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Domingo, 20 de abril de 2003

EXPERIENCIAS

Palabra santa

Célebre por haber asilado a artistas y beatniks desahuciados, el Hospital Bellevue de Nueva York emprendió una iniciativa que honra al mismo tiempo a la medicina y al arte: una revista literaria donde las historias clínicas, escritas por los mismos médicos, recuperan la humanidad de los enfermos y funcionan como biografías terapéuticas.

POR MICHAEL BOND
¿Una revista literaria sería publicada por un hospital? Suena improbable. Pero la Bellevue Literary Review, editada por el Departamento de Medicina de la Universidad de Nueva York en el Hospital Bellevue, retoma una larga herencia literaria. El Bellevue acogió a William Burroughs, Eugene O’Neill y muchos otros escritores y artistas al borde del abismo. Danielle Ofri, médica del Bellevue y jefa de redacción de la revista, sostiene que científicos y médicos suelen menospreciar el poder del lenguaje. Las palabras, dice, son parte vital del proceso de curación.
Usted es médica. ¿Cómo se le ocurrió emprender una publicación literaria?
–No lo tenía en mis planes académicos. Llevaba diez años en el Hospital Bellevue y necesitaba un respiro. Un amigo muy cercano murió de manera imprevista mientras estaba haciendo la residencia y me di cuenta de pronto que necesitaba volver a evaluar mis prioridades de vida. Hice un interinato, algo que para un médico resulta particularmente tentador. Me pasé un mes en una clínica del sudoeste y después viajé por Centroamérica y América del Sur. Llegué tan lejos como me lo permitió el dinero. Estuve así dos años, y durante ese tiempo todas las historias de mi época en el Bellevue empezaron a crecer. Así que me puse a escribirlas. Volví al Bellevue con un trabajo de tres días por semana, tratando pacientes y enseñando a estudiantes, y durante mi tiempo libre seguí trabajando en las historias y empecé a tomar clases de escritura. Quería incorporar la escritura a mi enseñanza de la medicina. Mis estudiantes tenían que escribir las historias de sus pacientes como parte del curso, así que instituí una política por la cual tenían que redactar la historia del paciente en clave narrativa, y desde el punto de vista del paciente. Nuestro nuevo director, Martin Blaser, también alentaba a sus estudiantes a escribir ensayos, y un colega astuto sugirió que nos sentáramos a charlar. Nos pusimos a pensar qué hacer con nuestra colección de escritos de estudiantes y se nos ocurrió incluirlos en alguna publicación de circulación interna. Después pensamos en hacer algo más amplio, más nacional, porque nos pareció que podía despertar un interés mayor. Así nació la Bellevue Literary Review.
¿Por qué cree usted que es tan importante que los médicos escriban sobre sus pacientes?
–La historia de un paciente es tanto más rica de lo que la pintan los informes médicos... Sentí que los estudiantes podían aprender mucho si se tomaban el tiempo de investigarlas. Nos pasa a menudo que perdemos de vista el contexto social. Si un paciente tiene diabetes, por ejemplo, no nos hacemos problema: le damos unas dosis de insulina y listo. Y mientras tanto el paciente piensa: “Si llevo jeringas en la valija mis compañeros de trabajo van a pensar que soy un drogadicto”. Si les preguntas a los pacientes qué es lo que les preocupa, la respuesta sin duda estará muy lejos de lo que se le cruza al médico por la cabeza. El problema se resolvería preguntándoselo, pero es raro que los médicos lo hagan. Si el paciente vive en la calle, no tiene sentido mandarlos de vuelta con vendajes que haya que cambiar todos los días; si están en un albergue, les resultará difícil tomar seis remedios por día. Todas esas cosas pasan a ser una zona muy crítica del cuidado médico.
Es notable que a los médicos no les enseñen ese tipo de cosas en la Facultad de Medicina.
–Hay una parte de la formación dedicada a tener en cuenta la historia social del paciente, pero en general eso no incluye más que un par de preguntas sobre drogas, alcohol o tabaco. Es muy limitado. El discurso médico está tan estandarizado, y los estudiantes están formados para respetarlo. Si lees la historia clínica de un paciente redactada por un médico, sólo vas a encontrar abreviaturas, acrónimos, resúmenes. En general dicen cosas como: “El paciente negó tener dolor en el pecho, peroadmitió tener problemas respiratorios”. Suena tan acusador. ¿Por qué no podemos decir: “El paciente no sentía dolor en el pecho pero tenía problemas respiratorios”? Lees frases como: “Se le palpó el bazo”. Pero ¿quién se lo palpó? Y después están todas las frases que empiezan con “Las radiografías demostraron...”, o “La biopsia reveló que....” Suenan como revelaciones del Monte Sinaí. Ése es el lenguaje estándar que usan los médicos para escribir las historias de sus pacientes. Y los estudiantes tratan de imitarlo y nosotros, encima, los estimulamos a hacerlo. Le doy un ejemplo clásico. Una vez vino a verme un paciente llamado Jacques Strauss: un nombre francés, un apellido que sonaba judío. Me intrigó, así que pregunté por su historia social. Lo único que escuché fue “no toma drogas ni alcohol, no fuma”. Pensé: este paciente debe tener una historia mucho más interesante. Así que fuimos hasta su cama y resultó que era de una familia franco-judía que había huido de la guerra y terminó en Shangai, donde había crecido hablando en chino. Luego fue a Nueva York y trabajó como chef, pero no tenía seguro médico. Por eso había ido a parar al Bellevue. Era una parte importante de su historia.
¿Qué opinan los demás médicos del Bellevue de sus ideas?
–Les parecen razonables. Algunos piensan que soy un poco rara. Los estudiantes y los residentes están todavía un poco perplejos. Por lo general, cuando me pongo a hablar con los estudiantes y les pregunto qué libros leyeron últimamente, me contestan con una mirada vacía. Algunos no leen una novela desde la universidad. Y sin embargo es tan importante. Uno puede leer publicaciones médicas hasta el hartazgo, pero en algún momento va a sentir la necesidad de leer algo literario para mantener el cerebro con vida.
Usted estudió fisiología y bioquímica. Pero sus actividades literarias tienen más que ver con la psicología...
–La psicología vino de escuchar historias de pacientes y darme cuenta de que es imposible tener una relación adecuada con ellos sin saber quiénes son. La malaria es la malaria, pero lo interesante es que el tipo que la padece haya bajado hace un rato del barco que lo trajo de Pekín. O que el monje tibetano que tratamos por su hemofilia haya sido torturado en una cárcel china. Este lugar rebosa de historias.
¿Narrar ayuda a los pacientes?
–La principal queja que encontramos en nuestra clínica tiene que ver con el dolor físico. La mayoría de nuestros pacientes son mujeres hispanas de edad madura –primera generación de inmigrantes– que llevan vidas muy difíciles. Muchas crían a sus nietos porque sus hijos están presos o tienen sida; muchas tienen maridos alcohólicos. Y todo sale a flote somáticamente, en forma de dolor. Es gente que tiende a cambiar de médico con frecuencia, porque los médicos no consiguen dar con la fuente física del sufrimiento y suelen terminar diciendo que no tienen nada. Si ahora muchos de mis pacientes se me pegan, literalmente, es porque yo acepto que lo que les pasa es real, aun cuando no tengan nada clínico. Les pregunto sobre sus vidas, y al menos sienten que son escuchados.
El Bellevue tiene una larga tradición literaria...
–Siempre tuvimos médicos que escriben, y muchos escritores estuvieron internados aquí, en especial poetas beatniks. William Burroughs estuvo aquí. Eugene O’Neill, Malcom Lowry y Norman Mailer pasaron algún tiempo. Stephen Foster, que escribió “Oh, Susannah!” y otras canciones populares, murió sin un centavo en el Bellevue. El escritor del Mississippi Walker Percy fue residente del Bellevue hasta que contrajo tuberculosis durante una autopsia. Debemos haber recibido casi a todos los mejores músicos de jazz, desde Charlie Parker a Dizzie Gillespie, pasando por Bud Powell y Charlie Mingus. La mujer de Burroughs, Joan Vollmer Adams, vino al Bellevue adicta a las anfetaminas, poco antes de que su marido se hiciera el Guillermo Tell y le disparara en la cabeza.
¿Qué se propone con la revista?
–La subtitulamos “Una revista de humanidad y experiencias humanas”. Buscamos materiales que aborden la experiencia humana a través del prisma de la salud y la enfermedad. Quiero que la gente interprete el problema con creatividad. Pero ante todo debe estar muy bien escrito. La buena escritura siempre trata de alcanzar el corazón secreto de la experiencia humana. Estar enfermo abre las costuras y las grietas de la vulnerabilidad. Creo que es un punto muy parecido a aquél del que procede la creatividad. Eso no quiere decir que para ser un buen escritor haya que estar enfermo o que sufrir, pero buena parte de la inspiración de las grandes obras viene de la vulnerabilidad.
Leí el relato que escribió sobre una mujer india que tenía acné. Leí que usted intentó tratar todos sus problemas, no sólo el acné, y que se sintió frustrada de no poder hacerlo. ¿Escribir sobre el asunto fue una manera de procesar esa impotencia?
–Absolutamente. Fue en una clínica de Nuevo México. En ciencia y medicina hay veces que uno está sobrepasado y no puede brindar la ayuda apropiada. Cien dermatólogos no hubieran podido curarle a esa mujer lo que realmente la estaba afligiendo. Su marido se había ahorcado dos meses antes; el hijo había descubierto el cuerpo. Yo necesitaba articular esa frustración, la idea de que la vida de esa mujer estaba haciéndose pedazos y yo no podía hacer nada para impedirlo. Quizá con mi próximo paciente ya esté mejor preparada y tenga más fuerza para cuando irrumpa esa otra dimensión.

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