO ZEIGER
Hay rankings y rankings, pero figurar en el de “los más buscados en la historia criminal argentina” no es poca cosa. No cualquiera está allí, en ese podio, merecidamente. Hay que tener aguante, por cierto. Y el mérito se acrecienta si, por añadidura, los galardonados son declarados –real o simbólicamente– “enemigos públicos” de la sociedad, al mejor estilo Al Capone. Un enemigo público es alguien de extrema peligrosidad, alguien que ha traspasado ya tantas fronteras que no tiene retorno. Y si vuelve lo hará como un mito, una fantasía construida entre todos, probablemente más glamoroso y conspicuo de lo que en verdad fue.
Enumerar a estos sujetos es repasar una lista de nombres que suenan más literarios que reales. Vagos y mal entretenidos, gauchos matreros, asesinos sanguinarios, mafiosos de las más variadas asociaciones ilícitas, dementes inimputables, ladrones justicieros que robaron a los ricos, místicos del crimen, anarquistas expropiadores: todos ellos construyeron el mapa del delito argentino desde mediados del siglo XIX hasta bien entrada la segunda mitad del XX, muchas veces al calor de las convulsiones sociales o los cambios políticos y, también, de las fantasías populares, que proyectaron en ellos miedos y anhelos propios. Ésta es la lista completa de los que figuran en Enemigos públicos, el libro del periodista y escritor Osvaldo Aguirre: Hormiga Negra, el Petiso Orejudo, la Zwi Migdal, Facha Bruta, el Pibe Cabeza, Mate Cosido, los Locos Prieto, el Rey del Boleto, Pichón Laginestra y el Angel de la Muerte. A cada uno se le dedica un capítulo entero, y todos juntos componen un friso rojo que arranca con el último gaucho malo –Hormiga Negra– y termina con el único que aún está vivo, Robledo Puch. Todos figuran con sus nombres reales, pero ostentan con elocuencia un nombre de guerra, así sea un estigma. “El apodo tiene mucho peso” dice Aguirre: “El comisario Meneses observaba que los delincuentes siempre encubren su nombre pero no su apodo, y que no toleran que haya confusiones con su apodo”.
Según relata Aguirre en el prólogo del libro, el mote de enemigo público se aplicó por primera vez en Argentina a Rogelio Gordillo, célebremente conocido como el Pibe Cabeza. Todos retenemos ese nombre como sinónimo de asesino peligroso, aunque, en verdad, su fama estuvo muy por encima de la envergadura de sus asaltos, generalmente de magro botín. Pero esa proyección en leyenda, la ambigüedad de la fama y los claroscuros de su vida son lo que lo elevaron a la categoría máxima de Hombre más Buscado del País.
Otro caso de evidente agigantamiento de la imagen fue el del primer serial killer nativo, el Petiso Orejudo, nacido Cayetano Santos Godino. En este caso contribuyeron a su horrenda fama tanto las retorcidas motivaciones de sus crímenes como el hecho de que las víctimas fueran niños de corta edad, y el que, como analiza Aguirre, la naciente ciencia de la criminología encontrara en él al tipo de delincuente que tanto estaba buscando, el asesino ideal de la psiquiatría de la época: el degenerado. Lo cierto es que todos estos motivos muchas veces hacen olvidar que sólo se le comprobó fehacientemente un único crimen. Las fugas ingeniosas de la cárcel de Jorge Eduardo Villarino (además de poner en crisis al sistema carcelario) le granjearon muchas simpatías y fuerte interés por parte de la prensa, que lo llamaba, no sin razón, el Rey de la Fuga. Y quizás, como contraejemplo, sirva el caso del Angel de la Muerte, un personaje hermético y –dato nada menor– de la clase alta, el rubio “niño bien” caracterizado por la “gratuidad” de sus múltiples asesinatos a sangre fría. Como escribe Aguirre, “Robledo Puch se equivoca al creer que su caso se ha convertido en un mito. La saga de sus crímenes asume tal envergadura que no hace posible el olvido, condición necesaria para la elaboración de este tipo de relatos. No reconocía precedentes y tampoco, por lo menos hasta el momento, ha tenido descendencia. Permanece como algo incomparable, un ejemplar único en la historia criminal argentina”.
Hecha la excepción, casi todos los otros casos –incluyendo el de organizaciones enteras como la Zwi Migdal– entraron en el sinuoso terrenode la ficción: les han dedicado folletines y radioteatros; han calificado a sus vidas de vidas de película o de ficción (“Es un personaje de novela que se ha escapado de las páginas escritas y vive sus propios capítulos”, reflexionaba la revista Ahora sobre Mate Cosido). Y eso, con el tiempo, los fue poniendo en otro lugar.
Hormiga Negra fue elevado a la categoría de personaje literario cuando aún no existía la prensa sensacionalista. Pero Eduardo Gutiérrez, creador del folletín, no obró de modo muy diferente de como lo hiciera la prensa después, de los años ‘20 en adelante, desde Caras y Caretas hasta La Razón o Crítica. Todos construyeron algo nuevo a partir de una trama de hechos reales, conjeturas, testimonios, supuestos y fantasías.
En este sentido, el trabajo de Osvaldo Aguirre es muy medido y serio: deja que se explayen todas las voces en juego (las de la ley y las del delito) y reconstruye los hechos en pequeñas y sucesivas novelas muy narrativas, no del todo cerradas a la posibilidad de extraer moralejas. Son historias de vida tanto como historias del crimen. Como cerrando un círculo, después de indagar en archivos periodísticos, viejos libros y expedientes, Aguirre devuelve a los enemigos públicos a la categoría de personajes legendarios.

BAJO EL PESO DE LA LEY
“Lo más oscuramente admirable de los delincuentes es que tienen una vida vivida al margen de la ley. Son un ejemplo de eso y también de los riesgos que se corren”, cree Aguirre. “Pero es interesante ver por qué se convierten en figuras admiradas por la gente. El caso más a mano es el de Mate Cosido, porque su accionar enganchaba con un conflicto social entre los pequeños productores de algodón y las grandes compañías multinacionales en la década del ‘30. El objetivo de sus golpes eran las grandes compañías –Bunge y Born, Dreyfus, Anderson & Clayton– y no aplicaban violencia contra los trabajadores en los asaltos. Eso explica en gran parte las simpatías que despertó el personaje, que fue visto como una especie de Robin Hood. Igualmente, más allá de las diferencias, todos ellos encarnaron la figura del enemigo público. Esto sucede por la circulación de los delincuentes en los relatos entre la opinión pública; por eso los relatos de la prensa fueron centrales. Algo que se da en casi todos los casos es que los delincuentes reivindicaron su derecho a contar sus propias historias. Hay una disputa constante entre los relatos de la prensa y los de los propios enemigos públicos. Y los delincuentes se quejan amargamente de la prensa. Ya Hormiga Negra protestaba contra los excesos de los escritores y hasta Villarino, a quien llamaban el Rey del Boleto –por el término lunfardo para ‘inventar historias’–, se dio el lujo de decir que ese título les iría mejor a muchos periodistas. Facha Bruta, un delincuente de origen calabrés caracterizado por lo violento de sus golpes, llegó a escribir dos capítulos de un folletín contando su vida”.
Esta confrontación ineludible entre las versiones de los medios y la de los hechos desnudos llegó a influir en el trabajo que tuvo que hacer Aguirre para reconstruir sus propias versiones. “Cada personaje trae atrás suyo un relato. En el caso de los locos Prieto fue muy bueno consultar un expediente judicial lleno de información desconocida que podía revertir un relato cristalizado, sobre todo, por la prensa sensacionalista. Miguel Alberto Prieto, en realidad, fue un chivo expiatorio, a cuyo alrededor un grupo de policías tejió una gran ficción para ocultar sus propios delitos. En el caso de Hormiga Negra también fue muy bueno consultar los expedientes para confrontarlo sobre todo con el relato de Eduardo Gutiérrez. Hay momentos de la vida de Hormiga Negra que sólo aparecen referidos en la ficción. Igual, mi conclusión es que Gutiérrez conocía muy bien el material de los expedientes. El caso más mítico fue, creo, el de la Zwi Migdal. La historia de traer chicas engañadas a países lejanos dio lugar a un montón de relatos fantasiosos. Cuando empezó el juicio a los capos, se publicó como folletín en un diario. La prostitución se convirtióen un gran fantasma. Cuando las familias de origen perdían contacto con los familiares, enseguida creían que habían caído en las garras de la explotación, y muchas veces no era así; muchas veces era algo consentido. Tampoco creo que sea bueno proponerse la desmitificación de todos los relatos ‘literarios’ a partir de los expedientes. Las ficciones son muy significativas y los expedientes también pueden ocultar la verdad”.

IDENTIKIT
Presentados en forma sumaria los principales protagonistas del libro, cabe también trazar un identikit de Osvaldo Aguirre, el autor, multifacético por cierto. Si uno lo llama al diario La Capital de Rosario, donde trabaja, lo atienden al grito de “¡Policiales!”. Ése es su hábitat. Pero además edita la sección Cultura del diario y es también profesor de literatura en la Universidad Nacional de Rosario. Su obra se compone de títulos como Historia de la mafia en la Argentina (una investigación histórica que es antecedente inmediato de este libro), la novela (policial) La deriva y volúmenes de poesía como Las vueltas del camino, Al fuego y El General. En Policiales escribe desde hace cinco años la columna “Historia del Crimen”, donde también fue engendrándose Enemigos públicos.
Aguirre opina que la poesía está muchos menos alejada de lo policial de lo que podría pensarse. “La poesía gauchesca suele tomar en cuenta hechos policiales y, en definitiva, tanto la poesía como la crónica policial tratan sobre las emociones humanas. Por otra parte, los poemas que escribo suelen ser campestres o rurales y tienen que ver con los relatos que escucho cuando voy al campo, donde los relatos de crímenes y robos son muy comunes y tienen gran peso en la vida de la gente.”
De su experiencia como cronista de calle, Aguirre recuerda que su máximo temor fue siempre “ver que podía ser engañado por la policía, envuelto en historias armadas”, y que lo que más le interesó, en el fondo, fue “poder escuchar a gente a la que nadie le da pelota”. Y agrega: “Ultimamente no salgo tanto a la calle. Hago notas que en el fondo tratan de buscar explicaciones sobre el crimen. Hubo, por ejemplo, varios casos de crímenes en familia, y yo trataba de hacer alguna reflexión al respecto. Otra cosa que me importa mucho a la hora de analizar los delitos es la relación con la policía. El cambio de los últimos diez años es que ahora, en las crónicas policiales, habla un montón de gente. Antes había una sola voz: la de la policía. La expresión máxima de esto fue durante la dictadura militar. Cuando en el año 1980 se hace el juicio a Robledo Puch no hay una sola entrevista; ni testigos, ni abogados, nadie: apenas crónicas muy lavadas sobre el desarrollo del juicio. La policía produce información todos los días y para eso, de hecho, tiene una oficina de prensa. Lo que se pasa por alto, aunque parezca obvio, es que eso ya es una construcción de los hechos, con ciertos recortes. Se puede reflexionar sobre lo policial sin que necesariamente hable un policía, que en verdad, periodísticamente, es poco interesante. Porque ¿qué va a decir?”.
Al haberse sumergido en las vidas de los delincuentes y las formas del delito del pasado, Aguirre se encuentra en inmejorable posición para comparar épocas y cambios; por ejemplo, ese meneado asunto de que los delincuentes de ahora, a diferencia de los de otros tiempos, no tienen código.
“Decir que antes había código o que el delito era menos violento es un lugar común. El delito tiene las características de la sociedad que le da lugar. Ahora simplemente es más violenta la sociedad; no es que haya más inseguridad o desprotección con respecto al delito. También las había antes. En la década del ‘30 hay una cantidad extraordinaria de casos policiales: es como el revés de una historia política signada por el golpe, el fraude, la corrupción en diversos niveles. La Zwi Migdal es de los primeros casos resonantes de corrupción estructural, donde la policía aparece administrando la corrupción. Y la investigación se frenó por el golpe de Uriburu; hubo una intervención directa de la política.” El epígrafe de Enemigos públicos es de Hans Magnus Enzensberger, y señala que el crimen viene a ser como una contraseña que, una vez descifrada, delataría algo de la sociedad en que tuvo lugar: “En la investigación del crimen la sociedad se investiga a sí misma”. Y ése, dice Aguirre, es el espíritu que impulsó su trabajo.
“Los delincuentes no son tanto extraños como semejantes nuestros, y la sociedad no suele interrogarse al respecto. Pienso en la expresión los más buscados y creo que estos personajes del libro siguen siendo buscados por las historias que sobreviven. Son historias que no cerraron y contienen desafíos. La falta de cierre es muy propia de la historia policial. Por un lado se revela la profunda desconfianza que generan las versiones oficiales, y de ahí surgen fantasías como la de que Alfredo Yabrán está vivo. Por más que juzgue y cierre un expediente, la Justicia no puede inhibir la fantasía.”

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