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Domingo, 21 de agosto de 2011

CINE > EL GREEN FEST Y LA DESTRUCCIóN DE LOS MARES

Que Neptuno nos ayude

Uno abandonó Greenpeace para dejar de posar “con las chicas Avon” y pasó a la acción directa más salvaje: interponer todos sus recursos, incluido su pecho, para evitar el exterminio de ballenas a arponazo limpio. El otro, entrenador de la serie Flipper, abandonó todo para emprender una tarea igual de difícil: denunciar la captura de delfines para la industria del entretenimiento y la matanza sangrienta en las costas de Japón. Mientras 13 de las 17 zonas pesqueras del mundo están vacías y los pronósticos auguran que a este ritmo para el 2048 la fauna marina se extinguirá, la segunda edición del Green Fest permite conocer el trabajo de Paul Watson y Ric O’Barry, y el de otros humanos que hacen lo posible porque la especie no termine de arruinar todo.

 Por Soledad Barruti

En un sistema en el que la propiedad privada parece no sólo indiscutible sino lo más preciado que se puede conseguir, en el que los viejos grupos que militaban por un mundo mejor o desaparecieron o se convirtieron en lucrativas ONG, y en el que los mensajes adaptados a formatos publicitarios perdieron su contenido, los activistas radicales que persisten tienen doble mérito. Como Paul Watson: 60 años, semblante de pirata, instinto de viejo marinero que a bordo del Sea Shepherd durante largas semanas guía a su tripulación entre los hielos de la Antártida. Va siguiendo de cerca a uno de los enormes navíos japoneses, cargado con cañones arponeros, que deshacen los témpanos con filosas cuchillas buscando ballenas. Watson avanza guiado por las pistas de regueros de sangre y cada tanto, ayudado por débiles radares. En su barco van armados con bombas olorosas y una cámara filmadora para detener y registrar el accionar de un modo de caza que es mundialmente ilegal desde 1986. Watson imparte las órdenes para que su tripulación lance los primeros ataques. Los japoneses no retroceden. Ellos insisten sumando el apoyo por mar de uno de los Zodiacs (botes a motor, apenas más grandes que los agujeros por los que el barco japonés escupe pedazos de ballenas muertas). Les hablan por altoparlante, les repiten que se vayan. Son incansables, y lo logran: finalmente los japoneses se retiran. Pero en medio de la retirada, se intuye una sonrisa dentro del barco oriental: su nave es tanto más veloz que enseguida se pierden de vista. En el Sea Shepherd los ven partir con un aire de victoria a medias. La certeza de haber ganado una batalla pero no saber si van a poder llegar a la próxima; si alguna vez van a vencer en esta guerra o si las ballenas van a extinguirse antes.

La lucha de Watson es arriesgada. En los últimos años, dos activistas murieron asesinadas intentando detener la captura y explotación de animales marinos.

Algo que sabe muy bien otro activista comprometido y entrado en años. Ric O’Barry tiene 70 pero conserva el temple de acero y el arrojo de navegante de aguas abiertas. Su misión también es defender a la fauna marina, principalmente a los delfines. Con ese propósito, desde 2007 frecuenta asiduamente Taiji: ciudad pesquera situada en una bellísima costa japonesa a la vera del Pacífico, y epicentro clandestino de una de las matanzas de delfines más grandes del mundo. Allí, cada año, de septiembre a abril, luego de arrinconar a cientos de animales y capturar a los ejemplares que serán vendidos como entretenimiento para los acuarios del mundo, los que quedan morirán a arponazos. 23.000 en el total de la temporada.

O’Barry conoce bien las leyes en Japón. En ese país la policía tiene permiso para apresar a un sospechoso y, durante 28 días, aplicarle una serie amplia de torturas amparadas por la ley. Pero el mar teñido de sangre y los chillidos agudos y desesperados de los delfines lo llevaron a armar un equipo de profesionales y equipamiento ultratecnológico para develar lo que estaba sucediendo. Colándose en un parque nacional en plena noche, O’Barry y su gente lograron plantar cámaras ocultas y obtener las imágenes de la masacre de delfines, que serían emblema de su causa desde entonces.

Contadas en los documentales Eco Pirate (la historia de vida y militancia de Watson) y The Cove (investigación sobre lo ocurrido en Taiji y racconto de la vida de O’Barry) –ambos de estreno la semana que viene en Buenos Aires en el marco del Green Fest–, las historias de estos dos personajes que siguen cultivando lo mejor del hippismo para defender causas de interés mundial son a la vez la trágica historia de los movimientos que ellos representaron, de la corrupción alrededor de la que gira el mundo, del efecto de los medios audiovisuales y de la mínima cuota de esperanza que necesita la sociedad para imaginar que algo de todo lo malo puede revertirse.

La ilegalidad en el mar es tan incesante como incontenible y está llevando al medio acuático al colapso. Unos gobiernos ausentes evitan conflictos diplomáticos y ganan sus morlacos haciendo que no ven, mientras otros sueltan amarras al negocio millonario de la pesca ilegal que está devastando los mares. Y la afirmación no es exagerada: el mar se está vaciando a un ritmo estremecedor que, de continuar como viene, va a llegar al agotamiento de la fauna marina en 2048.

El problema con el océano es que está lejos. Tanto que lo que ocurre ahí abajo suele tomarse como un problema menor, cosa de ecologistas preocupados más por los animales que por las personas. Pero el concepto está más que errado. Sólo teniendo en cuenta que 1200 millones de personas necesitan de la ingesta de pescado para subsistir, siendo ésa la única proteína con la que cuentan, alcanza para imaginar la debacle en la salud mundial que va a acaecer cuando los peces se agoten. Por otro lado, sin aventurar predicciones, ahora mismo tiene efectos directos sobre culturas enteras: más allá de las guerras y las sequías, un gran porcentaje de la migración de Africa hacia Europa tiene que ver con que los grandes barcos del primer mundo vaciaron sus mares mandando a los pescadores africanos de ilegales a vender chucherías a turistas en París o Roma.

En este contexto, los cetáceos no son sólo un símbolo. Las ballenas y los delfines son el último eslabón de un ecosistema riquísimo cuyo frágil equilibrio es imposible de contener desde la costa. Su exterminio es tan antiguo como su adoración y la historia de la pesca en la humanidad, pero su defensa, basada en su importancia, ocurrió bastante temprano en la historia reciente y tiene a Watson y a O’Barry en su núcleo desde entonces.

Paul Watson

AGUA Y LIBERTAD

Fue casi al comienzo de Vietnam: mientras el mundo volaba por los aires, la industria del entretenimiento cumplía con su alta dosis de “humor sano” entregando a sus espectadores una nueva serie de TV arrolladora. Después de Lassie y Rin Tin Tin y el caballo con voz, Mister Ed, aparecía Flipper el delfín.

Especie amada desde la época de los griegos (donde lastimar a uno de esos animales era sentencia de muerte), los delfines fueron desde siempre protagonistas de historias asombrosas: ayudando a navegantes perdidos a llegar a la costa, o rescatando a nadadores, buzos o surfistas del ataque de tiburones. Graciosos y gráciles, como perritos de agua, en 1964 la especie recuperaba su fama desde la tele con este personaje nariz de botella, que representaba a un héroe de la guardia costera de sonrisa permanente y piruetas por los aires. Flipper estuvo firme en la pantalla norteamericana hasta 1967. Los niños lo amaban y, lo más importante, había generado eso que hace realmente enorme un éxito: la posibilidad de una nueva industria millonaria a nivel mundial.

Meses antes del estreno de Flipper había abierto sus puertas el emporio de los circos marinos: SeaWorld. Con la serie en marcha, el efecto dominó fue rotundo: los acuarios se reprodujeron por todos lados al ritmo del público.

En paralelo, la fascinación por los delfines alcanzó a científicos que profundizaron su estudio en el comportamiento de esta especie, desconcertándose con la inteligencia que demostraban.

Ric O’Barry era el orgulloso entrenador detrás del fenómeno. El mismo capturó a los cinco Flippers que actuaron, les enseñó los trucos y vivió con ellos los años que duró la serie en la casa que hacía de Parque Coral Kay.

O’Barry conocía profundamente a cada uno de sus animales. Al horario del show, acercaba la televisión al agua y veía la serie con ellos: fue así que descubrió que los delfines no sólo se miraban sino que se reconocían y reconocían a sus otros pares. (Todo un hallazgo que hoy, cuando se ha comprobado que estos animales tienen un coeficiente más alto que los monos y un cerebro más similar al humano que otras especies, todavía tiene efecto.)

Pero O’Barry lograría comprender qué querían decirle los delfines en un evento más triste: una tarde Kathy, una de sus delfinas más queridas, murió en sus brazos. “Los delfines necesitan de voluntad para respirar. Yo la venía viendo deprimida. Esta tarde nadó hasta mí, se apoyó en mis brazos, me miró fijo a los ojos, me miró profundamente, y ya no volvió a respirar. Se suicidó hundiéndose en el agua.” O’Barry leyó en los ojos de la delfina el sufrimiento por los años de cautiverio, y al día siguiente se propuso salir a rescatar a todos los delfines que pudiera.

Ric O’Barry

LA PAZ VERDE

Pero el relato sobre la defensa de los grandes mamíferos del mar continúa en los ’70.

La guerra de Vietnam había llevado a varios hombres hacia Canadá para huir del enrolamiento. A través de los medios, los grupos pacifistas en Vancouver se hacían famosos en el mundo por su militancia antibélica y antinuclear. Como perfectos exponentes de lo más mágico del hippismo que avanzaba al ritmo de Los Beatles, la mayoría pregonaba que la paz del mundo sólo se lograría si había respeto por todos los seres del planeta. Así, mientras las pruebas atómicas más descabelladas se hacían lejos de la opinión pública y cerca de costas vírgenes, se formaron las primeras agrupaciones que bogaban por una “paz verde”, una plataforma que se concretó con la creación de Greenpeace.

Entendiendo que ante tamañas atrocidades como las que propiciaban los imperios no quedaba otra que la acción directa, la mayoría de los miembros fundadores de Greenpeace emprendieron varias cruzadas, usando barcos para llegar ahí donde las coberturas de los medios no alcanzaban, luego llevando a periodistas y actores; transformándose en inteligentes formadores de opinión.

Su primer hit fue su campaña contra la caza comercial de ballenas. Quien los metió en ese asunto fue el biólogo y neurólogo Paul Spong, que estudiando a una ballena en el acuario de Vancouver quedó azorado por la inteligencia del animal. No podía ser que semejantes animales estuvieran siendo diezmados a mansalva, y no sólo para comida de japoneses sino porque en tiempos de guerra su grasa era utilizada para los fines más diversos, como la construcción de misiles rusos. En ese entonces, la caza de ballenas no sólo estaba permitida, era (es) un gran negocio controlado por la organización International Whaling Commision (IWC), formada en 1946 para garantizar “el stock” de ballenas para todos.

La primera cruzada de Greenpeace contra los balleneros la emprendieron en 1974 y nuestro protagonista (Paul Watson) ya estaba arriba del barco como el “loquito dispuesto a hacer lo que fuera necesario con tal de impedir la matanza”. Algo que corroboró cuando un ballenero ruso lo atacó a arponazos mientras él intentaba impedir que le diera a una enorme ballena.

Como O’Barry, la de Watson también fue una epifanía producto de una profunda mirada. La ballena herida a su lado podría haberlo devorado mientras era atacada por el ballenero, pero lejos de eso, cuando fue embestida no respondió con furia: “Me miró directo a los ojos –una mirada desde un ojo enorme e intenso, una mirada que no voy a olvidar nunca– y se hundió en el mar. En ese momento entendí que yo estaba en el mundo para defender a esos animales”, cuenta cada vez que le preguntan.

EL PECHO A LOS ARPONES

“Diversidad, interrelación y finitud. Esas son las reglas que rigen la ecología y las que deben regir al mundo. Sin eso nada puede existir. Pero si ha de haber un cambio no va a ser producto de la burocracia de los gobiernos sino de la acción directa de individuos apasionados”, dice Watson. “Si no logramos salvar a estos animales maravillosos, combatir las atrocidades que se hacen en el mar, no podemos salvar nada”, dice O’Barry. Y uno los escucha y ambos parecen personajes detenidos en el tiempo, o personas que vienen del pasado a sacudir este presente anestesiado.

Watson se reconoce como un guerrero (“que piensa que está bien destruir la propiedad privada para salvar vidas”), un hombre que descree de las protestas (“salir a la calle a suplicar blandiendo carteles es estúpido”). Eso fue lo que lo separó de Greenpeace: su idea de tomar al asunto con sus propias manos para terminar con algo que considera atroz: intentando impedir la caza de crías de focas en Canadá se encadenó al barco enemigo. Lejos de rendirse, los cazadores lo hundieron en los hielos, lo golpearon con la carne de sus presas, casi lo matan.

Hay quienes dicen que de Greenpeace lo echaron. El asegura que se fue “de al lado de las chicas Avon”. Como sea, armó su propia agrupación (Sea Shepherd) y en su rol de pirata eco no ha parado de surcar los mares desde entonces. Entre sus conquistas hundió barcos ilegales de pesca e hizo retroceder a unos cuantos con intimidación directa y denuncias formales. Ayudó a la guardia costera de las Galápagos a defender ese lugar, y logra que los jóvenes que quieren comprometerse con la defensa del mar lo adoren como a una estrella de rock. Entre sus derrotas fue preso varias veces, es considerado un terrorista por unos cuantos países y actualmente enfrenta un juicio millonario. Pero Watson sabe que el dinero se consigue: las cámaras también lo aman, al igual que los actores de Hollywood desde la época de Brigitte Bardot, y eso le da margen. Sólo con la expedición a la Antártida, por ejemplo, hizo una de las series más vistas de Animal Planet y Eco Pirate.

EL TERROR NIPON

O’Barry, por su parte, logró con The Cove dar una forma muy taquillera a una lucha no menos noble pero más difícil: salvar a los delfines del cautiverio en los acuarios y de la matanza.

La caza de delfines no es promovida mundialmente pero tampoco ilegal. Si bien el caso de las ballenas demuestra que ser una especie protegida no es sinónimo de nada (con Japón sobornando a países pobres para que voten a su favor, la IWC es uno de los organismos proteccionistas más inútiles y corruptos del mundo), los delfines no están encuadrados en ninguna entidad de protección y su muerte sólo va en aumento.

La carne de ambos animales se vende en los supermercados nipones (y de otros países). El factor cultural de la ingesta de ballena es algo que sostienen los gobiernos japoneses, noruegos e islandeses que están muy cerca de lograr el permiso legal para la caza de casi 500 animales por año; cifra que se sumaría a los que actualmente cazan de modo ilegal o bajo la excusa de investigación científica. La carne de delfín, por su parte, está considerada carne de segunda. Además está comprobado que es bastante poco saludable comerse un Flipper: resulta que, producto de la contaminación, tiene altas cantidades de mercurio en su carne. En las grandes ciudades eso es sabido, pero en pueblos pequeños y alejados esa carne se vende como otra cosa (muchas veces como ballena), o se reparte en viandas como comida de colegios pobres.

Y lo peor es que, incluso si no vendieran su carne, en este momento es un negocio exterminar a los grandes animales del mar: sucede que ante el colapso de la fauna marina y la disminución global de la pesca, los japoneses vienen exponiendo una teoría siniestra: hay que acabar con los predadores marinos. Y no lo dicen pensando en sus naves pesqueras del tamaño de estadios de fútbol. Cuando afirman eso hablan de las ballenas y de los delfines, y avanzan.

De las 17 zonas pesqueras que había en los océanos y mares del mundo, 13 ya casi no tienen nada y las cuatro restantes están siendo sobreexplotadas. Ante la evidente inacción de los gobiernos frente a la cuenta regresiva, la desinformación general y la lenta reacción de la sociedad hay que celebrar que todavía existan espíritus radicales como los de Watson y

O’Barry. Seguramente, en el fondo, son un par de locos que se creen súper héroes, pero sin dudas se vuelven gigantes cuando interponen sus cuerpos a los arpones y logran que éstos retrocedan.


Además, dentro del festival también se pueden ver Jane’s Journey, la historia de la famosa doctora Jane Goodall (recordada por sus trabajos con gorilas) que hoy, con 76 años, sigue dedicando su vida a intentar salvar al mundo de su propia destrucción. Waste Land, documental que recorre el proyecto social y artístico del artista plástico brasileño Vic Muniz dentro del basurero más grande del mundo en las afueras de Río de Janeiro. Y Gas Land, un viaje por el interior de Estados Unidos que develará los riesgos y la contaminación que genera la explotación de gas.
Para la programación completa: www.greenfilmfest.com.ar

El Green Film Festival es del 25 al 31 de agosto en Cinemark Palermo (Beruti 3399).
Entradas generales $22.

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