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Domingo, 22 de mayo de 2011

MITOS > MARIANO MORES, ENTRE LA DESPEDIDA Y LA ETERNIDAD

Uno

La semana pasada, Mariano Mores se presentó en el Gran Rex con toda la pompa, anunciando su retiro definitivo de los escenarios. A los 93 años, eso es ya toda una proeza. No sólo por su vitalidad, su coherencia estética y la inmensidad de su repertorio, sino también por el modo en que su figura pone en evidencia las encrucijadas en que está el tango hoy en día.

 Por Mariano Del Mazo

Se lo puede ver por estos días en Crónica TV, que pasa una y otra vez sus conciertos de despedida del 13 y 15 de mayo en el Gran Rex; se lo puede escuchar en el indescifrable disco doble que editó la EMI hace tres años, como una antología de su obra interpretada por él mismo; se lo puede leer en entrevistas o incluso escudriñar en blanco y negro por Volver como galán de películas de teléfonos blancos... Es el auténtico Mariano Mores, la mayor gloria viva del tango junto a Horacio Salgán (muy cerca, y en plena actividad, también se pueden incluir a Nelly Omar y Leopoldo Federico).

Mores, el gran Marianito, representa a los 93 años menos un enigma de bipolaridad artística que una constatación: su figura condensa contradicciones históricas del género y, en perspectiva, proyecta algunas de las encrucijadas de la actualidad. Ya resulta un lugar común destacar a Mores como compositor extraordinario en simultáneo con su condición de intérprete de artero mal gusto. Cuando esa interpretación pasa del disco al escenario –arreglos, dirección, pero también concepción integral de show–, el panorama se vuelve aun más desolador: las canciones quedan reducidas a excusas de un discurso chauvinista en su afán for export y en su pretensión “internacional”, naufragan en una exuberancia inconmensurable y quedan atrapadas en golpes bajos. Las canciones: damas perfectas pésimamente maquilladas, con olor a perfume barato. Los golpes bajos: por caso, esa costumbre de incorporar a Nito Mores, generalmente como un haz de luz blanca que desciende desde el Cielo. Y más: la bandera argentina agitada, la idea antigua de lo que se creía que significaba “ser argentino”, esa idea que calzaba perfecta en las parodias de Valentino.

Mores es el Gardel disfrazado de gaucho y también el Gardel imbatible en su canto. El melodista inigualable que escribió, junto a los mejores poetas del tango, “Uno”, “Cafetín de Buenos Aires”, “Cada vez que me recuerdes”, “Una lágrima tuya”, “Gricel” y “Cristal”; el que concibió obras maestras como “Tanguera”, se estrella contra un muro que es finalmente la construcción de su propia estética. Esa aparente contradicción seguramente la heredó de su primer maestro, Francisco Canaro, y es bastante común en la historia del tango. Ya escrito lo mejor de su obra, quedó hoy como el exégeta de semejante vulgarización interpretativa. Su obra queda castigada por tanta boleadora y pericón, aplastada de tantos colchones de teclados japoneses. ¿Qué representa Mores si no la ideología de Grandes valores del tango, el ciclo de televisión que más colaboró en congelar al género en una serie abominable de estereotipos y tics?

Hoy, a casi ochenta años de “Cuartito azul”, el tango se debate entre el retro eterno, cierta rockerización, la intención de imponer nuevos repertorios, el trabajo en tanguerías y las giras calcadas año tras año por Europa, Asia y Brasil. Hay jóvenes por todas partes: instrumentistas notables, cantantes, quintetos, sextetos, orquestas, solistas, milongueros. Entre flujos y reflujos, salen grandes discos de artistas como Sonia Possetti, El Arranque, Ramiro Gallo, Ariel Ardit, Diego Schissi, Hernán Lucero-Tute, Cardenal Domínguez, Juan Pablo Navarro y muchos otros. Y se fortalecen circuitos under, genuinos, donde se desarrollan noches interesantísimas. Como el circuito de Almagro, que puede abarcar el Club Atlético Fernández Fierro, el Bar Sanata, El Boliche de Roberto, La Catedral. O el atalaya del Teatro Orlando Goñi, de Julián Peralta y su Astillero, en el San Cristóbal profundo. Y más.

Hay ahí una resistencia cultural, subterránea, pero firme. Chicos que se pasan partituras, que colaboran en discos ajenos, que enrocan, que inventan de la nada, que tienden puentes. La movida está en los antípodas de Mariano Mores. No hay banderas y la identidad no se declama: se ejerce.

La cuestión es que nadie de esa generación, hasta ahora, ha sido capaz de escribir piezas que sugieran al menos la mitad de la belleza de “Uno”, “Gricel”, “Cristal” o “Cafetín de Buenos Aires”. Y no se trata sólo de ausencia de difusión. Se trata de una incapacidad, una limitación en la que también se dirime la salud del tango. Claramente, la canción no es la misma.

Por eso, a pesar de las boleadoras, los teclados japoneses y otras cursilerías que él adora con una coherencia de décadas, ¡larga vida al maestro Mariano Mores! Sus canciones ya superaron esa instancia: son eternas.

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