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Domingo, 19 de junio de 2011

Tiros, líos y cosa golda

Bautizado El Chacal por el diario inglés The Guardian, miembro de la FPLP, autor de atentados de repercusión mundial, uno de los hombres más buscados por Occidente, invisible durante décadas y figura emblemática del internacionalismo de los años ’70 que marcó a toda una generación, Ilich Ramírez Sánchez fue una sombra llamada Carlos de la que todos sabían pero nada se sabía. El director francés Olivier Assayas, miembro de esa generación marcada por el venezolano y que ha filmado como pocos la violencia y globalización de la modernidad, se embarcó en su película más titántica: cinco horas y media, tres continentes, seis países y decenas de locaciones, para retratar veinte años de vida, obra y clandestinidad del terrorista revolucionario que tuvo en vilo al mundo como nadie hasta Bin Laden. Mientras se estrena en cines una versión de tres horas, la televisión emite la versión extendida, y la Lugones ofrece una retrospectiva de Assayas.

 Por Rodrigo Fresán

UNO El pasado es un país extranjero, allí siempre hacen las cosas de manera diferente y, en este caso, el país extranjero en ese pasado se llama Venezuela. Allí voy. Rapidito y sin aviso. Malos aires en Buenos Aires, atmósfera irrespirable, mediados de los años ‘70. Y allí aterrizo junto a mis padres: en la tierra a la que llegó el Corto Maltés y de la que salió Ilich Ramírez Sánchez alias Carlos alias El Chacal.

DOS Y Carlos es una de esas noticias que marcan el fin de mi infancia. Un titular que permanece impreso en mi memoria junto al barco/restaurante que se incendia en la costanera, a los rugbiers estrellados en los Andes, a la muerte en simultánea de (titular de Gente, lo recuerdo como si lo estuviera leyendo ahora) los “Tres Pablos” Casals, Neruda y Picasso, y a la tremenda e imposible de imaginar revelación de que el Gran Hampa era Serrucho.

TRES Pero volvamos a Carlos. Carlos era venezolano, había nacido en Michelena, en el estado de Táchira, en 1949. Carlos era hijo de padres más bolches que progres (de ahí el Ilich, sus hermanitos son bautizados como Lenin y Vladimir; nadie se inquieta demasiado porque Venezuela es famosa por la rareza de los nombres de los locales y, si no, pregúntenle a mi amigo Apolo 11). Y Carlos –como un Phileas Fogg desmadrado, como un frecuente pasajero en trance políglota que no deja de sumar millas– iba por el mundo a puro tiros, líos y cosa golda. Y Carlos había sido goldo. Porque –en principio y de entrada– de lo que más me acuerdo es de eso. Son los días de la Carlosmanía, y todo el tiempo hay noticias en los diarios y entrevistas a quienes lo conocieron. Y, entre todos ellos, no puedo olvidar a ese compañerito de colegio primario evocando: “Carlos era gordito y todos nos burlábamos de él en el patio y en los recreos; y él, llorando, nos decía: ‘Ya van a ver... Ya van a ver cuando sea grande’”. Volví a encontrarme con ese testimonio hace unos años, cuando me compré una biografía de Carlos (no se alude directamente a eso en Carlos, pero acaso se intuya lateralmente en esas varias escenas en las que Carlos, adulto y musculoso, admira su cuerpo desnudo y ya sin grasa capitalista frente al espejo). Busco la biografía en cuestión para escribir estas líneas, no la encuentro por ninguna parte. Las bibliotecas son, también, un país extranjero donde uno se pierde siempre y nadie nos ofrece indicaciones correctas para volver a la casa de ese libro que estamos cazando. Encontramos siempre, claro, ese otro libro que buscábamos hace unos días, pero ya no nos sirve para nada.

CUATRO “Venezuela: un país para querer” era por esos tiempos el slogan oficial de ese territorio que exportaba petróleo, reinas mundi/universales de belleza, y a Carlos. Y no es que yo la pasara mal en el colegio; pero pocos sentimientos más fáciles de asimilar en la pubertad que la sed de venganza y el, otra vez, oakyesco “lompo’lalma”. Yo no era gordito, no. Pero a veces me sentía gordito. Entonces yo tenía once y Carlos me llevaba unos insalvables catorce años al otro lado del luminoso agujero negro que es la adolescencia. Ahora, Carlos me sigue llevando catorce; pero la distancia se ha reducido: la memoria se expande, el tiempo se contrae, las edades se acercan y, sí, hay días en que frente al espejo pienso: “Ya van a ver... Ya van a ver cuando sea viejo”. Y enseguida se me pasa y a otra cosa.

Pero –allí y ahora, mis once y sus veinticinco– el para mí verdadero misterio del personaje sigue pasando por el asunto del Carlos. Ese “tu nombre me sabe a nombre”. ¿Carlos? ¿Es eso un alias de verdad y en serio? ¿No era que uno se ponía un nuevo nombre para mejorar el original? ¿Respetaría alguien a un superhéroe que se llamase Míster Cacho? Está lo de El Chacal, sí; pero se lo pone The Guardian (luego de que se informara que entre las pertenencias del terrorista se encontró un ejemplar del popular best-seller de Frederick Forsyth; Carlos negará haber leído o poseído el libro) y lo de El Chacal a Carlos nunca le gustó. Y, de acuerdo, Carlos –que, en la serie, Ilich dice haberlo elegido en honor al presidente venezolano y nacionalizador Carlos Andrés Pérez– es un nombre con cierto pedigrí histórico. Su procedencia es germana, significa “hombre libre”, y ahí están Marx, Chaplin, Gardel, Darwin, Schulz, García, Dickens... Pero, aun así, ¿Carlos?

CINCO Y –sin explicarlo puntualmente– de eso trata exactamente la formidable miniserie de Olivier Assayas, rodada en 35 mm, coste de 14 millones de euros, 92 días de rodaje, metraje de 330 minutos en la versión televisiva de tres capítulos. Allí –aunque queda claro que el director francés estudió a fondo la Munich de Spielberg– lo que prima y fascina es el carácter improvisado y casi artesanal y amateur de lo que se muestra. La cultura popular y las ficciones –como ocurre con los inspiradores más o menos directos de Bond, James Bond– dotarán a Carlos de los disfraces absurdos y guevarianos de todo aquello que nunca tuvo y que conecta directamente con su mitomanía a la hora de adjudicarse happenings volátiles en los que no tuvo nada que ver. No importa. Se ha disparado el Big Bang y entonces, de golpe, un implacable genio del mal de la estirpe de Moriarty y Mabuse y Fantomas. En la trilogía original del Jason Bourne de Robert Ludlum donde Carlos vive en Francia haciéndose pasar por sacerdote, en una primera miniserie; en la novela de Tom Clancy en la que se intenta liberarlo de las cadenas de la cárcel de La Santé, en una película mexicana; en la fabuladora The Assignement con Aidan Quinn y Donald Sutherland; en el otro Chacal, con Bruce Willis y Richard Gere; en la parodia de John Cleese, como Lacrobat; en el thriller The Last Inauguration, donde Carlos es “alquilado” por Saddam Hussein para volar por los aires el estreno de un presidente norteamericano; en un videogame 007, donde aparece la encarnación hembra llamada Carla The Jackal; en una portada de disco de la banda Black Grape.

“Ya van a ver...”

SEIS Y la época, la era, claro. Porque, ¿habrá algo más intrigante que el look de los ‘70? ¿Sus colores? ¿Sus patillas? ¿Sus pantalones? ¿Sus jóvenes? Los jóvenes de los ‘70 son como un animal liminar, fronterizo. No tienen nada que ver con los de los ‘60 o con los de los ‘80. Están en el medio, entre hippies y yuppies, como un accidente espacio-temporal que los convierte en ciudadanos del mundo a la vez que habitués de Mau-Mau en un tiempo donde las marcas comienzan a ser lo más importante, lo que define y, sí, marca.

Assayas declaró haber pensado Carlos –también advirtió que se trata de una true story, pero pasada por el tamiz de la ficción– como la historia no de un hombre sino de una generación. O de una degeneración generacional iluminada por las lecturas de Los demonios de Dostoievski y El agente secreto de Conrad: dos novelas sobre la torpeza ideológica y el absurdo subversivo. A algo de eso se refería Sergi Pàmies hace un par de semanas, en La Vanguardia, escribiendo sobre el Carlos de Assayas: “Por definición, el biopic suele indignar a los biografiados. Carlos no es una excepción. Desde la cárcel, Ramírez saboteó el rodaje e intentó impedir su estreno. Al final tuvo que resignarse a criticar el resultado en una entrevista a la cadena RTL. Según el terrorista, la serie trasviste la verdad histórica y comete errores tan imperdonables como convertirlo en fumador de cigarrillos, cuando todo el mundo sabe que, desde 1969, sólo consume habanos. Esta minucia tabaquera es lo bastante elocuente para reforzar los aciertos de la historia. Una historia que, especialmente en su versión televisiva, esboza el alma y las imposturas de una época y, a través de un esquema de aventuras, guía al espectador por un laberinto de acontecimientos, servicios secretos, subversiones armadas y mercenariazgos. Que el Carlos audiovisual fume cigarrillos o habanos resulta irrelevante comparado con el esfuerzo por buscar atajos entre la ambición narrativa y la coherencia documental, la verosimilitud y la verdad (con un agravante: la verdad de Carlos es, per se, inverosímil). Al presentar su proyecto en el Festival de Cannes de 2010, Assayas insistió en el concepto de ficción y en su propósito de hacer una interpretación subversiva del mito, consciente del riesgo de caer en la complacencia (alternando los géneros del cine político y de aventura delictiva). Quizá por eso el director elige una proximidad (puro factor humano) que, fuera de contexto, puede confundirse con una mitificación justificadora (...). La subversión de Assayas estriba en mirar a Carlos y su época no con desprecio retroactivo o sentimentalismo redentor sino conservando la aureola –dopada con testosterona revolucionaria– de un momento que nos remite a las mazmorras de la Guerra Fría (...). Puede parecer que el tratamiento es un poco frívolo –o paródico–, y es fácil hacer paralelismos con las historias de grandes estrellas del rock. Pero, ¿y si el paralelismo fuera deliberado? Salvando las distancias, el radicalismo armado de finales de los años ‘60, ‘70, ‘80 y parte de los ‘90 incorpora elementos de mitificación pop, rebeldía juvenil y atracción por el peligro propios de otros ámbitos. Si las estrellas del rock viven el exceso continuo, atrapados y destruidos por la endogamia narcisista o el infierno de los paraísos artificiales, Carlos presenta un itinerario comparable. Un itinerario en el que la droga es ideología, y en el que la autodestrucción no provoca la pérdida de facultades sino la traición de los ideales, el riesgo moral de convertir la violencia más en fin que en medio. Y, sobre todo, se pudre a través de la promiscuidad con estructuras de terrorismo gubernamental que, en nombre de la razón de Estado, financiaron a unos cómplices instrumentales que luego fue necesario enterrar bajo toneladas de mentiras y olvido”.

Me pregunto qué pensará Carlos –fumando espera, en su calabozo– de Manu Chao & Co., de los “indignados”, de por qué no abundan las camisetas con la cara de Carlos en el pecho de los imaginadotes y soñadores hacia el infinito y más allá.

SIETE Pero lo de antes, lo de más arriba. Carlos como un self-made man que parece más impulsado por su propio e histérico aliento de latin lover politizado (“La pistola y el corazón” en versión de Los Lobos es uno de los temas clave del soundtrack de Carlos) que por el viento de la historia. Especialmente en el primer y mejor capítulo de la serie: antes del ataque a la OPEC, y de las vueltas en el aire y la burocracia dialéctica que marca al segundo episodio y del derrape cuasi turístico de un agente demasiado y libre y libertino, incluso para sus mecenas y patrocinadores del capítulo tercero y final. Allí, en el principio: Carlos y los suyos como la contraparte fuera de ley y espasmódica y acelerada de los Keystone Kops: esos bazookas disparando para cualquier parte, esos terroristas pasando papelitos bajo la puerta de un baño de aeropuerto, esas reuniones de chicos ricos bohemios financiados en París por sus padres, con más melancolía por el espejismo que tristeza por la injusticia, donde se cantan versos folk rasgueando un cuatro, guitarrita venezolana que es como un charango sin animal. Después, casi enseguida, se acaba la fiestita teórica y empieza la práctica de la multiplicación de los muertos en secuencias de una verosimilitud de la violencia que quita el aliento e impide cerrar los ojos. Y, ahí, la revelación actoral del venezolano Edgar Ramírez (otro Ramírez, una suerte de secuela menos bestial de Javier Bardem y quien, nada es casual, ya había aparecido como asesino de la CIA en The Bourne Ultimatum y camarada en Che), llamando una y otra vez a las puertas de un harén de novias guerrilleras, sus Angeles de Carli. Allá va arrastrando –de un lado para otro y sacando y metiendo bajo camas destendidas– esa valija llena de armas. Georges Perec bien podría haber escrito toda una pequeña gran novela sobre esa valija, pienso. De aquí para allá, arriba y abajo por escaleras estrechas, hasta la victoria siempre. “Soy Carlos”, dice y dice y dice y vuelve a decir el tipo con voz de “Soy Batman”. Lo dice como si con eso explicara todo y no hiciera falta decir nada más. Jadeando, subiendo de altillo en altillo y de buhardilla en buhardilla, bajando peso y panza pero, aun así, tan pero tan heavy.

Y cómo pesa esa valija.

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