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Domingo, 8 de mayo de 2011

Apocalíptico e integrado

Durante más de cincuenta años, desde que abandonó la ciencia para dedicarse a la literatura, la figura de Ernesto Sabato fue tan pública como polémica. Antiperonista, se peleó sin embargo con la revista Sur por su mirada sobre la reacción popular tras el golpe del ’55 en El otro rostro del peronismo. Intelectual del frondizismo, némesis literaria de Borges, autor de la teoría de los dos demonios, presidente de la Conadep, apocalíptico e integrado, además de todo, Sabato publicó tres novelas y un puñado de ensayos bendecidos por el reconocimiento mundial, un notable éxito de público –Sobre héroes y tumbas es una de las novelas más leídas de la literatura argentina– y hasta el Premio Cervantes. A pesar de producirse a los 99 años, su muerte no dejó de reflotar por estos días las polémicas y los debates que lo acompañaron a lo largo de las décadas más agitadas de la política y la cultura argentinas. Por eso, a una semana de su muerte, Radar recorre los múltiples puntos de vista sobre él en el último medio siglo.

 Por Claudio Zeiger

Cómo no acordarse en estos días, por lo fresco y por ciertos paralelismos quizás un poco forzados pero paralelos al fin, de la polémica visita de Mario Vargas Llosa con ocasión de la Feria del Libro. Salvando distancias, y adoptando el respeto que aun para sus detractores conlleva la muerte de un escritor casi centenario, algo común atravesó el affaire Vargas Llosa y el subrayado “polémico” que en casi todos los medios –televisión y gráfica– se le adosó a la tarea intelectual de Ernesto Sabato: la necesidad, por no decir la inevitabilidad, de escindir lo ideológico de lo artístico, la cosa pública del intelectual de los textos literarios, la obra. En líneas generales, y no sin bastante razón, se concluyó que a pesar de ser el autor de novelas formidables como La ciudad y los perros o Conversación en la Catedral, Mario es un patán político, un derechista cavernícola que sigue escribiendo textos anticolonialistas como El sueño del celta (repito lo que oí, no lo leí todavía) a sueldo precisamente de los colonialistas.

La muerte de Sabato reflotó a medias la estrategia que tenemos a mano para enfrentar la insatisfacción espiritual que suelen generarnos nuestros ídolos literarios (¡imaginen si hubiéramos estado despidiendo a Céline!): escribió Sobre héroes y tumbas pero fue a almorzar con Videla. O viceversa. La verdad es que al producirse esas brechas nos desencantamos de Vargas Llosa, de Sabato y en general de todos aquellos que sufrieron algún tipo de conversión ideológica a lo largo de su historia, como nos desencantamos de los padres o de los reyes magos (que son los padres). Y aunque nos cueste admitirlo, el desencanto ideológico influye sobre nuestras opiniones literarias, estéticas, porque altera nuestro sistema de valores en la lectura. Por ejemplo, es difícil releer Abbadón con calma después de esbozada la teoría de los dos demonios. Cabe, sí, agregar que más allá de que compartan esa brecha entre lo ideológico y lo artístico (de signos diferentes en ambos, queda claro), Sabato siempre demostró una genuina sensibilidad social hacia los más humildes y desprotegidos (incluyendo a los adolescentes y a los jóvenes militantes de los ’70), sensibilidad de la que evidentemente carece el liberalismo liso y abstracto del más reciente Premio Nobel. Frente a las objeciones, sólo resta defender Sobre héroes y tumbas y seguir mascullando insatisfacción.

La literatura argentina del siglo XX es rica, riquísima, en este tipo de situaciones y polémicas por ser directa heredera de la literatura política, beligerante, propagandística y militante del siglo XIX. Es probable que el ciclo que se inicia en el siglo XXI sea muy diferente y que se encuentre cada vez más lejos de esos sayos polémicos que escritores como Sabato, Borges, Cortázar, Mallea, Martínez Estrada, Victoria Ocampo, Marechal desde otra perspectiva, no sólo cargaron sobre sus espaldas sino que muchas veces ellos mismos utilizaron como estrategia para insertarse como escritores en el campo intelectual de su tiempo. La máscara de Sabato, en definitiva, fue una de las tantas del campo literario de los años ’50 en adelante. Esa seriedad de Sabato que –hay que decirlo– exacerbó hasta rozar la autoparodia a partir de Abbadón, cuando él mismo se convierte en el personaje del escritor atormentado, fue compartida con matices por muchos otros –de Sur y de Contorno– que creyeron que las ideas y las letras son y deben ser cosa seria. La seriedad sabatiana (antes de devenir en la Profundidad de un gesto ceñudo, aunque no hay que olvidar tampoco que era un hombre realmente depresivo), bien puede quedar en el museo de los antídotos contra la pavada insondable que aqueja a buena parte de la literatura de los últimos años.

Es obvio que a muchos nos ha sacudido por estos días caer en la cuenta de que, a pesar del tiempo transcurrido y lo avanzado de su edad, la muerte de Sabato vino a cerrar tardíamente un círculo, vino a confirmar la irremediable muerte física del corazón de la literatura argentina del siglo XX, que ya se presentía y se volvía visible entre 1979 (muerte de Victoria Ocampo) y 1984-1986 con la muerte de Borges, Cortázar y Mujica Lainez y 1993 con la muerte de Silvina Ocampo. Bioy Casares moría al filo del nuevo siglo, en 1999. El caso de Sabato confirma que sólo la muerte física de los escritores libera por fin la obra hacia su total autonomía. Es como si los textos ineludiblemente necesitaran la total separación del cuerpo productor para montar un sentido completo. Se terminó, con la muerte de Sabato, el siglo XX para la literatura argentina. Se terminó el 30 de abril de 2011 en Santos Lugares como había empezado a terminarse en los ’80 en Ginebra, en París, en Cruz Chica Córdoba, en Buenos Aires, en la Recoleta. Se nos hace cuento, se nos hace mito, que existió la literatura argentina del siglo XX protagonizada por esos portentosos (término sabatiano) escritores-personajes.

En este contexto, Sabato es uno de los varios episodios incómodos de esa literatura argentina del siglo pasado. Y en su caso, lo más curioso es que esa incomodidad contrastó con la beatificación que algunos sectores le asestaron, llamándolo Maestro y alabando su sabiduría como la de un sabio, no la de un intelectual crítico. Sin negar que Sabato en cierta forma, y sobre todo en los últimos años, aspiró a encarnar ese sentido común de una clase media que se piensa a sí misma como poseedora de valores éticos de los que carecerían tantos los muy ricos como los muy pobres, es verdad que en sus novelas indagó en los aspectos más oscuros del hombre medio, no en su civismo intachable. Y al fin al cabo, casi todos los escritores son de clase media aunque escupan sobre sus valores, y también, hoy por hoy, la mayoría de los lectores pertenecen a las diversificadas clases medias urbanas, así que los dilemas “medios” de Sabato corresponden a prácticamente todos los escritores en actividad. ¿O es posible llegar a algún otro lector que no pertenezca de una forma o de otra a la clase media?

Nos queda a los que mal o bien persistimos cuesta arriba en la literatura argentina una vez terminado el siglo XX, llegar a descifrar el dilema de la separación entre lo ideológico y lo artístico-literario tal como en estos tiempos, por contigüidad de los hechos, se planteó con Vargas Llosa y Sabato, el sentido más profundo de la escisión que causa malestar. Probablemente, y con todo el ánimo de seguir debatiendo, las respuestas estén más cerca del legado de la seriedad (aunque nos sigamos burlando para siempre de los desbordes sabatianos de la vena hinchada) que del deseo de pureza.

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