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Sábado, 30 de abril de 2011

CINE >EL LABERINTO, DE JOHN CAMERON MITCHELL

El dolor en frío

Después de Hedwig & The Angry Inch y Shortbus, dos films llenos de desenfado sobre el sexo y el género, el dolor y la incomunicación –siempre con una perspectiva punk–, John Cameron Mitchell decidió realizar una película “profesional” con Nicole Kidman y Aaron Eckhart, un matrimonio que acaba de perder a su hijo de cuatro años. El resultado es El laberinto, un drama familiar despojado, duro y altamente estilizado al que le sobra pericia, pero le falta personalidad.

 Por Hugo Salas

Todo cinéfilo entrenado sabrá reconocer en la carrera del cineasta estadounidense promedio un momento dramático y bastante tenso, al que podría llamarse, con afición entomológica, metamorfosis, en que pasa de ser una figura “rebelde” del cine independiente a construirse dentro de la mayor industria fílmica del mundo, con todo lo que ello implica. Luego del éxito de Hedwig and the Angry Inch (aquel extraño musical sobre un cantante de glam rock transgénero de Alemania del Este) y su posterior incursión en un inusual cruce entre drama coral y sexo explícito, Shortbus (inexplicablemente, sin estreno en la Argentina), John Cameron Mitchell tenía dos opciones: someterse a este proceso o bien optar por una carrera independiente de por vida, a la manera de John Waters, una elección cada vez menos frecuente entre sus pares. Por lo pronto, el estreno de El laberinto (Rabbit Hole), su última producción, parece inclinarlo hacia la primera.

Si bien en los papeles se trata de una película independiente (categoría, es cierto, cada vez más difusa), el film se constituye, a la manera de muchos dentro de la industria, como un claro vehículo para sus actores, en este caso Nicole Kidman y Aaron Eckhart, que sin duda alguna entregan actuaciones impecables, minuciosas y en buena medida oscarizables. De hecho, el proyecto de adaptar la exitosa obra de teatro original de David Lindsay-Abaire surgió de la propia Kidman, productora de la película, y de alguna manera representa para el director un trabajo “por encargo”. Sus seguidores extrañarán el desenfado, la perspectiva punk y sobre todo el lugar central conferido en sus films anteriores a la sexualidad y al género, al vérselas con este drama despojado, duro y altamente estilizado sobre la vida de un matrimonio que ha perdido a su hijo de cuatro años.

La película comienza ocho meses después de la muerte de Danny. La pareja conformada por Becca (Kidman) y Howie (Eckhart) sale poco y rehúye las invitaciones sociales de sus amigos y vecinos. Aunque todo parece estar bien entre ellos, poco a poco se advierte una sutil distancia en el modo en que cada uno enfrenta el duelo: mientras el padre se aferra al recuerdo (obsesivamente, incluso viendo todas las noches el mismo video que ha tomado con su celular poco antes de la muerte del hijo), Becca trata de exorcizar su presencia permanente, con una claridad dura, meridiana, que le impide aceptar tanto los mecanismos de los grupos de autoayuda como los consuelos de corte religioso o los acercamientos de su madre (un trabajo demoledor, como siempre, de Dianne Wiest). Tras cartón, Izzy, la hermana rebelde de Becca, acaba de quedar embarazada, Howie comienza a sentirse atraído por una compañera del grupo y Becca se cruza por accidente primero, luego de manera premeditada, con el adolescente que conducía el automóvil que atropelló a su hijo.

A partir de estos materiales, Cameron Mitchell elabora un conmovedor melodrama de familia, que evita tanto el sentimentalismo edulcorado como la tentación autoral de escapar de los lugares comunes y constitutivos del género (y que además puede hacerlo, por si fuera poco, sin caer en mamarrachos como los que se han visto hace poco en la insufrible Prueba de amor). En un alarde profesional tan frío como los de Becca, entrega una película correcta, de buena factura, demostrando así tanto su acabado dominio del oficio como su capacidad de someterse a las condiciones de producción. Entrega, además, una versión pulida, masiva y apta para todo público de su propio cine, que en algún punto siempre ha tratado sobre el dolor y la incomunicación, y siempre ha tenido en los actores y en el fenómeno mismo de la actuación su eje de trabajo (a fin de cuentas, su “salto” al cine fue de la mano de Hedwig, una adaptación de su propio trabajo en el off Broadway). El resultado es una película lograda, bella en sus imágenes, eficaz en su planteo, pero carente de personalidad. En un extraño caso de empatía, así como es imposible no dejar de preguntarse cómo Kidman logra actuar contra ese rostro alisado que se ha hecho en los últimos años, cuesta entender aquellos momentos en que Cameron Mitchell ha logrado imprimir en la película algo más que pericia y responsabilidad.

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