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Domingo, 30 de octubre de 2011

PERSONAJES > MARION COTILLARD EN LA NUEVA DE SODERBERGH

Mantengamos la elegancia

 Por Mariano Kairuz

La nueva película de Steven Soderbergh (el director capaz de saltar de la frívola serie La gran estafa a un díptico considerablemente serio sobre el Che Guevara) se propone como una suerte de respuesta “realista” a la epidemia de películas sobre epidemias que plagó el cine de los últimos años. Es “realista” en el sentido de que, a diferencia de buena parte de estas películas, no tiene zombis, pero su origen es básicamente el mismo: el recuerdo reciente de las paranoias de las gripes aviar y porcina que tanto alcohol en gel vendieron y que –a juzgar por algunas escenas dedicadas a retratar la organización de centros de cuarentena en grandes estadios deportivos– el guionista Scott Burns parece haber tenido presente también las desastrosas políticas de contención de la administración Bush tras el paso del huracán Katrina. El crítico de la revista The New Yorker, David Denby, la ha llamado una “película de aniversario del 11-S” y puede que haya algo de eso, de conmemoración del día en que todos empezaron a desconfiar del otro y a temer un ataque invisible con ántrax. Pero en todo caso se trata de una apuesta rara y oscura, por momentos una película sobre una civilización sumida en una psicosis permanente, en la que actos cotidianos como darse la mano –o como las demostraciones de amor entre los adolescentes– pueden ser de lo más peligrosos.

Contagio despliega sus ideas más interesantes en su primera parte. Consigue por momentos una eficacia inquebrantable al sostener el plano sobre espacios comunes de contacto colectivo –la barra de un ómnibus, un plato de maní en un bar muy transitado, un vaso recién utilizado–, despertando en los espectadores la conciencia de todas esas bacterias y virus que están ahí bailando sobre la superficie de las cosas y en nuestros cuerpos sin que los veamos, y obligándonos a pensar en la regularidad con que nos tocamos la cara, la boca, la nariz, en la sequedad de la garganta, los oídos un poco tapados, y en ese otro espectador que tose en la fila de atrás: antes de que la película haya terminado, ya estamos enfermos. Hay un segundo acto –meses y millones de muertos después del “día 2”, que es donde empieza el relato– en el que asistimos al colapso social, los negocios saqueados, las calles desbordadas, la gente agarrándose a trompadas por una dosis de una vacuna que ni siquiera ha sido probada; la policía y el ejército patrullando las fronteras. Una idea potente y singular aparece por entonces: ante la perspectiva de que, aun en caso de encontrarse una cura, llevaría meses y muchas víctimas más hasta testearse correctamente y fabricarse y administrarse masivamente, las autoridades del departamento de seguridad interior norteamericano le indican al doctor Cheever (Laurence Fishburne), del Centro para Control y Prevención de Enfermedades, que la mejor manera de informarle oficialmente al público cuál es la situación sin provocar un ataque de pánico de consecuencias desastrosas –el miedo al miedo como nuestro mayor enemigo–, es hacerlo cuando el público ya conozca de hecho la situación. Es decir, de hacer correr primero el rumor. El rumor como política de Estado.

La contracara de esta idea está encarnada en el personaje de Alan Krumwiede (Jude Law), un periodista free-lance, blogger y autoproclamado activista conspiranoico que denuncia el presunto complot del gobierno y la industria farmacéutica para beneficiarse del desastre. Cerca del comienzo de la película, alguien le espeta que “bloguear no es escribir, es hacer graffitis con puntuación”, inclinando el guión hacia una postura sospechosamente conservadora que parece confirmarse más tarde, cuando resulta que el blogger es un auténtico cretino mientras que varios empleados de las instituciones oficiales son, más allá de algún desliz y de verse desbordadas por la situación, personas responsables, confiables y altruistas. La acumulación final de actos teñidos de buenas intenciones, entrega y hasta amor por la humanidad huele un poco a pescado podrido.

Como ya lo ha hecho antes, Soderbergh consigue convocar a varias estrellas dispuestas a trabajar para él por sueldos menores que sus usuales cifras millonarias, y los despeina y les quita el maquillaje: ahí está Matt Damon mal afeitado (y hasta un poco más gordo), Gwyneth Paltrow demacrada, y Kate Winslet en por lo menos un plano ingrato. Con este panorama, la que sale mejor parada es Marion Cotillard, la ascendente francesa que, desde que ganó el Oscar por hacer del Gorrión de París en La vida en rosa, viene haciendo carrera en Hollywood con Enemigos públicos, El origen y pronto la tercera Batman de Christopher Nolan. La hermosa y un poco exótica chica de esta página a quien –como investigadora de la Organización Social de la Salud que rastrea el origen de todo el asunto hasta Hong Kong– le toca en Contagio portar toda la compostura y la elegancia y la belleza de la que los demás son despojados. Es decir, le cabe el trabajo de ser una verdadera movie star a pesar de todas las intenciones de realismo, que para ver gente fea, desgreñada y enferma ya está la vida real.

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