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Domingo, 31 de julio de 2011

CINE > ALAIN TANNER: EL OLVIDADO DE LA NOUVELLE VAGUE

Eramos tan modernos

Tal vez sea el más desconocido hoy en día de la nueva ola del cine francés, aunque en su momento fue no sólo fundamental, sino también uno de los más eclécticos: asociado primero al nuevo cine inglés, después reconocido como documentalista, y finalmente consagrado como la reversión suiza, distante y escéptica de la nouvelle vague. Una retrospectiva en la Lugones lo presenta al público porteño mientras en el mundo, el ghetto de los festivales lo reivindica después de décadas.

 Por Hugo Salas

Ya nadie recuerda a Alain Tanner. Considerado allá por los ‘60 uno de los cineastas clave del nuevo cine europeo, su nombre no resuena hoy de manera inmediata ni siquiera entre cinéfilos avezados, a pesar de que su última película, Paul se va, sea de 2004. La rehabilitación le habría de llegar recién en los últimos años, de la mano de una retrospectiva integral en la Cinemateca Francesa (2009) y el Leopardo d’Onore a la trayectoria, otorgado por el Festival de Locarno (2010). A partir del martes, buena parte de su obra podrá verse en la sala Leopoldo Lugones, junto a un corto homenaje realizado por el cineasta Jacob Berger, en lo que constituye una interesante e inusual muestra de crítica filmada.

Nacido en Ginebra en 1929, la carrera cinematográfica de Tanner comienza en realidad en Londres, durante una breve pero intensa estadía luego de abandonar la marina mercante. Allí, entre 1955 y 1958, frecuenta la cinemateca y traba contacto con varios de los críticos que habrían de convertirse luego en figuras destacadas del free cinema inglés, como Lindsay Anderson y Karel Reisz. Su primera película, codirigida junto a Claude Goretta, no es otra cosa de hecho que un retrato de la agitada vida nocturna de Picadilly Circus. En el estilo de cine directo tan habitual de la época, ese que procuraba captar “la vida misma”, Nice Time constituye al mismo tiempo un delicado trabajo de montaje y una actualización de la irónica perspectiva sociológico-documental avanzada por Jean Vigo en A propósito de Niza (1930), una descarnada mirada de los espacios del ocio.

Ya de vuelta en Suiza, Tanner continuó dirigiendo documentales en la línea del cine directo, mayormente por encargo de la televisión, hasta que en 1969 presenta su ópera prima, Carlos, vivo o muerto, que lo posiciona en el circuito internacional. Por avatares de la época, que gusta de las “nuevas olas nacionales” europeas, pasa a ser considerado de inmediato uno de los padres del nuevo cine suizo, junto a los amigos con los que poco antes fundara el Grupo 5: Goretta, Michel Soutter, Jean-Louis Roy y Jean-Jacques Legrande. A la distancia, resulta claro que aquel cine producido en Suiza es, en realidad, una reversión de la nouvelle vague francesa con agregados de sabor local, que cuanto mucho –si se quiere– deja advertir una relación más estrecha con la cultura alemana. Del mismo modo, Suiza podría reclamar la parte que le corresponde en la conformación de la nouvelle vague, dada la nacionalidad helvética de uno de sus mayores exponentes, Jean-Luc Godard.

Como fuera, en las primeras películas de Tanner se advierten el mismo gusto por el registro del paisaje urbano, la lengua coloquial, la convivencia del humor y la tragedia y los modos de representación realistas de sus compañeros franceses, si bien lo separa de ellos una mirada más distante y escéptica respecto de los alcances del Mayo francés y sobre todo del inflamado discurso maoísta, que sin embargo no llega a escapar del romántico mito libertario de la época (el que creía que los nuevos modos de relación entre los jóvenes, por ejemplo, venía a aniquilar la sociedad burguesa). Todos estos elementos están presentes en sus películas siguientes, entre las que podrán verse en la sala Lugones, La salamandra, que en 1971 tuvo un resonante éxito en Cannes y quizá sea su película más conocida, Jonás, que tendrá 25 años en el año 2000 (1976) y Messidor (1979).

Los ecos fantásticos y el tratamiento del paisaje en Los años luz, filmada en Irlanda en 1981, anticipan el gran viraje de su carrera que en los años ‘80 habría de representar la que muchos consideran su mejor película, En la ciudad blanca (1983), donde un jovencísimo Bruno Ganz, en un innegable giro autorreferencial del director, interpreta a un marino mercante que sin mayor explicación decide quedarse en Lisboa. El manejo de los silencios, el abandono de formas más supuestamente ingenuas de trama, el tratamiento de la deriva en el embriagador paisaje de la capital lusitana y la inclusión del problema del propio medio dan cuenta no sólo del impacto de la otra tercera gran tradición que alimenta, lingüística y regionalmente, a Suiza, la cultura italiana, sino también del agotamiento que comenzaba a manifestar, ya por aquel entonces, el denominado “cine moderno”.

Quizás haya sido justamente su incapacidad de advertir el fin de ese proyecto estético el que le haya valido a Tanner su largo eclipse (a diferencia, por ejemplo, de Godard, quien sin resignarse a él, pudo no obstante dar cuenta de su ocaso). Del mismo modo, no es casual que su rehabilitación llegue en un momento en que el circuito de consagración, integrado por buena parte de los críticos y casi todos los festivales y cinematecas, trata de conjurar el desconcierto que le produce el cine del presente por medio de una dudosa tabla de salvación: la reinstauración de aquel proyecto estético, en aquel entonces rupturista, hoy tranquilizador, que se agotó en su propia evolución, única vicisitud que explica que al día de hoy tantas veces dentro del cine la palabra “moderno” se utilice como un epíteto ponderativo.

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